viernes, 8 de septiembre de 2023

Puente sumergible sobre el Olimar

 Ya no es el de madera, pero para los olimareños sigue siendo el Puente Viejo



Desde antes de la fundación de nuestra ciudad, en 1853, atravesar el río Olimar en el Paso Real se hacía relativamente fácil en épocas de sequía, pero sumamente dificultoso en las demás, a pesar de la existencia durante muchos años de balsas y botes que cumplían el servicio del pasaje de pasajeros y mercaderías, obviamente a cambio del pago de un peaje.

Esta situación, que antes del establecimiento de la villa complicaba a los viajeros que en los distintos medios de comunicación de la época transitaban por el camino de la Cuchilla en su paso hacia Melo o Artigas pero tan solo a algunos vecinos que vivían en las cercanías, se generalizó y se tornó un verdadero entorpecimiento para el tránsito y el comercio a medida que se fue poblando la nueva localidad. Con el correr de los años se fueron mejorando los servicios de paso, con botes más grandes y balsas de diferentes tamaños y calados, hasta que entonces que al alumbrar la ciudad sus primeros 50 años de vida, un grupo de vecinos emprendedores y comprometidos con el futuro, se organizan para lograr construir un puente que facilitara las comunicaciones con el sur del país, idea que si bien ya había sido planteada muchos años antes por Lucas Urrutia, constituyéndose en uno de los pocos proyectos que no logró concretar, desde esa época no había pasado de ser una aspiración de unos pocos, que veían poco posible su concreción.

Sin embargo,   frente al empuje de algunos vecinos progresistas,  reunidos en el recientemente fundado “Centro Progreso”, se constituyen comisiones para trabajar en tal sentido, correspondiéndole la presidencia de la misma al Dr. Francisco N. Oliveres. Entre otros, integraban además ese movimiento Braulio Tanco, Fructuoso del Puerto, Fermín Hontou, Luciano Macedo, el Dr. González Hackembruch, Manuel Cacheiro, José Mª Lete, Luis Hierro y Javier de Viana.

Realizadas las primeras gestiones, se envían representantes a la capital del país a plantearle la idea personalmente al entonces Presidente José Batlle y Ordóñez, quién aprobó el emprendimiento, comprometiéndose a que el estado contribuiría pecuniariamente y con logística del entonces Ministerio de Fomento (hoy MTOP), condicionado a que un gran porcentaje de los recursos necesarios fueran integrados por los vecinos de Treinta y Tres.


Conseguidos los recursos necesarios y aprobado el proyecto técnico correspondiente, luego de los enfrentamientos civiles de la revolución de 1904, se pone en marcha la obra que se finalizó en el verano de 1908.

Para la inauguración, que según el propio Oliveres en su libro se llevó a cabo el 8 de marzo pero de acuerdo con algunas publicaciones de la prensa de la época tuvo lugar el día 15, se convocó a la población a una fiesta popular donde no faltó ni la música ni el tradicional asado con cuero, y se realizó un acto protocolar en el que hicieron uso de la palabra varios de los propulsores de la idea.

El puente inaugurado en aquella ocasión, estaba construido con madera dura importada de Paraguay, que llegó hasta la estación de Nico Pérez en tren para ser trasladada luego en carretas hasta nuestra ciudad, madera de la que aún se conservan algunos ejemplares siendo los más apreciables aquellos que conforman una escultura realizada por el olimareño Díaz Valdés enclavada junto a la Ruta 8 actual.

El viejo puente soportó estoicamente el embate de cientos de crecientes durante muchísimos años, pero al final el río lo venció culminando el siglo, llevándose palo a palo en su corriente, hasta que no pudo ser más transitado, a pesar de un par de ambiciosas “reparaciones” que alargaron su final hasta la gran creciente de abril de 1998, que le rompió definitivamente.


Años más tarde, el municipio asumió la construcción de un nuevo puente, que aunque fue erigido con las más modernas técnicas y materiales, conservó el estilo, medidas y otras características de su antecesor, completando nuevamente la postal olimareña de los tres puentes que tan orgullosamente nos representa en el mundo entero.




Francisco Oliveras, treintaitresino

  Pionero de la arqueología nacional y donante del Museo Nacional de Antropología



                        “Pancho” Oliveras fue un treintaitresino extraordinario. Otro más de tantos y tantos hijos de estas tierras que el devenir del tiempo y la corta memoria ciudadana que nos caracteriza como comunidad ha olvidado.

                        Francisco Oliveras Acosta, nacido en Treinta y tres el 10 de mayo de 1896, tuvo una larga y fecunda vida dedicada a sus tres aficiones; los libros, la docencia y las ciencias naturales, pasión que englobaba desde botánica y zoología a geología, arqueología, etnología, paleontología, sin las rigurosas limitaciones de la especialización moderna y que desde muy niño manifestó recolectando piedras, bichos y otros elementos que llamaban su atención en largas caminatas en el campo.

                        Ya adolescente, su familia se traslada a Montevideo y su padre funda la Librería Oriental, instalada en la ciudad vieja, lugar que pronto se convierte en el lugar donde “Pancho” pasa la mayor parte de sus horas libres, leyendo y asimilando conocimientos.

                            Apenas cumplida su mayoría de edad, convierte esa primera pasión, los libros, en profesión, pasando a trabajar junto a su hermano y su padre en la atención del negocio familiar. Pese a esta actividad, su inclinación por las ciencias siempre le llevó a desarrollar actividades paralelas, en los primeros tiempos dedicadas preferencialmente a la arqueología, al punto que, en el año 1926, con apenas 30 años, se le considera pionero de la arqueología nacional, fue socio fundador de la Sociedad Amigos de la Arqueología, y ya completamente integrado al entorno científico capitalino de principios del siglo pasado.

                            Desde sus primeras salidas de campo, Oliveras recolectaba anotando el hallazgo de cada pieza con rigor científico, ya fuera hueso, piedra, cerámica, animal, etc., los que llevaba semana a semana a la trastienda de la librería, lugar que fue poco a poco convirtiéndose en una especia de museo desordenado y ecléctico, pero habitualmente punto de reunión de catedráticos, alumnos  y simpatizantes del tema, a quienes el propio Oliveras relataba orígenes y circunstancias de los hallazgos, y le imponía de su importancia y características. En poco tiempo fue creciendo el acervo, al punto que en pocos años hubo de destinarse una habitación especialmente para ellos, coincidente con la mudanza de la librería al centro de Montevideo, cambiando su nombre y pasando a llamarse Librería, imprenta y encuadernación Francisco Oliveras, y estaba situada esquina de 18 de Julio y Yi.

