sábado, 23 de abril de 2016

El Patio de la Morocha

El debut de Jorge


Doblando hacia el río desde Juan Antonio Lavalleja, casi al llegar al final de las construcciones existentes entonces, a mano izquierda, estaba el “Patio de la Morocha”.
Desde niño, aquella casa vieja, lugar vedado que no sé ni cuándo ni cómo supe lo era, ejerció en mi el irresistible atractivo de lo desconocido, la curiosidad de lo prohibido, la sospecha de seducciones novelescas.


Apenas con poco más de diez años, un día, con la complicidad de un primo con el que regulábamos en edad, nos atrevimos a atisbar por los sucios vidrios de una de sus puertas exteriores, a media tarde de un frío invierno que invitaba a la siesta y nos amparaba de la vista de los vecinos.
La experiencia fue descorazonadora. Una habitación de tamaño normal, un pequeño y deslucido mostrador de madera, un par de desvencijados sillones, una mesa de hierro con tres sillas, fue la visión del descubrimiento. Nada demasiado raro, nada prohibido, ninguna referencia a nada que pudiera ser “malo” o “inconveniente” que eran dos de los calificativos con que la madre de uno de mis amigos había considerado el lugar, una vez que le habíamos preguntado sobre él.
Por algún tiempo, luego de ello, perdió el interés.
En los primeros años de liceo, un poco más de inocencia perdida en conversaciones con compañeros mayores y más experimentados, aquel retornó, con otras expectativas.
La curiosidad del sexo, en aquellas épocas, para los muchachos de 13 y 14 años, pasaba indefectiblemente, entre otros tópicos establecidos, por las “casas de cita”.
Las rabonas de algunos soleados días invernales, o de primaverales jornadas, se cumplían con safaris a la playa del Olimar, en pesquerías vanas o tan solo en pérdidas de tiempo en busca de diversión.
A la pasada hacia el río, siempre la curiosidad giraba mi cara hacia ese lugar. A veces, lo recuerdo bien, algunos niños chicos jugaban en la vereda de balastro, otras veces, alguna “señora” mataba el tiempo mateando en la vereda, mal vestidas y desaliñadas, al punto que – con candidez-, recuerdo haber pensado si sería cierto que eran “la perdición de los hombres”. No podía creerlo.
Fue en una de esas noches de la primer adolescencia cuando –habiendo pedido permiso en mi casa para ir a la fiesta de cumpleaños de uno de mis compañeros de clase, y luego de ella-, una “barrita” de cinco o seis gurises nos dimos valor mutuamente, y acompañados por Hugo, el “experimentado” hermano mayor de edad del cumpleañero Jorge, y con la complacencia y dinero de su padre, nos fuimos de “debut” al Patio de la Morocha.
Animarnos a entrar, fue toda una historia. Queríamos y no queríamos. Nos empujábamos unos a otros, nos apuraba Hugo, nos hundíamos en risas nerviosas e historias fantásticas, sin saber que íbamos a descubrir.
Yo aún conservaba en mi memoria la fotografía de aquel día, lejano ya, en que habíamos espiado a media tarde. Con el argumento de que era un lugar “normal”, que no inspiraba miedo, ayudé a convencernos para entrar, a pesar que los murmullos, las conversaciones, la música, íntimamente me decían que aquello, de noche, era otra cosa.
Hasta que al fin entramos, previo pedido de permiso; entramos.



