El debut de Jorge
Doblando hacia el río desde Juan Antonio Lavalleja, casi al
llegar al final de las construcciones existentes entonces, a mano izquierda,
estaba el “Patio de la Morocha”.
Desde
niño, aquella casa vieja, lugar vedado que no sé ni cuándo ni cómo supe lo era,
ejerció en mi el irresistible atractivo de lo desconocido, la curiosidad de lo
prohibido, la sospecha de seducciones novelescas.
Apenas
con poco más de diez años, un día, con la complicidad de un primo con el que
regulábamos en edad, nos atrevimos a atisbar por los sucios vidrios de una de
sus puertas exteriores, a media tarde de un frío invierno que invitaba a la
siesta y nos amparaba de la vista de los vecinos.
La
experiencia fue descorazonadora. Una habitación de tamaño normal, un pequeño y
deslucido mostrador de madera, un par de desvencijados sillones, una mesa de
hierro con tres sillas, fue la visión del descubrimiento. Nada demasiado raro,
nada prohibido, ninguna referencia a nada que pudiera ser “malo” o
“inconveniente” que eran dos de los calificativos con que la madre de uno de
mis amigos había considerado el lugar, una vez que le habíamos preguntado sobre
él.
Por
algún tiempo, luego de ello, perdió el interés.
En
los primeros años de liceo, un poco más de inocencia perdida en conversaciones
con compañeros mayores y más experimentados, aquel retornó, con otras
expectativas.
La
curiosidad del sexo, en aquellas épocas, para los muchachos de 13 y 14 años,
pasaba indefectiblemente, entre otros tópicos establecidos, por las “casas de
cita”.
Las
rabonas de algunos soleados días invernales, o de primaverales jornadas, se
cumplían con safaris a la playa del Olimar, en pesquerías vanas o tan solo en
pérdidas de tiempo en busca de diversión.
A
la pasada hacia el río, siempre la curiosidad giraba mi cara hacia ese lugar. A
veces, lo recuerdo bien, algunos niños chicos jugaban en la vereda de balastro,
otras veces, alguna “señora” mataba el tiempo mateando en la vereda, mal
vestidas y desaliñadas, al punto que – con candidez-, recuerdo haber pensado si
sería cierto que eran “la perdición de los hombres”. No podía creerlo.
Fue
en una de esas noches de la primer adolescencia cuando –habiendo pedido permiso
en mi casa para ir a la fiesta de cumpleaños de uno de mis compañeros de clase,
y luego de ella-, una “barrita” de cinco o seis gurises nos dimos valor
mutuamente, y acompañados por Hugo, el “experimentado” hermano mayor de edad
del cumpleañero Jorge, y con la complacencia y dinero de su padre, nos fuimos de
“debut” al Patio de la Morocha.
Animarnos
a entrar, fue toda una historia. Queríamos y no queríamos. Nos empujábamos unos
a otros, nos apuraba Hugo, nos hundíamos en risas nerviosas e historias
fantásticas, sin saber que íbamos a descubrir.
Yo
aún conservaba en mi memoria la fotografía de aquel día, lejano ya, en que
habíamos espiado a media tarde. Con el argumento de que era un lugar “normal”,
que no inspiraba miedo, ayudé a convencernos para entrar, a pesar que los
murmullos, las conversaciones, la música, íntimamente me decían que aquello, de
noche, era otra cosa.
Hasta
que al fin entramos, previo pedido de permiso; entramos.
El
ingreso al local lo realizamos por la misma puerta desde la que había espiado y
–básicamente- todo estaba igual que entonces. Solo que había gente. Mujeres que
me parecieron viejas y nada sexy, hombres acodados en el mismo desgastado
mostrador, una pareja bailando un tango al compás de una música que surgía de
otra habitación adyacente. Poca luz. Mucho humo y un olor a encerrado y vicio
que le ató un nudo a mi estómago y acentuó el temor y la intranquilidad.
Apretados
como un rebaño de ovejas, tras un primer momento allí, se nos acercó una de las
“pupilas” y previo un secreteo con Hugo, nos hicieron pasar a la pieza de donde
provenía la música. Una sala un poco más grande que la primera, donde otro
grupo de contertulios entretenía su noche, y, en un rincón, un guitarrero joven
y un bandoneonísta viejo desgranaban su no muy afinada música. Otros sillones,
un par de mesas, alguna otra mujer y una estufa a leña, completaban el paisaje,
además de “aquello”. Aquello era algo que aún hoy –treinta años después-
recuerdo con la claridad de ese primer día. Adjunto a la estufa, en la pared,
sobresaliendo de ella, dominaba la habitación, a tamaño real, la silueta de una
mujer desnuda, de frente, con sus manos a los costados, su pelo, largo, y sus
senos a la vista coronados por unos pezones notorios, exagerados.