                        Con el paso de los años, su relacionamiento con el mundo científico le lleva a participar del Instituto de Investigaciones Biológicas fundado por el profesor Clemente Estable, con quien desarrolla una fuerte amistad, y forma parte de las primeras salidas de excursiones naturalistas a lugares agrestes y poco conocidos del país, haciendo hincapié en el estudio y exploración de la flora y fauna del país, oportunidades que “Pancho” Oliveras aprovechaba para también realizar otro tipo de recolecciones encontradas.



                        A principio de los años 40, la creación de una cátedra sobre el estudio de la naturaleza en el Instituto Normal María Stagnero de Munar motivó que las autoridades de la época le ofrecieron hacerse cargo de la misma, lo que aceptó con entusiasmo encendiendo la mecha de su tercera pasión manifiesta, la docencia, que ejerció ininterrumpidamente por un cuarto de siglo.

                        A mediados de esta misma década, en 1945, junto a otros científicos y alumnos funda el Centro de Estudios de Ciencias Naturales inaugurando excursiones de estudio y recolección a distintos puntos del país, generándose a partir de allí una actividad que estaría liderando por más de 40 años, ya que hasta sus ochenta y tantos sigue participando de campamentos y jornadas de trabajo de campo.

                        Es esta la etapa de trabajo más intenso del profesor Oliveras en todos los aspectos. Con el auspicio de su “Centro de Estudios” se dictan conferencia, se producen publicaciones, se elaboran muestrarios de geológicos o de fauna para ser donados a escuelas y museos; se patrocina la producción de documentales fílmicos. Los hallazgos empezaron a multiplicarse. De todas las excursiones y campamentos que organizaba en todo el país, se regresaba con verdaderos cargamentos de material geológico, paleontológico, zoológico y arqueológico.

                        Ya no alcanzaban los estantes de la librería Oliveras, y comenzaron a depositar los materiales en la sede social del Centro de Estudios, que llegó a alquilar la ex quinta de Máximo Santos para sede de la institución y facilitar la muestra de sus elementos, que se conoció desde entonces y durante mucho tiempo como el Museo Oliveras.

                            Cuando el profesor “Pancho” Oliveras comenzó a vislumbrar el ocaso de su existencia, una de las circunstancias que más le preocupaba era el destino de la enorme colección de materiales reunidos a lo largo de casi 60 años de trabajos, y se dispuso a a donar toda su colección con la intención que la misma no se desperdigara y se conservara junta en la creación de un museo oficial. 

                            Primero, resolvió ofrecerla entera al Instituto Normal, donde había dado clases durante más de 25 años, no obteniendo respuestas en algún tiempo. Se decidió entonces ofrecerla en donación a la intendencia montevideana y tras un par de años en que tampoco tuvo respuestas se inclinó a realizar la donación al Ministerio de Educación y Cultura, que sí la aceptó y se formalizó la misma en la fecha de su cumpleaños número 80, el 10 de mayo de 1976.

                        Culminaba así un largo periplo durante el cual su colección ascendió a más de 200 mil piezas, que hoy son la base del Museo Nacional de Antropología, al que no vio inaugurado.

                            Según cifras oficiales, la donación efectuada por el Prof. Francisco Oliveras sumaba un total de 182.262 piezas registradas. La colección, estaba catalogada en 17 tomos correspondientes a las piezas de arqueología, 102.432 elementos en total, otros 5 tomos relacionando 44.320 piezas correspondientes a paleontología, 4 tomos documentando 12.510 piezas de zoología y 30.000 piezas de geología, todo apoyado por un archivo fotográfico de primer orden y una colección de más de 18 mil diapositivas. Actualmente sus colecciones se ubican en el Museo Nacional de Antropología y en el Museo Nacional de Historia Natural. La colección de arqueología, que se ubica en el Museo Nacional de Antropología, cuenta con más de 117.000 piezas, todas ellas inventariadas.

                            Al cumplirse once años exactos de efectivizada su donación sin haberse inaugurado aún el Museo con sus obras, día coincidente además con la fecha de su cumpleaños número 91, el 10 de mayo de 1987, fallece en la ciudad de Montevideo, acompañado por quien fuera su segunda esposa y compañera de la mayor parte de su vida y aventuras, la maestra Bell Clavelli.


Su relación con Treinta y Tres


                    A pesar que no está específicamente documenta su relación con nuestra ciudad con posterioridad a su mudanza a la capital del país, hay varias menciones en el libro “Los pioneros de la naturaleza uruguaya”, del doctor Daniel Skuk (ediciones Torre del Vigía, febrero de 2007), permiten suponer que Oliveras tenía en mucho aprecio su pago natal, y hasta quizá se puedan inferir algunos visitas previas a las relatadas en el libro de referencia.

                        Concretamente, el capítulo de esa obra titulado “Quebrada de los cuervos (I) tras la planta de la Yerba Mate” nos revela que con sus las propias palabras don Pancho, en febrero de 1953 anunció a us grupo que “la próxima salida será a mis pagos. Acamparemos en la Quebrada de los Cuervos, en plena sierra y monte indígena, lugares casi vírgenes y apenas hollados por el hombre, donde en la espesa vegetación solo es posible abrirse paso a fuerza de machete”.

                    Según informa el autor a continuación ese viaje y esa propuesta tenía detrás una motivación especial: la de adherirse el Centro de Estudios de Ciencias Naturales a los festejos del centenario de la fundación de Treinta y Tres.

                            En esos pagos, acampó un gran grupo de personas, como acostumbraba hacer el Centro, fotógrafos, dibujantes, recolectores, biólogos, arqueólogos periodistas, etcétera, liderados por don Pancho Oliveras, con la misión principal de encontrar, identificar y relevar la existencia de árboles de Yerba Mate, lo cual no fue una tarea fácil los primeros días, según se documenta en el relato, hasta que la aparición en el campamento de un vecino de nombre Jesús Brun les proveyó un baqueano que les dirigió, tras recorrer largas distancias por senderos inexistente y roquedales inaccesibles, a un lugar donde pudieron constatar la presencia de muchos árboles en el llamado “Paso del Duraznero” sobre el Yerbal Chico.

                                En las jornadas siguientes, los paseos incrementaron su alcance a parajes cercanos, como las serranías del Otazo, Puntas del Parao y Cerro Largo, lugares en los que se concurría transportados en los lentos camiones de la época, sin toldos, en viajes que insumían varias horas.

                                Tras estas dos experiencias narradas, en el mismo libro hay registro de al menos una visita más a tierras treintaitresinas del grupo de exploradores liderado por Oliveras, que llegaron a la Charqueada al año siguiente, en 1954.

                                Articulistas relevantes de la época que en más de una ocasión acompañaros el grupo de exploradores de Oliveras, dejaron registros en revistas y diarios de la época de la gran fortaleza física y presencia de ánimo de “don Pancho”, además de su enorme sabiduría práctica que le permitía materialmente “adivinar” donde encontrar piezas líticas, o reconocer a primera vista alguna roca particular merecedora de atención. El Coronel Cédar Viglietti, por ejemplo, que en más de una ocasión participó en los campamentos con su pluma registrando hechos y su guitarra amenizando noches, escribió entre los años 1949 y 1953, sendas crónicas detalladas en el periódico “La Tribuna Popular” sobre las salidas de campo, sus costumbres y desarrollo.

