domingo, 18 de diciembre de 2016

Desde Desplats a Fabeiro...

Un viaje al pasado rescató un tesoro de documentos

De todo como en botica: antiguo comercio de Yerbalito según sus propios registros


La antigua pulpería, mezcla de bar, club social, taberna, casa de juego y almacén, con sus característicos salones enrejados, fue paulatinamente evolucionando a finales del siglo XIX, en completos comercios de campaña, verdaderos “shoppings” de la época de ramos generales, que generalmente oficiaban además también de intermediarios en ventas de ganados, acopiadores de frutos del país, tahonas y banco.
Antiguo comercio del Yerbalito,  Desplats, luego Fabeiro

A medida que se fueron afincando familias en la campaña, se fueron subdividiendo las grandes propiedades y poblando las pequeñas, facilitado esto por períodos de paz cada vez más prolongados y el hecho no menor que aún en medio de las confrontaciones, casi siempre por parte de ambos bandos, se respetaban las viviendas familiares, ayudado por la instalación de escuelas rurales y la aplicación del Código Rural con sus normas de convivencia campesina, el respeto a la propiedad y alambrado de los campos y delimitación de los caminos.
Esta “repentina” población de la campaña contó con una variedad de orígenes que incluían desde el gaucho emancipado, los portugueses asentados en tierras orientales huyendo de tiempos difíciles en su patria y una primera gran inmigración europea compuesta mayoritariamente de españoles, italianos y franceses, conformó una sociedad rural cada vez más demandante de productos de comercio y ello dio lugar sin dudas a la reconversión de las pulperías.

Eran épocas pioneras, de reparto de correo por intermedio de chasques, de carretas repletas a la ida de mercaderías que como mayoristas iban vendiendo en los distintos comercios a su paso, y levantando a la vuelta lanas, cueros, cerdas y hasta plumas, en un interminable viaje de ida y vuelta. Tiempos de las  primeras líneas de diligencias, aún si autos ni ferrocarril, de las grandes tropas hacia los mataderos capitalinos o a las sobrevivientes “charqueadas”.

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El pasado mes de enero, ante la invitación de unos amigos, concurrimos a un establecimiento de campo que había sido recientemente enajenado, enterados que en él, al abrir unas habitaciones que permanecían en desuso y cerradas hace muchos años, se habían encontrado una gran cantidad de libros comerciales antiguos, así como casi intactas muchas instalaciones y mobiliario de un almacén de campaña que habría funcionado allí.
Una vez que arribamos allí, observamos una buena casa de construcción quizá centenaria, relativamente en buen estado de conservación que en si misma constituye un buen ejemplo a conservar como representante de la arquitectura de principios de siglo XX, como se puede apreciar en las fotos que acompañan estas líneas, tomadas por Andrés “Tuerca” Costa en la oportunidad.

El ala de la casa destinada a comercio, como mencionamos había permanecido cerrada por varios años, y además de conservar las estanterías y algunos muebles del almacén que ahí funcionó, había casi un centenar de libros de comercio algunos de hasta 125 años de antigüedad, los que gentilmente los nuevos dueños de la propiedad pusieron a nuestra disposición en calidad de préstamo.
Tras realizar una primera rápida clasificación y selección, encontramos documentos de al menos cuatro diferentes etapas determinadas en principio por los titulares de libros, que corresponde a la titularidad del comercio, con toda seguridad.
Los más antiguos, unos libros “Diario” de 1871 y 73, corresponden a un comercio en el paraje “Yerbalito”, propiedad de la firma “Martínez y Marín”, y entre las anotaciones del movimiento de dineros y mercaderías, en varias oportunidades hacen mención a recibir mercaderías y enviar efectivo “a nuestra casa de Avestruz”, lo que nos lleva a pensar que estas instalaciones fueran tan solo una sucursal de algún fuerte comercio con sede en el paraje mencionado.

Algunos otros libros, ya corresponden a la década del 900, y entre ellos se destaca, por ejemplo, el Diario  Nº 1 del comercio de Juan Desplats, “empezado hoy abril 10 de 1903”. De esta época, además del mencionado y de otros similares, son además unos detallados libros de compras de Frutos del país, donde se especifica no solamente qué se le compraba a quién y el precio correspondiente, sino también se anotaba en el mismo renglón, la marca y la señal del vendedor.
Hay dentro del montón de libros encontrados, además, otros de un comercio a nombre de Héctor Sala, de los alrededores de 1915, los que en un principio supusimos fueran del mismo comercio que hubiera cambiado de titular (Desplats era suegro de Sala), pero que una observación más detallada de un libro de archivo de facturas de la época, nos informa que el comercio de Sala estaba en “Arroyo del Oro”. Suponemos, sin confirmación a esta sospecha, que al cierre del mismo los libros fueron dejados en depósito por alguna razón en casa del suegro, y fueron mezclados con el tiempo con los correspondientes al comercio de Yerbalito.