El ingreso al local lo realizamos por la misma puerta desde la que había espiado y –básicamente- todo estaba igual que entonces. Solo que había gente. Mujeres que me parecieron viejas y nada sexy, hombres acodados en el mismo desgastado mostrador, una pareja bailando un tango al compás de una música que surgía de otra habitación adyacente. Poca luz. Mucho humo y un olor a encerrado y vicio que le ató un nudo a mi estómago y acentuó el temor y la intranquilidad.
Apretados como un rebaño de ovejas, tras un primer momento allí, se nos acercó una de las “pupilas” y previo un secreteo con Hugo, nos hicieron pasar a la pieza de donde provenía la música. Una sala un poco más grande que la primera, donde otro grupo de contertulios entretenía su noche, y, en un rincón, un guitarrero joven y un bandoneonísta viejo desgranaban su no muy afinada música. Otros sillones, un par de mesas, alguna otra mujer y una estufa a leña, completaban el paisaje, además de “aquello”. Aquello era algo que aún hoy –treinta años después- recuerdo con la claridad de ese primer día. Adjunto a la estufa, en la pared, sobresaliendo de ella, dominaba la habitación, a tamaño real, la silueta de una mujer desnuda, de frente, con sus manos a los costados, su pelo, largo, y sus senos a la vista coronados por unos pezones notorios, exagerados.
Debemos situarnos en el momento histórico. Corrían entonces los primeros años de la década del setenta. La televisión, de reciente advenimiento, ni por asomo dejaba entrever de las féminas más que algún pronunciado escote. Las revistas “verdes” existían, pero no eran de circulación habitual, las mujeres, grandes y chicas, en la calle y en nuestro círculo de actividad, eran de lo más pudorosas.
Así que la visión de esa “estatua”, a todos nos llamó la atención. Yo, personalmente, recuerdo que no podía sacarle la vista de encima.
Se me han perdido en las lagunas de la memoria muchas de las cosas que pasaron esa noche, pero otras, como toda primer experiencia, están muy claras.
Uno de los recuerdos recurrentes es que fue, también, mi primer borrachera. Nuestro amigo Hugo, tratando de cumplir su función de “hermano mayor” y –ahora mirándolo a la distancia, intentando y logrando impresionarnos-, pidió cerveza para todos. Tomamos una o dos, y la risa se hizo fácil, y el pudor y la timidez se fueron perdiendo.
Una de las trabajadores, ante un llamado de Hugo, vino a nosotros, y la rodeamos como un grupo de caranchos ante una vaca muerta. Curiosos, acercándonos cautelosamente, midiendo nuestras posibilidades, nerviosos, asustados, deseosos. Hugo le dio una palmada en la cola, y le preguntó a su hermano:
-                     ¿Te gusta? Se llama Marta.
Y dirigiéndose a ella, le dijo:
-                     Está cumpliendo 15 años. Te lo encargo.
La tal Marta, mujer que –calculo- no tendría más de veinte y algunos años, ocultaba su cara en una especie de máscara creada por un exagerado maquillaje colorido que la deformaba ante la escasa luz, y apenas cubría su cuerpo con una apretada blusa blanca que dejaba traslucir su oscuro sutién, y una pollera ni corta ni larga, pero con un tajo que llegaba casi hasta la cintura. Pelo a los hombros, suelto, chuzo, oscura de tez denunciando su origen mestizo y adornada con más chucherías de lo normal, su voz ronca y estropajosa, sus chanzas groseras, su vocabulario soez y desprejuiciado, nos hipnotizó.
Ella, fiel a su función, dedicaba su atención casi exclusivamente a Jorge, decidida a “ablandarlo” para lograr ganarse su paga.
Nosotros, ya más integrados, estirábamos nuestras manos para intentar tocarla, descubrirla, y ella reía, nos retaba, jugaba, se hacía la enojada, nos “paraba la mano”.
En un momento dado, abre la blusa, desliza la copa del sutién, toma la mano de Jorge se la lleva hasta su seno.
Todos nos alborotamos, todos quisimos tocar, y cuando logré hacerlo, me impactó la suavidad y turgencia de la carne femenina.
Fue entonces que decidí que yo también quería verla desnuda y descubrir las mieles que ella prometía brindar en su habitación.
También lo decidió Jorge, quién así se lo hizo saber y ella, tomándole de la mano, lo condujo hacia una puerta tapada con una sucia y raída cortina, desapareciendo ambos tras el floreado trapo.
Más cerveza, alguna ocasional “tanteada” a alguna de las otras mujeres que osaba acercársenos, un rato de espera, y retornó Jorge, con cara de satisfacción, la sonrisa de oreja a oreja y un aire de superioridad que nos molestó a todos.
Había cumplido.
Hugo, tropeándonos, nos fue sacando del lugar, y en el repecho, rumbo a mi casa, la más cercana del lugar, nos explicó detalles que le preguntamos: el cómo hacerlo, el precio, la ocasión, y otras cosas. Jorge no paraba de jugar su recién estrenado papel de “hombre” y los demás, todos, envidiábamos su oportunidad. Y entre charlas, risas y traspiés, llegamos a casa, me despedí y entré silenciosamente.
Esa noche, se imaginarán, me dormí soñando con Marta.

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