                                Pero es en el moderno libro de Skuk ya citado donde se pintan un par de anécdotas sobre Francisco Oliveras que me parece importante resumir en estos párrafos.


                               Una de ellas, trata sobre una época en que Oliveras estaba pasando por un mal momento económico con su librería y debería decir entre las opciones de cerrarla o conseguir una inyección de dinero para pagar deudas y proveerse de nuevo material para continuar con el comercio funcionando. Según se narra sin muchos detalles en el libro pero que si se detalla en un artículo póstumo sobre don Pancho publicado en un Suplemento de El Día en 1989, en esa oportunidad un coleccionista norteamericano le ofreció un importantísima suma en dólares para comprarle algunas de las piezas más valiosas de su colección, entre ellas su temprano gran hallazgo, el ÑACURUTU, pieza ritual zoomorfa, descubierta en 1934 en el arroyo Sauce, cerca de Juan Lacaze (Depto. de Colonia), a lo que Oliveras contestó que las piezas por las que se ofertaba tanto dinero eran obras maestras del pasado aborigen y estaba fuera de discusión cualquier referencia a su valor comercial.

La otra anécdota, sucede con un pequeño Francisco treintaitresino de tan solo ocho años. En 1904, el país estaba embarcado en la guerra civil liderada por Aparicio Saravia y el hecho se refiere a un cruce fugaz de ambos. La versión recordada por Oliveras, narraba que en ocasión que las fuerzas saravistas pasaron por la ciudad, el formó parte de quienes salieron a ver el paso de los revolucionarios, jinete en su cabalgadura que se inquietó ante el resonar de los cascos desfilantes, y se movía nerviosamente, lo que llamó la atención al pasar Saravia, que dirigió la mirada hacia el niño. Pancho reaccionó a esa mirada sorprendido, llevándose la mano a la sien en militar saludo, que Aparicio, con una sonrisa, le respondió solemne. Ese recuerdo, según sus biógrafos, le acompañaría toda la vida.


Bibliografía consultada: 
“Los pioneros de la naturaleza uruguaya”. Daniel Skuk, 2007, Ediciones Torre del Vigía
Grupomultimedios.com, 12 de mayo 2022 “Nuevo aniversario del nacimiento y muerte del primer arqueólogo uruguayo”
Cedar Viglietti: extractos de artículos de La Tribuna Popular narrados por Cedar Viglietti (hijo) en su blog
Suplemento Crónicas Culturales de El Día, Nº 2872, 26 de febrero de 1989
Página oficial del Museo Nacional de Antropología





domingo, 24 de julio de 2022

El espacio de los muertos

 En 33, más olvido que patrimonio






                        Una especie de angustia respetuosa, con ingredientes de tristeza por la desolación y negligencia y algo de indignación por todo lo que implica su estado actual, son la mezcla de sensaciones que invade a los visitantes ocasionales de los abandonados y casi desconocidos cementerios rurales, que en un número no definido concretamente aún, pero que sin dudas supera  con creces la decena, aún resisten porfiados el paso del tiempo y la invasión de las fuerzas de la naturaleza, a todo lo largo y ancho del departamento.
                        De algunos, solo quedan mentas, como el que cuentan que existió en las cercanías de Passano sobre las costas del Cebollatí, a corta distancia de la hoy estancia Los Naranjos, del cual informantes de la zona aseguraron que contaba con varios panteones, algunos nichos, y muchas cruces señalando sepulturas en tierra, y que el cambio de curso del río en su devenir fue socavando hasta dejarlo bajo las aguas, totalmente perdido.
                        Otros, como el más conocido de todos, comúnmente denominado “Cementerio o Panteón de Menéndez”, (Foto principal) en las cercanías del paraje Piedra Sola, son un ejemplo de cuidado y conservación, a pesar de algunos intentos de vandalismo que ha sufrido en los últimos años. Es, sin dudas es el que se conserva más en condiciones y mejor estéticamente, a pesar que hace muchos años ya que no se llevan a cabo sepelios en el lugar.
                        Pero hay al menos una media docena, que están completamente abandonados del cuidado humano, invadidos por la vegetación que ha tomado cuenta en la mayoría de los casos de las construcciones. Son hogar de animales silvestres: víboras, zorrillos, comadrejas, tatúes y hasta zorros conviven con abejas, avispas y colonias de hormigas que se apoderan de panteones y sepulcros amparados en la paz de los camposantos, que solo es interrumpida ocasionalmente por vacunos en busca de sombra y abrigo, o humanos en procura de historias.
                                Un sitio tan relevante históricamente como el “cementerio de Urtubey”, en la costa del Olimar Chico a poca distancia del Paso Carpintería, está prácticamente destruido, sus tumbas y restos diseminados en un monte natural nacido con seguridad al influjo de la existencia de ese espacio donde se sabe que descansan los restos del propio coronel Agustín de Urtubey, ex Jefe Político y de Policía de los departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres, Jefe de la División Treinta y Tres de los ejércitos nacionalistas en varias revoluciones, su esposa, Josefa Oribe y su hijo, el comandante Lasala, entre otros destacados forjadores de la historia regional.

                        Muchos otros de los cementerios patrimoniales a ojos vistas año a año van siendo invadidos por el monte natural. Son lugares que prácticamente no son visitados. Los deudos olvidaron a sus muertos queridos, o como sucede en algunos casos, trasladaron sus restos luego de reducidos a algún cementerio urbano, y el viejo lugar de reposo ya no recibe flores ni una mano que le arranque las malezas. Y eso pasa con el “Cementerio del Yerbalito o de los Antoria”, en costas del Yerbalito; con el “Cementerio de los Fleitas”, en Cerro Colorado; con el cementerio de las Averías, en la sexta sección, con el de los Moreira cerca del Avestruz, o el de los Pérez, más al norte en el camino a Tupambaé; con un par de cementerios en la “séptima baja”, el Cementerio de los Artigas, limítrofe a nuestro departamento a pesar que técnicamente está en Lavalleja, y ni restos quedan tampoco del “Cementerio de los Teliz”, en el camino a Leoncho, y quien sabe de cuantos más desperdigados por la campaña olimareña y que aún no conocemos.
                            Situación similar por lo disímil de los casos particulares, asimismo, la constituyen los “panteones”, monumentos funerarios que sin llegar a ser cementerios, suelen ser lugares de descanso eterno de familias muy arraigadas a las zonas donde están enclavados. Hay algunos que ya nadie se acuerda ni siquiera por tradición oral a que familia pertenecieron, y otros que a pesar que las familias directas ya hace años que no existen, los propietarios de los campos a lo largo de los años se han preocupado en mantenerlos razonablemente conservados. Sin dudas a consecuencia de las dificultades para el traslado hacia las ciudades que quedaban a grandes distancias, este tipo de construcciones se observan en toda la campaña del departamento. Hay algunos de los que solamente se conservan al arco de mediopunto que abrigaba la puerta de ingreso, y otros que mantienen intacto su señorío, sus inscripciones y su ornato muchas veces con gran influencia de la masonería.