Otro grupo de libros, un poco más “modernos”, corresponden al mismo comercio ya en manos del yerno mayor de Desplats, Francisco N. Fabeiro, quien junto a su esposa fueron los últimos titulares del mismo.
Ya será tiempo, en próximas entregas, de contar un poco más detalladamente la intrincada saga de estas dos familias dueñas de este comercio, Desplats y Fabeiro, verdaderos pioneros del progreso de la época y cuyos descendientes aún hoy conviven en Treinta y Tres y la zona.

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El dedicado y detallado estudio de estos libros descubiertos dará sin dudas para que investigadores genealógicos, históricos y sociológicos inclusive cuenten con un relevante material de un período de nuestra historia del cual se ha conservado relativamente muy poca información.
Sin ánimo de atribuirme de  éstas cualidades, como simple aficionado a la historia local, una primera lectura de algunos de ellos me ha permitido sacar algunas conclusiones que me gustaría compartir.
En primer lugar, sin dudas, está el tema de las mercaderías que se vendían. Los productos de almacén, se vendían en esa época no por kilo, sino  por arroba, unidad de peso de origen español que corresponde a unos 12 kilos. Productos de primera necesidad, como arroz, fideos, azúcar, yerba, sal, harina, fariña, se entremezclaban en los pedidos con tabaco, papel y fósforos, galletitas, gofio y cascarilla, y completaban el surtido con algo de aceite, café, pasas, especias y enlatados, generalmente provenientes de europa.
Pero casi en cada cuenta anotada de los clientes, figura también algo extra: productos tan diversos como los de bazar: juegos  de loza y de te, cubiertos, ollas, adornos; de barraca y ferretería: máquina de matar hormigas, alambre, clavos, herramientas diversas, remedios médicos y veterinarios, materiales de construcción: maderas, cerraduras, picaportes, loza de baño y cerámicas; productos de tienda: sombreros, zapatos, alpargatas, ponchos, suecos, botas, pañuelos, bombachas, vestidos, y de mercería: piezas enteras de telas “sarasa, percal, madraz o lienzo” acompañaban a carreteles de hilo, botones, broches y festones en cada cambio de estación. Y no olvidar los misceláneos y de cuidado personal: peines, peinetas, perfumes, escencias, talco y “jabón de olor” eran tan solicitados como velas, cuchillos, facones, añil, pólvora, balines, chumbos y fulminantes.
Estos libros son la demostración fehaciente de la vieja afirmación que en los boliches de campaña hay de todo, mucho más cuando se profundiza en la lectura y se encuentran ventas aisladas de casi cualquier producto: “5 timbres y un certificado”, sombrero y zapatitos de niño, libretas de papel y sobres, argollas y productos de talabartería, cognac francés, vino español y caña brasilera o bombones alemanes.
Otra de las particularidades que nos permiten conocer estos libros es, sin dudas, el precio de comercialización de las haciendas y productos de la zona en esos momentos específicos. Por ejemplo, en el año 1893, Martínez y Marín le compran a varios vecinos vacas a 5, 50;  bueyes a 8,50; novillos a 7; toros en 5 y 9. Los cueros, por su parte, valían centavos: 0.08 los lanares pelados, 0.14 el kilo de vacuno fresco; los borregos a 0.11 y un cuero de yeguarizo a 0.50. Solo para tener un elemento de comparación, un par de alpargatas costaba 0.40, una reja de arado 0.60, una botella de caña 0.24, una lata de sardinas 0.20 y ¼ arroba de azúcar se vendía por 0.80 (3 kilos aproximadamente)

Tantos detalles e información se pueden extraer de estos ejemplares rescatados, que sin dudas el espacio se hace chico para revelarlos minuciosamente. Sin embargo, otras de las anotaciones relevantes para construir la “historia chica del pago”, son las relativas al envío de las mercaderías acopiadas a los compradores capitalinos, ya que en casi todos los casos, se consignan los nombres de los carreros que conducen las cargas y sus cargas en sí.