Debemos
situarnos en el momento histórico. Corrían entonces los primeros años de la
década del setenta. La televisión, de reciente advenimiento, ni por asomo
dejaba entrever de las féminas más que algún pronunciado escote. Las revistas
“verdes” existían, pero no eran de circulación habitual, las mujeres, grandes y
chicas, en la calle y en nuestro círculo de actividad, eran de lo más
pudorosas.
Así
que la visión de esa “estatua”, a todos nos llamó la atención. Yo,
personalmente, recuerdo que no podía sacarle la vista de encima.
Se
me han perdido en las lagunas de la memoria muchas de las cosas que pasaron esa
noche, pero otras, como toda primer experiencia, están muy claras.
Uno
de los recuerdos recurrentes es que fue, también, mi primer borrachera. Nuestro
amigo Hugo, tratando de cumplir su función de “hermano mayor” y –ahora
mirándolo a la distancia, intentando y logrando impresionarnos-, pidió cerveza
para todos. Tomamos una o dos, y la risa se hizo fácil, y el pudor y la timidez
se fueron perdiendo.
Una
de las trabajadores, ante un llamado de Hugo, vino a nosotros, y la rodeamos
como un grupo de caranchos ante una vaca muerta. Curiosos, acercándonos
cautelosamente, midiendo nuestras posibilidades, nerviosos, asustados,
deseosos. Hugo le dio una palmada en la cola, y le preguntó a su hermano:
-
¿Te gusta? Se llama Marta.
Y
dirigiéndose a ella, le dijo:
-
Está cumpliendo 15 años. Te lo encargo.
La
tal Marta, mujer que –calculo- no tendría más de veinte y algunos años,
ocultaba su cara en una especie de máscara creada por un exagerado maquillaje
colorido que la deformaba ante la escasa luz, y apenas cubría su cuerpo con una
apretada blusa blanca que dejaba traslucir su oscuro sutién, y una pollera ni
corta ni larga, pero con un tajo que llegaba casi hasta la cintura. Pelo a los
hombros, suelto, chuzo, oscura de tez denunciando su origen mestizo y adornada
con más chucherías de lo normal, su voz ronca y estropajosa, sus chanzas
groseras, su vocabulario soez y desprejuiciado, nos hipnotizó.
Ella,
fiel a su función, dedicaba su atención casi exclusivamente a Jorge, decidida a
“ablandarlo” para lograr ganarse su paga.
Nosotros,
ya más integrados, estirábamos nuestras manos para intentar tocarla,
descubrirla, y ella reía, nos retaba, jugaba, se hacía la enojada, nos “paraba
la mano”.
En
un momento dado, abre la blusa, desliza la copa del sutién, toma la mano de
Jorge se la lleva hasta su seno.
Todos
nos alborotamos, todos quisimos tocar, y cuando logré hacerlo, me impactó la
suavidad y turgencia de la carne femenina.
Fue
entonces que decidí que yo también quería verla desnuda y descubrir las mieles
que ella prometía brindar en su habitación.
También
lo decidió Jorge, quién así se lo hizo saber y ella, tomándole de la mano, lo
condujo hacia una puerta tapada con una sucia y raída cortina, desapareciendo
ambos tras el floreado trapo.
Más
cerveza, alguna ocasional “tanteada” a alguna de las otras mujeres que osaba
acercársenos, un rato de espera, y retornó Jorge, con cara de satisfacción, la
sonrisa de oreja a oreja y un aire de superioridad que nos molestó a todos.
Había
cumplido.
Hugo, tropeándonos, nos fue sacando del lugar, y en el
repecho, rumbo a mi casa, la más cercana del lugar, nos explicó detalles que le
preguntamos: el cómo hacerlo, el precio, la ocasión, y otras cosas. Jorge no
paraba de jugar su recién estrenado papel de “hombre” y los demás, todos,
envidiábamos su oportunidad. Y entre charlas, risas y traspiés, llegamos a
casa, me despedí y entré silenciosamente.
Esa
noche, se imaginarán, me dormí soñando con Marta.
Muy buen relato. Fué como volver al queco y tener otra vez 13, 14 años.
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