                    Cementerios urbanos como los de María Albina e Isla Patrulla prácticamente puedan considerarse intermedios o casi rurales, ya que aunque son asimilados a una urbanización que los sostiene, atiende y mantiene en condiciones, el uso de sus instalaciones para nuevas inhumaciones es cada vez más escaso, en la mayor parte de los casos porque ha caído significativamente también la población que ocupan esas localidades.
                            Otro de porte más intermedios, como el de Charqueada, o más grandes aún como los de Santa Clara y Vergara, guardan en sus perímetros verdaderos monumentos funerarios, como el de Aparicio Saravia en Santa Clara o el muy documentado por el amigo e historiador local Jorge Muniz de Venancio Alves en Vergara, que está en camino a ser nominado justamente como “Patrimonio Histórico Nacional”.

 
Los tres cementerios de Treinta y Tres

 
                            Al igual que lo que sucede en el cementerio de la capital olimareña, que también tiene algunos ejemplos de magnificencia en sus esculturas y mármoles, como el Angel del marmolista Juan Azzarini cuya foto se adjunta, la riqueza constructiva e histórica que develan desde la más humilde tumba hasta el mausoleo más trabajado, tiene relevancia significativa en los nombres de quienes descansan en ellos, y la importancia que tuvieron para su región, su comunidad o tan solo su familia, que es también una pieza relevante en la cadena continua de los sucesos históricos. Es sin dudas lastimoso, que de los primeros dos camposantos treintaitresinos no se conserve ni una sola fotografía, ni un solo documento descriptivo, y tan solo referencias a su demolición o construcción complementen la tradición oral.
                          

 
La primer necrópolis que tuvo la entonces Villa de los Treinta y Tres, se ubicaba en la zona actualmente conocida como el “potrero de los burros” adyacente a la hoy avenida Ariel Pinho, más o menos a la altura donde se utilizaba hasta hace poco tiempo atrás para los juegos de “fútbol callejero”, patrocinados por el inolvidable gestor ya desaparecido “Tato” Silva. A él hacen referencia en sus trabajos históricos tanto Oliveres como Macedo, pero sin dudas el mejor documento existente relativo a su ubicación es la hijuela hereditaria de la chacra de Miguel Palacio, que se conserva en el Museo Histórico local, donde dice que el límite Sud oeste de la parcela adquirida era el predio del “cementerio viejo”, como se puede apreciar en la ilustración adjunta.
                            A pesar que algunos especuladores contemporáneos suponen que el origen de este primer camposanto sean más antiguo que la fundación de la ciudad de Treinta y Tres y se remonte a la época de la batalla del período artiguista cuando Gorgonio Aguiar intentó detener el avance del ejercito portugués sufriendo una derrota categórica con impo
rtante número de patriotas muertos, que cual costumbre de la época deben haber recibido sepultura, y deberían haber buscado para hacerlo una distancia lejana a donde se imaginaban llegaría la creciente. No debemos olvidar que eran gente de paso, ninguno conocedor de la magnitud de las crecientes del Olimar, pero además era el mes de enero y el río seguramente con poco cauce tampoco daba para sospecharlo.
                                De acuerdo a esta teoría, una vez asentado el pueblo en la demarcación acordada, a partir de 1855, sería lógico para el pensamiento de la época continuar usando lo que hasta entonces todos conocían por el lugar de enterramiento de la zona.
                                Este primer cementerio pronto mostró su pésima ubicación ante los furiosos embates de las crecidas del Olimar, que cada vez que llegaba hasta su emplazamiento dejaba al descubierto restos y osamentas, rompiendo estructuras y provocando la necesidad de arreglos y reparaciones. Y en poco tiempo, las autoridades municipales se pusieron en campaña de construir una nueva necrópolis, y debido a falta de fondos propios para encarar esa obra, se realizó un convenio con cura ese entonces, el padre Ramón Rodríguez, para que fuera construido con fondos eclesiásticos y administrado por Rodríguez hasta haber recibido el pago total de la inversión realizada.
                                    Es así que, en pocas palabras, por ese convenio se construye lo que sería el segundo cementerio de Treinta y Tres, que se llamó “De la Soledad” y estaba ubicado aproximadamente donde se erige hoy la Iglesia de la Cruz Alta y un par de manzanas adjuntas hacia el norte. Este camposanto comenzó a funcionar en el entorno de los años 70, y en la misma época se produce el vaciamiento del primero y traslado de los restos al segundo. El decreto municipal sugerido por la Comisión Auxiliar de Treinta y Tres dispuesto por la Junta Económico Administrativa de Cerro Largo con la firma de su Presidente Torcuato Marquez, indica en la parte medular de su artículo 28 que “ todos los restos humanos que están en el lugar denominado Cementerio Viejo se conducirán el día 2 de noviembre de 1873 al osario común del Cementerio nuevo con la formalidad y el respeto que esto requiere”, ordenando en el artículo siguiente que luego de ese día “se procederá a extinguir todo vestigio que revele para lo que aquel lugar ha servido.”

                                        El cementerio de la Soledad, entonces ubicado fuera de lo que eran los límites de la planta urbana, pronto se vio cercado por el crecimiento de la localidad, y se hizo nuevamente necesario su traslado en los alrededores de finales del siglo XIX, para lo cual se construyó esta vez con fondos municipales el tercer cementerio de Treinta y Tres, en la ubicación donde actualmente se encuentra, aunque obviamente de muy menores proporciones. Del segundo cementerio, en poco tiempo más, tampoco quedaron vestigios, solo recuerdos, anotaciones en los libros parroquiales y en algunos pocos documentos de traslado de restos que se conserva en archivos de la comuna.


lunes, 14 de junio de 2021

Pelicula sobre Dionisio Dïaz, de Carlos Alonso

Un hito en la cinematografía nacional


                                        La película “El pequeño héroe del arroyo del Oro”, calificada en perspectiva histórica como “el único gran éxito taquillero de la cinematografía uruguaya”, y por muchos críticos especializados además considerada “el primer éxito cinematográfico de la historia en el sur del continente”, constituye además el primer ejemplo fílmico nacional verdaderamente popular, ayudado indudablemente por la notoriedad del hecho que lo motiva, y según los críticos de épocas modernas, por ser también la primer película que a través de su sencillez y carencias técnicas, “encierra un hasta entonces no gustado sabor de tierra nativa”, comparándolo con los ejemplos fílmicos de la época, que se constituyen básicamente por documentales e informativas.