Habría más para destacar en referencias que se pueden extraer: nombres de los vecinos de la época en la zona y evolución y desarrollo de las familias, puntos fuertes de producción se pueden deducir basados en la cantidad de fardos de lana que compraban en cada zafra en el caso de la lana, por ejemplo, o la cantidad de sacos para trigo que muchos  productores retiraban para embolsar sus cosechas y con seguridad llevar al molino de Perinetti en carretas para volver con la harina producida, en fin… datos y deducciones que seguramente serán producto de nuevas entregas.



Más que “el hermano colorado de Aparicio”

 Basilicio, el otro General Saravia

                Uno de los personajes más influyentes desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX en nuestro medio fue, sin dudas, el General Basilicio Saravia, caudillo colorado que extendió su influencia, además, a toda la zona este del país siendo referencia ineludible del oficialismo gubernamental en épocas en que toda esta zona estaba dominada principalmente por el Partido Blanco que comandaba desde el Cordobés su hermano Aparicio.

             Basilicio nació en la estancia paterna de don Chico en Pablo Páez, al igual que sus hermanos, siendo el segundo hijo del matrimonio compuesto por Francisco (Chico) Saravia y doña Pulpicia o Propicia Da Rosa, el 2 de marzo de 1853, (fue bautizado en territorio brasileño, según costumbre de muchos inmigrantes de ese país conservaban) prácticamente al mismo tiempo que Giró promulgaba la creación de nuestra ciudad. Su infancia discurrió entre trabajos rurales y estudios primarios, y desde muy joven mostró predilección y facilidad para los números y los negocios, al punto que con corta edad, era quien se ocupaba de las finanzas familiares ayudando a su progenitor. No realizó estudios superiores, suponiéndose que se trató de una opción hecha por sí mismo, a diferencia de sus hermanos Gumersindo (el mayor) y Aparicio, quienes realizaron estudios en la capital del país.
                 
              Antes de cumplir su mayoría de edad, a los 17 años, Basilicio se presenta voluntario para combatir en la “Revolución de las Lanzas”, incorporándose a las órdenes de Pedro Ramírez, figurando como soldado del general Gregorio Suarez en 1870, contra las huestes que acaudilló el general Timoteo Aparicio, ejército en el que militaron sus hermanos Gumersindo y Aparicio. En esa campaña recibió una herida de consideración, pues el proyectil proveniente de un arma de fuego, penetró a la altura del codo izquierdo corriéndose por el hueso hasta incrustarse en el hombro. Hubo necesidad de verificarle una operación dolorosa, según cuentan sus biógrafos sin anestesia, para extraerle la bala, y convaleciente aún volvió de nuevo al frente de batalla. Sirvió hasta el final del conflicto, cuando regresó a su casa ostentaba en ese momento el grado de teniente 2do. de Guardias Nacionales.
                                   Era un hombre sereno, alto y delgado, al cual era muy difícil sacar de sus casillas. Cuidaba mucho su aspecto; cuando no se hallaba en las faenas rurales, vestía de traje, siempre impecable, y más adelante, de uniforme militar. Con los años engordó notablemente, y llegó a pesar 120 kilos.  Escribía con soltura y buena letra, y casi no tenía errores ortográficos. Su único vicio parece haber sido el juego, heredado de su padre. Jugaba al "solo" y al monte, pero también esta actividad su comportamiento fue moderado. En ese entonces, “habilitado” por su padre, se hace cargo exitosamente de un comercio situado en Cañada Brava, comenzando así su larga trayectoria comercial en la que fuera luego socio en varios otros establecimientos con su hermano “Chiquito”.

                            Transcurren algunos años serenamente, a pesar de ser tiempos revueltos y de su notoria diferencia política con sus hermanos más cercanos, Gumersindo, Chiquito, Aparicio y Mariano, y solo con la complicidad correligionaria de José. Constituían una familia sumamente unida donde esta diferencia en tiempos de paz era solamente motivo de chanzas y conversaciones. A mediados del año 1883, Gumersindo debe abandonar el territorio nacional a consecuencia de un litigio particular, y se aleja del núcleo familiar, fijando residencia en Santa Vitoria do Palmar, donde adquiere un establecimiento e inicia su influencia en Río Grande del Sur. También por aquellos lares eran épocas de efervescencia política, y pronto Gumersindo –ya erigido en caudillo de la zona-, es puesto en prisión, en 1989. Al margen de cualquier postura política, Chiquito  y Basilicio  aunaron fuerzas y pasaron la frontera para rescatar a su hermano, y aunque al llegar Gumersindo había podido fugarse vestido con las ropas de su esposa, que quedó en la celda en su lugar, es una clara demostración de la unión fraternal que mantuvieron toda la vida. Sin dudas, la historia de esta familia singular está colmada de hechos asombrosos.
                             Años más tarde, Gumersindo decidió sumarse a la revolución federal brasileña, en 1893, y cuenta la tradición oral que quiso llevarse a Basilicio, y Don Chico se opuso porque lo necesitaba por su habilidad comercial.  Nepomuceno Saravia García afirma algo muy distinto: dice que fue Aparicio quien comunicó a su padre la decisión de acompañar a su hermano mayor y que Don Chico trató de disuadirlo  (“Usted no puede ir; porque tiene mujer y muchos hijos”) y de convencer a Basilicio  de que fuera él de acompañante, pero el propio Aparicio se negó (“Basilicio  no puede ir porque es colorado”).