                                        Como vimos en forma muy genérica en un artículo anterior de este mismo blog, el film fue realizado por el incansable Carlos Alonso, emprendedor personaje radicado en nuestro medio desde hacía un par de décadas, quien fuertemente impresionado con el suceso, encaró el propósito de elaborar una obra con la cual pudiera dar a conocer a la mayor cantidad de gente posible, el acto de heroísmo del niño gaucho que falleciera trágicamente, en el camino a Treinta y tres casi frente mismo a su domicilio.

                                        Alonso, sin ninguna experiencia previa en cinematografía ni en artes escénicas, apenas acallados los primeros ecos de la tragedia, se abocó a la tarea de plasmar su idea de recoger en una película los detalles del acontecimiento, poniéndose en contacto con la casa “Max Glucksman”, empresa que se dedicaba a la parte técnica/industrial del proyecto.

                                        En una nota de prensa del diario capitalino “El País” donde se anuncia “el próximo comienzo del proyecto de filme nacional”, el autor indica que “la aureola de gloria en que quedó envuelto Dionisio, aquel niño de destino trágico del Arroyo del Oro ha de tener dentro de poco una nueva exteriorización”, resaltando que “servirá de fundamento artístico para la obra la narración de la tragedia que hiciera nuestro compañero Pedro de Santillana”. Pedro de Santillana, aclaramos, era el seudónimo periodístico que usaba el periodista capitalino José Flores Sánchez, quien en una carta cuya copia adjuntamos, firmó en diciembre de 1931 la autorización correspondiente para que Alonso pudiera usar y adaptar “el relato del que soy autor” para la película que se filmará, renunciando además a “percibir remuneración alguna por derechos de autor”.


                                        Así, de esa manera, según los testimonios que se conservan en un completo libro de recortes de prensa de la época conservado por su nieto Juan Carlos Silvera Alonso, hoy residente en Canadá y quien amablemente nos lo compartió en forma virtual, comienza el intenso trabajo que significó la concreción del proyecto.

                                        Alonso se encargó personalmente, de la mayoría de los cientos de detalles que debían atenderse en un proyecto de esta magnitud. Consta también en el mencionado libro de recortes y recuerdos, por ejemplo, las boletas de préstamo y devolución correspondientes de elementos y uniformes policiales usados en la filmación, que fueron conseguidos en la Policía de Montevideo, procurando con cada detalle mantener la mayor rigurosidad estética posible. Como dato anecdótico, ese documento nos permite saber que para la filmación se usaron: dos gorras de gabardina verde, cuatro pares de botas caoba, cuatro uniformes de gabardina verde, y cuatro juegos de corretajes caoba.

                                        También los actores que protagonizaron el film interpretando los distintos personajes, fueron convocados personalmente por Alonso. Ariel Adonis Severino, de apenas 11 años de edad, fue el encargado de dar vida al personaje central de la historia, Dionisio, y la niña Hilda Quinteros es quien personifica a su hermana Marina. En otro de los papeles principales, estuvo el luego reconocido actor, director, escritor y gran locutor Alberto Candeau, entonces jovencísimo que representó a Eduardo Fasciolo, la bella Celina Sánchez en el papel de Luisa, la madre del protagonista y Vicente Rivero, encarnando al loco y malvado abuelo.

                                            La trama, en líneas generales, sigue fielmente el relato construido por Flores Sánchez, el primer cronista, autor del primer libro escrito sobre el tema, que sin duda se trata del hecho novelado por un periodista del crimen, que se convirtió en leyenda y no de la narración histórica y probada, de la cual después, en el correr del tiempo han aparecido nuevas luces y sombras.

                                            El film fue filmado -según las crónicas de la época-, en su mayor parte en nuestro departamento, ocasión que aprovechó Alonso, ya que contaba con los medios técnicos y con el personal indicado, para realizar tomas de muchos de los paisajes rurales y urbanos de Treinta y Tres, con cuyas imágenes, además, confeccionó una película documental que tituló “El Departamento de Treinta y Tres”, y que en las posteriores exhibiciones se presentaban como un programa completo, en primera función el documental y como broche la película.





                                            La película a nivel nacional fue estrenada en proyección privada por invitación en el cine Rex Theater el domingo 13 de marzo de 1932, mientras que en nuestro medio se realizó la presentación pública en la sala del Teatro Municipal, en la noche del viernes 15 de abril del mismo año, como lo anuncia el programa adjunto, sesión a la que concurrieron 273 espectadores a un costo individual de un peso la entrada, según se puede discernir del recibo de pago de los impuestos correspondientes, que también publicamos en esta misma página.

                                            En épocas de su estreno, “El niño héroe del Arroyo del Oro” fue una película muda, que a la usanza de entonces, en los momentos culmines de la trama, se publicaba una placa con los diálogos. Esta característica sin dudas destacaba la labor actoral del elenco, quienes debían hacer comprender a los espectadores todos los sentimientos por los que atravesaban los protagonistas, tanto en los momentos felices, como en los dramáticos, tristes o simplemente rayanos con la locura, en el caso del “viejo”. Muchos años después de su estreno, no se conoce la fecha a ciencia cierta, se le agregó sonido a la filmación original, anexando diálogos, música y sonidos ambiente que mejoraban notoriamente la producción, pero sufriendo como consecuencia la supresión de los letreros intercalados. La película se exhibió regularmente en todo el país, hasta los años cincuenta, cuando ante el fallecimiento de su gestor e impulsor, abandona el circuito de salas comerciales de todo el país, principalmente del interior, donde era programa habitual.


El periplo y su recuperación


                                            Tras el fallecimiento de Carlos Alonso, en 1953, según una crónica realizada por José Carlos Alvarez de Cinemateca Uruguaya, la familia del autor entrega el film para su comercialización a la empresa Remates Sarandí, junto a otras sesenta latas de películas que contenían el resto de su obra cinematográfica, entre la cual se destacan documentales de casi todos los departamentos del interior del país, filmados todos en la década de 1930, y la fusión de partes de ellos que conformaban una película de largometraje que Alonso había titulado “Mi madre patria”, y que también tuvo mucha aceptación del público, y recorrió en muchas oportunidades las salas cinematográficas nacionales.

                                                Siempre según la versión de Cinemateca, toda la obra desaparece de esa casa comercial en el año 1954 “sin dejar rastros”, habiéndose conocido versiones en el sentido que la película había sido traída a Treinta y Tres por su viuda, pero hoy sabemos que esto no es correcto, en primer lugar porque Alonso era viudo desde el nacimiento de su segunda hija, muchos años antes, y segundo porque un acervo de esa magnitud habría ameritado al menos una mención en alguno de os periódicos ocales de la época, y no hay registros de ello. 

                                                    Alvarez, además, sostiene que “trece años después, en la feria de Tristán Narvaja, se ubican algunas ajadas fotos de la película y por esa vía se llega hasta el Cerrito de la Victoria, donde en un rancho se descubren un par de rollos del negativo” de la versión muda, sin conseguirse más noticias de resto de la película ni de los demás rollos, ni siquiera otras pistas, y “por entonces e da por definitivamente perdido el resto del film”.

                                                    Más adelante en su relato, el jerarca de Cinemateca cuenta que a fines de 1974 tuvieron conocimiento que una de las hijas de Alonso, que vivía en Montevideo, probablemente tuviera una copia de la película, que se recupera a mediados de 1975, “prácticamente como una masa herrumbrosa de celuloide en proceso de descomposición, con latas perforadas y deterioradas y nitrato a punto de producir combustión espontánea”.

                                                    En este proceso de búsqueda y recuperación del film en la que colaboran Cinemateca Uruguaya y Cine Arte del Sodre, se logra finalmente recuperar la totalidad de la imagen, utilizando parte de negativos y parte de copia positiva. Se perdieron, sin embargo, la banda sonora (nunca se recuperó el negativo de sonido) y también los letreros de la primera versión muda original. “Milagrosamente, culmina el informe técnico, las imágenes así restauradas de la película, mantienen casi siempre la calidad fotográfica original salvo en los últimos diez minutos, cuya restauración en un primer momento pareció imposible de lograr”. 

                                                    En la Dirección de Cultura, seguramente cedida por Cinemateca Uruguaya, existe una copia de la película restaurada, que en su parte inicial tiene, además, imágenes de aquel primer documental que siempre le acompañaba en sus giras de exhibición en el interior del país.


sábado, 12 de junio de 2021

Ejemplo de Berro y Saravia

Enemigos en la guerra, juntos en la paz

  




Hasta finales del siglo XIX, la Villa de los Treinta y Tres creada por decreto en 1853,había pasado en escasos 40 años a ser capital de un nuevo departamento y nuclear una población urbana que superaba los 5 mil habitantes, siendo casi una quinta parte de ellos extranjeros, fundamentalmente brasileros, españoles, italianos y franceses.

La evolución del pueblo fue auspiciosa desde sus inicios, principalmente a impulso de los inmigrantes europeos  que encontraron en la localidad campo fértil para el desarrollo de las actividades comerciales, y que constituyeron el motor determinante de las primeras conquistas  traducidas en mejoras y adelantos para la Villa.

Aun a riesgo de olvidar varios, sólo al pasar habría que recordar españoles como Palacios, Urrutia, Salvarrey, Basaldúa, a los italianos Perinetti, Pomatta, Tanco, Bulgarelli o los franceses Hontou, Bodean, Arnaud y tantos más.

En esos mismos cuarenta y tantos años de vida desde su creación, Treinta y Tres no había sido ajena a las desestabilizaciones de los tiempos de guerra, ya que en ese período se habían sucedido no menos de una cincuentena de revoluciones, motines o levantamientos en contra a los gobiernos establecidos, ni tampoco al desarrollo de las revoluciones o guerras civiles del tan cercano Rio Grande del Sur, en Brasil. Pero sin lugar a dudas, la historia lo prueba, pocas veces se vio conmocionada la plaza local con hechos relacionados a estos sucesos.

En esos últimos años, fundamentalmente desde  la creación del departamento en 1884, se habían intercalado en el máximo cargo político departamental representantes del partido Colorado dominante en el país, representado por los militares Manuel Rodríguez, Lino Arroyo y Antonio Pigurinas, exceptuando el período comprendido entre el 87 al 90 en que Máximo Tajes nombra a Agustín de Urtubey como Jefe Político y de Policía de Treinta y Tres.

La llegada al gobierno de Julio Herrera y Obes, trae como consecuencia el nombramiento de otro colorado en ese puesto, Joaquín Suárez Ximénez, y es el período de mayor enfrentamiento entre blancos y colorados en la cotidianeidad de la villa. Suarez acusa a Urtubey de malversación de fondos, Urtubey lo lleva a juicio por injurias; en octubre del 91 las actuaciones de la policía de Suarez ante Urtubey y sus simpatizantes es cuando menos “incorrecta y tendenciosa”, y aun al ser sustituido Suarez por Robidio primero y Pan después, la brecha continuaba abierta.

En ese estado de cosas encuentra a Treinta y Tres -en el año de 1896- el primer alzamiento de Aparicio Saravia, y aunque los caudillos olimareños no llegan a unirse a la asonada, los ánimos se caldean y se producen apoyos a la revolución de varios tipos. Al año siguiente, apenas vuelve a levantarse Saravia en marzo, el Comandante Bernardo Berro, por entonces Comisario de la policía olimareña, reúne sus propios hijos y algunos seguidores, y sumándose al grupo convocado por Urtubey en su estancia ubicada a escasas 4 leguas del pueblo, conforman la 3° División revolucionaria, comúnmente llamada la “División Treinta y Tres”, que el 13 de marzo se incorpora con 100 hombres a la columna comandada por Aparicio Saravia. El Jefe de la División 33 blanca fue en los primeros tiempos el veterano Coronel Urtubey, quien luego fue capturado, pasando ésta a ser comandada por su Segundo Jefe, el Coronel Bernardo Berro hasta el final de las hostilidades.

Coronel Agustín Cecilio de Urtubey Estrada, nació el 21 de noviembre de 1822, hijo del constituyente Agustín de Urtubey Farías y de Concepción Estrada y Viana, Hombre en la paz dedicado a su establecimiento rural de la sexta sección del departamento, apenas con residencia ocasional en la ciudad capital, fue sin embargo uno de los referentes del partido nacional, fundando incluso un periódico y convocando para dirigirlo a su pariente Javier de Viana en 1890, para intentar contrarrestar la prédica política que realizaba el escribano Urrutia desde las páginas de su publicación “La Paz”.


Fue Diputado por el departamento de Minas en la 9ª legislatura, de 1861 a 1864, Jefe Político y de Policía de Cerro Largo entre 1875 y 1880  y más tarde es nombrado Jefe Político y de Policía de Treinta y Tres en julio de 1887, (el tercero luego de la creación del departamento en 1884, sucediendo a Lino Arroyo), extendiéndose su mandato hasta marzo de 1890.

Abrazó la carrera de las armas a los 2º años, en 1842, en el departamento de Cerro Largo y a órdenes del comandante Joaquín Diego Pereyra, batallando al siguiente año en los numerosos encuentros que el general Burgueño tuvo con el general Rivera en las inmediaciones de Santa Lucía Chico.