                        En la campaña que instauró a don Juan Idiarte Borda en la presidencia de la República, en 1894, Basilicio comenzó a desarrollar una intensa actividad política. Organizó la opinión colorada de la zona de Cerro Largo y Treinta y Tres, convocando asambleas y hablando en actos públicos, con lo que comenzó a sentar una imagen de caudillo de creciente influencia. Cuando Aparicio y Chiquito iniciaron su levantamiento de 1896 con el “manifiesto de La Coronilla”, Basilicio fue convocado al Ejército y se le otorgó el grado de teniente coronel de Guardias Nacionales. El Jefe político y comandante militar de 33, Angel Casalla, lo puso al frente de media división del departamento, mientras la otra quedaba al mando de Gabriel Trelles Hizo toda la campaña acompañado por sus cinco hijos varones de más edad y desde este puesto, afrontó el gran levantamiento de 1897 que tuvo a Aparicio como jefe indiscutido, junto con Diego Lamas, luego de la muerte de su hermano Chiquito, en la célebre carga del 17 de marzo de aquel año. En el mes de junio fue designado comandante militar de 33, y mantuvo ese cargo hasta el final de la guerra.
                              Al concluir la guerra, el gobierno le liquidó sus haberes como Coronel de División y él destinó lo recibido a la compra de una imprenta con la cual editar un periódico colorado en Treinta y Tres. Su fortuna personal, ya habiendo recibido las herencias de sus padres era realmente cuantiosa y acrecentó de un modo extraordinario ese patrimonio gracias a su fuerza de voluntad puesta al servicio de su espíritu emprendedor y a sus hábitos ordenados. La estancia en que residía Corrales del Parao llegó a contar según sus biógrafos con 14.000 cuadras. La otra estancia, sobre el arroyo Leoncho de 8 mil cuadras de campo y además tenía una serie de lotes de campo mas hasta completar las 40.000 cuadras pobladas de ganado.

                     Después de la campaña de 1897, Basilicio se convirtió en la más fuerte columna del Partido Colorado en la zona Este del país. Su prestigio personal, semejaba una constelación aislada en medio de la política blanca que lo rodeaba por todos lados: Abelardo Márquez gobernaba en Rivera, Enrique Yarza en Cerro Largo y Bernardo Berro en Treinta y Tres.
                     Basilicio se dedicó por ese tiempo al cuidado de sus cuantiosos intereses y los de su gran familia, sin descuidar la política, manteniendo vivo el sentimiento partidario, junto con la acción de su hermano José que lo secundaba en sus trabajos. Perdido y aislado en medio de aquellos dilatados dominios, donde reinaban todopoderosos los blancos saravistas, era la esperanza, el astro de primera magnitud que irradiaba su luz, para los colorados de Treinta y Tres, Cerro Largo y Rivera.
                Participa activamente también en filas oficialistas, en la revolución de 1904, en la cual pierde la vida Aparicio tras haber sido herido en Masoller. En el marco de ese conflicto, es que se produce el famoso episodio del cruce de cartas entre ambos hermanos, una de las cuales se conserva en calidad de préstamo, en el Museo Histórico de nuestra capital departamental.
              Basilicio Saravia tuvo 20 hijos, más de 250 nietos, y sus biznietos, tataranietos y demás descendientes seguramente se cuenten por miles. Muchos de ellos han sido a lo largo de estos años personas de gran influencia en el devenir comarcano, comerciantes, productores y políticos, y gran parte de sus descendientes aún viven en nuestra ciudad.
               El 14 de marzo de 1874 contrajo enlace, en la capilla de Santa Clara de Olimar, con su prima hermana Elvira Cristina da Rosa, con quien engendró ocho hijos, a saber: Pedro, Carlos, Elisa, Cristino, Ciriaco, Cecilio, Susana y Carmelo.
              Antes del estallido de la revolución de 1897 enviudó y se casó en segundas nupcias con Jovelina Barrios. Tuvo con ella 12 vástagos: María, Eustacio, Timoteo, Dacila, Gumersindo, Alcántaro, Sensata, Hildara, Elena, Nelsa, Pulpicia y Amelia.
              Ya radicado en nuestra ciudad capital, el principio de siglo le encuentra en su apogeo político: es nombrado Jefe Político de nuestro departamento en 1904, manteniéndose en esta función hasta 1914. Es en esa época pilar fundamental de emprendimientos en pro del progreso departamental, junto a otros grandes hombres que trabajaron mancomunadamente sin importar sus preferencias políticas por esos logros: la Sociedad Fomento, el Puente sobre el Olimar, la mejora de pasos y caminos, por ejemplo.
Blancos y Colorados, unidos, en pos de un Treinta y Tres mejor: Poco se sabe de esta foto, de la cual hay copia en los legajos fotográficos de varias familias olimareñas.... Al centro de la foto, de larga barba blanca, Bernardo Berro, a su izquierda, con su característico bigote y golilla blanca, el doctor Julio María Sanz, a la izquierda, el General Basilicio Saravia. Atrás, se ve a Luciano Macedo y mas al medio de la foto, el más bajo casi con toda seguridad es el Coronel Agustín de Urtubey. Es muy probable que la foto sea de principios de siglo, en ocasión de la primera Exposición Ganadera.