Pocos meses después, Urtubey figuraba en las tropas que vencieron al coronel Camacho, entre las que se encontraban la División Florida y los jefes Burgueño y Dionisio Coronel. En los años sucesivos, siguió prestando sus servicios a las órdenes del comandante Pereyra, haciendo una azarosa, cruenta y larga campaña. Se encontró en el Sitio de Minas, en el que fue rechazado el general Rivera tras tenaz resistencia. Participó en la batalla de India Muerta, una de las más sangrientas de nuestras luchas civiles.

En la campaña de 1851 tomó activa parte, desempeñando importantes comisiones –como la conducción de comunicaciones- para el general Oribe, con inminente riesgo de su vida.

En la revolución armada contra el gobierno de Giró, Urtubey, ya capitán, reunió tropas en Minas y se dispuso para la ofensiva. A poco, resolvió órdenes de disolver sus fuerzas, debido al triunfo de los revolucionarios. Promovida la reacción a favor del gobierno de Giró, el capitán Urtubey, comisionado por el coronel Lamas, entrevistó a algunos jefes de prestigio y preparó la reunión de tropas, trabajos que fracasaron por el sometimiento de las fuerzas revolucionarias del Norte.

En la revolución contra el presidente Bustamante, Urtubey militó entre los defensores del poder constituido, en calidad de ayudante del general Oribe.

En la contienda iniciada en 1857, a órdenes del coronel Moreno, tomó parte en la acción de Cagancha; prestó sus servicios durante toda la administración de Berro, en la que fue investido del grado de teniente coronel, y por consiguiente en la guerra de Flores, que terminó con el sitio a Paysandú y la muerte de Leandro Gómez.

Como jefe superior de la división de Minas, militó en la campaña de 1870 con el general Timoteo Aparicio, batiéndose en Severino, Corralito, Sauce y Manantiales; reunió nuevamente tropas al producirse el movimiento del Quebracho en el 86, herido en Rocha, se internó en Brasil.

La 3° División Revolucionaria, entonces, tiene su bautismo de fuego casi de inmediato, participando en Arbolito., en el flanco izquierdo apoyando al comandante Mena, y en el fragor de la batalla, a Berro le matan el caballo en el momento de ordenarse la retirada por falta de municiones, regresando a la posición del Jefe de la misma, Urtubey, para quien esa batalla será la última acción en el campo de guerra.  En ese lugar, se entera de la muerte de “Chiquito”, y comprueba que sus hijos Carlos, Pedro y Teodoro, que le acompañan, resultaron ilesos.

Bernardo Gervasio Berro Bustamante, era casi 20 años más joven, nacido en 1840. Vástago también de una familia patricia, hijo del Presidente Bernardo Prudencio Berro y sobrino nieto del presbítero Dámaso Antonio Larrañaga. También desde muy joven toma las armas; a los 18 años tiene su bautismo de fuego en el levantamiento del General César Díaz que culmina con la conocida como “hecatombe de Quinteros”, y continúa algunos años más en la actividad militar, la que cesa luego de la victoria de Venancio Flores en el 65 y antes de la campaña de la Triple Alianza.

Tras el asesinato de su padre en 1868, se radica en Buenos Aires donde se dedica al comercio, ya casado con Jacinta Antuña y donde nacen algunos de sus hijos. Retorna a Uruguay y viene a Treinta y Tres en el año de 1877, como administrador de la Sociedad Pastoril Cebollatí, un emprendimiento de 18 suertes de estancia en las costas del Cebollatí y la Laguna Merín, aunque ubica su hogar familiar en la joven ciudad de Treinta y Tres donde nace el resto de su prole.

Bajo la Jefatura Política de Urtubey, Berro acepta formar parte de los cuadros policiales, volviendo a usufructuar un cargo similar luego de la gestión de Suárez, y llega a ser comisario de la 3ª. Sección de Treinta y Tres, y más tarde integrante de la escolta del propio Jefe Político, a pesar de ser de partidos diferentes. Estando en ese cargo lo encuentra la revolución del 97, que abandona para unirse a Saravia.

 

En las filas de enfrente,  como es sabido, uno de los hermanos colorados de Aparicio Saravia, radicado en el departamento de Treinta y Tres y con un prestigio de caudillo en ascenso cada vez más afianzado, de la misma manera había reunido sus simpatizantes para ponerse a la orden del ejército regular, y también mostrando su importante compromiso con la causa que defiende, permite a sus hijos mayores acompañarle a la guerra.

 

Basilicio Saravia Da Rosa, el menor en edad de los personajes de que nos ocupamos hoy, había nacido en 1853, según la tradición familiar en nuestro país, según la documentación bautismal en “Arroio Grande”, en el estado de Río Grande del Sur.  Era el segundo hijo del matrimonio conformado por Francisco Saravia (Chico) y Propicia Da Rosa, y como es sabido, hermano de Aparicio, “Chiquito” y Francisco  entre otros, por nombrar solo los combatientes en las fuerzas revolucionarias, al frente de los cuales combatió cada vez que el gobierno lo llamó a la batalla.

Gran comerciante, poderoso productor pecuario que llegó a poseer unas 30 mil cuadras pobladas. A partir de 1894, Basilicio comenzó a desarrollar una intensa actividad política. Organizó la opinión colorada de la zona de Cerro Largo y Treinta y Tres, convocando asambleas y hablando en actos públicos, sentando imagen de caudillo y acrecentando su  influencia. En el 1897 Basilicio fue convocado al Ejército y se le otorgó el grado de teniente coronel de Guardias Nacionales. El Jefe político y comandante militar de 33, Angel Casalla, lo puso al frente de media división del departamento, mientras la otra quedaba al mando de Gabriel Trelles; hizo toda la campaña acompañado por sus cinco hijos varones de más edad. En el mes de junio, ya firmada la paz, fue designado Jefe Político y de Policía de Treinta y Tres y es quien entrega “el departamento” a los blancos cumpliendo la condición del acuerdo, nombrándose en el cargo a Bernardo G. Berro tras un par de meses en que lo ocupó Areco.

Tras la guerra del 4, vuelve Basilicio a ocupar nuevamente el cargo de Jefe Político, en el que se mantendrá por una década entera, hasta 1914  cuando renuncia a causa de sus frecuentes problemas cardíacos, que finalmente lo llevan a la tumba en el año 17.

Las semanas y los encuentros se suceden, y varias veces los vecinos del Olimar, blancos y colorados  se enfrentan en combate, a veces directo, otras con choques o refriegas menores. En Arbolito ya mencionado, en Cerro Colorado, Cerros Blancos, Guaviyú, Cuñapirú, Hervidero, y finalmente la Batalla de Aceguá, el 8 de julio, que en realidad no pasa de ser “un barullo” al decir de muchos cronistas contemporáneos, pero en el marco del cuál cae muerto Teodoro Berro, el hijo menor de Coronel.

Narrando el hecho algunos años más tarde para “La Revista Uruguaya”, Berro escribió:

Se habían agotado las municiones y había corrido sangre de mi sangre: mi valiente y querido hijo Teodoro había caído gravemente herido... Corrí adonde estaba; lo examiné... Había recibido un balazo en la parte izquierda de la frente.; tenía como un bulto en esa misma sien, y me pareció que allí estaba la bala, haciéndomelo creer así algunos compañeros, diciéndome que estaba atontado del golpe. ¡Pobre mi hijo tan valiente, tan noble y grande en su desinteresada y patriótica sencillez: ya tus labios no vivarían más á la santa causa que defendimos!; ¡ya no apostrofarían á los miserables acobardados, ni sonreirían ante los mayores peligros! Tuve esperanzas de que mi hijo viviría; busqué municiones y me preparé para continuar la pelea, cuando vino el general y apretándome la mano, me dijo, con los ojos llenos de lágrimas: “Lo acompaño en su dolor”.

Entonces recién me di cuenta de mi horrible, eterna desgracia, y pedí licencia para ir á ver á mi hijo. Es una página que no puedo continuar escribiendo ¡es tan triste!

Después de haber velado á mi hijo fuimos a dar cristiana y patriótica sepultura á sus restos queridos, y al enterrarlo, pronuncié las siguientes palabras:

 ¡Sangre de mi sangre, que todos los que llevan tu nombre sepan honrarlo tan bien como tú lo has honrado y sirva á tu patria tan bien como tú la has servido!


Obras en Paz


El tiempo pasa, la revolución termina con el Pacto de Aceguá, y de acuerdo al mismo es nombrado Jefe Político de Treinta y Tres el Coronel Bernardo Berro, cargo que ejerció desde octubre de 1897 hasta marzo de 1903, en una localidad con enorme influencia y poderío del máximo caudillo colorado del este del país, Basilicio Saravia, quien cambiando transitoriamente la espada por las letras, monta un periódico desde el cual prosigue la defensa de sus intereses partidarios.

Al centro de la foto, Bernardo Berro con su característica barba blanca. A su izquierda, el doctor Julio María Sanz, y a continuación el General Basilicio Saravia, entre otros integrantes de la comisión organizadora de la Exposición Ganadera

Las heridas estaban frescas: vecinos, parientes y amigos se habían enfrentado y causado mutuamente serios daños difíciles de reparar. Y es en ese marco de cosas, cuando la verdadera grandeza de los hombres emerge en la villa de los Treinta y Tres, grandeza personificada en las actitudes y comportamiento de esos dos grandes caudillos, el blanco Bernardo Berro y el colorado Basilicio Saravia.

Apenas meses habían pasado –en el otoño de 1898- y a instancias de algunos vecinos, interesados en restañar heridas y con gran visión de futuro, se constituye una comisión con integrantes de ambos partidos políticos, con el propósito principal de “servir a los intereses ganaderos de la zona, y promover la fundación de un centro social con fines educativos y de instrucción”. Esa comisión, en la que participaron  el propio Jefe Político Bernardo Berro y el veterano Agustín de Urtubey, otros blancos relevantes como Luciano Macedo, Ricardo Areco y otros, y colorados de la talla de los Hontou, los Tanco, y Luis Hierro Rivero quien fue secretario personal de Basilicio Saravia durante toda la campaña del 97 y que no hay dudas que su participación se debió al consejo y aprobación de su caudillo, quien por esos tiempos estaba completamente abocado a reconstruir sus negocios e intereses particulares, que habían sido descuidados por tanto tiempo.

De esa misma Comisión, convocando para cada nuevo emprendimiento a más gente idónea para cada uno de los temas, emanan como en un crisol de ideas, muchos de los emprendimientos de progreso que marcan al Treinta y Tres pujante y progresista del 900, algunos que se concretaron y otros que por diferentes razones quedaron sin ejecutarse.

El diputado Francisco Ros, propone la canalización y navegación de los ríos Tacuarí, Cebollatí y Olimar hasta la Laguna Merín para favorecer y profundizar el comercio con Rio Grande y el Brasil todo;

Se presentan y ejecutan los primeros proyectos zonales para la fundación de Colonias Agrícolas; otro grupo se aboca a urgir la continuación del ferrocarril desde Nico Pérez hasta la capital departamental.

En el área cultural, se funda la primer biblioteca pública, se crea el Club Progreso, baluarte de sociabilización y cultura que aún hoy a más de un siglo, aunque tímidamente, continua vigente, se promueve la creación de una banda de música, se instaura un grupo de animadores de fiestas y serenatas, se crea una sociedad recreativa que tenía por objeto realizar fiestas camperas, bailes y representaciones teatrales, etc.

Pero el punto más trascendente, sin dudas de todo este período y del Progreso en la paz, como me gusta llamarlo, ocurre el día 26 de agosto de 1901, cuando coinciden personalmente ambos máximos caudillos Berro y Saravia, para conformar juntos una misma comisión tendiente a la realización de una Exposición Feria Ganadera local, tras sellar su compromiso de trabajar mancomunadamente por el futuro, con un abrazo pleno de significado. La exposición se concreta tras más de un año de trabajos, el 1° de enero de 1903.

Pocas semanas después, otra vez revolución: primero el alzamiento del 3, y algunos meses después la guerra del 4, que vuelve a enfrentar a vecinos y caudillos, postergando los trabajos que se venían realizando mancomunadamente, entre ellos el más importante, como lo era la construcción del puente sumergible sobre el Río Olimar, sin dudas el proyecto más relevante y significativo para la sociedad toda que se había propulsado desde esas comisiones.

Tras finalizar la guerra con las consecuencias conocidas, otra vez se abrazan con miras al futuro blancos y colorados, y en esta oportunidad tiene preponderante relevancia la participación de Basilicio, tanto en su calidad de nuevo Jefe Político, como de gestor de influencia ante el gobierno nacional para facilitar por ejemplo esa obra del puente que estaba pendiente.

Dice una crónica de la época: “Otra vez juntos, en el Centro Progreso, para seguir trabajando por el deseado puente, allí están, alrededor de una mesa como si nada hubiera sucedido, Bernardo Berro y Basilicio Saravia, Luis Hierro y Luciano Macedo, Ramón de la Cerda y el Dr. Manuel Cacheiro. Feroces enemigos en la guerra, amigos respetuosos en la paz”.

Cuando con la perspectiva actual miramos el presente, sus pasiones y desencuentros no podemos menos que preguntarnos:

¿Seremos capaces los hombres de hoy de seguir los ejemplos históricos que nos legaron aquellos que a principios del siglo pasado, sabían unir los colores que llevaban en su pasión cuando el progreso lo requería, pese que aún tenían olor a sangre, pólvora y lágrimas en sus manos?