            Fallece de una dolencia cardíaca, en el mes de marzo de 1916 a los 63 años de edad.

            Sin dudas, por sus propios méritos políticos, comerciales, militares y familiares, el General Basilicio Saravia merece ser recordado como algo más que simplemente “el hermano colorado de Aparicio”.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Don Julio: un narrador sin igual


Da Rosa, empecinadamente olimareño


                            Don Julio César Da Rosa Cáceres, nació en la segunda sección de nuestro departamento, en el paraje “Costa del Arroyo Porongos”, en casa de su abuelo materno, un 9 de febrero de 1920 . “Nací en la estancia de mis abuelos paternos, aunque la estancia en realidad sería de mi bisabuelo Cristino, hermano de Pulpicia da Rosa que es la madre de todos los Saravia y fue mi bisabuela quien asistió a mi madre en el parto oficiando de comadrona”, remitiéndonos a sus propias palabras.

                           Fue el mayor de 8 hermanos, y casi toda su infancia, desde muy chico, transcurrió en la cuarta sección de Treinta y Tres, en las cercanías de la Quebrada de los Cuervos, donde nacieron además la mayor parte de sus hermanos. Realizó sus primeros años de escuela en la Escuela Nº 10 de esa zona que distaba una legua de su casa, y a la que según él mismo contaba, concurría “de a caballo en los primeros años y cuando mis hermanos empezaron a ir, íbamos en un carro de pértigo”.
                              Apenas cumplidos los 13 años, para continuar sus estudios su familia lo manda a Treinta y Tres, donde se produce el primero de sus desarraigos que le acompañarán toda la vida y que serán tierra fértil para su prolífica labor literaria. Su segundo desarraigo se produce a los pocos años, cuando se traslada a Montevideo para iniciar estudios de abogacía que nunca culminó.
Foto del día de su boda

                                 Muy joven contrae nupcias con Esther Saravia, y enseguida llegan mayores responsabilidades y los hijos, Juan Justino y Marianela, que le obligan a sumarse al mercado laboral, ingresando al Colegio José Pedro Varela, donde trabaja primero como Secretario y luego es designado Presidente. Ingresa al ámbito de la radiocomunicación en 1949, CX 32 Radio Montevideo (luego Radio Sur) y al poco tiempo es designado Gerente de la Asociación Nacional de Broadcasters Uruguayos -ANDEBU-, cargo que mantendría hasta 1962, y al que renuncia para asumir una banca de representante en la cámara de Diputados, electo por el Partido Colorado de Treinta y Tres. Tras su actividad parlamentaria, en 1968 regresa a Radio Sur donde ejerce la Dirección hasta el año 1972. Posteriormente, durante varios años ocupa puestos de responsabilidad en la Intendencia Municipal de Montevideo, como Director del Servicio de Espectáculos Públicos primero, preside ahí la Unidad de Teatros Municipales, y entre 1974 y 1980 es Director de la División Promoción de Cultura de la misma comuna.
Recibiendo el Premio Nacional de Literatura


                                 Pese a que ya en 1949 había gestado su primer trabajo literario, la obra de teatro: “Más allá de las sierras” y de numerosas publicaciones en la revista literaria Asir, es en 1952 que edita su primer libro “Cuesta arriba”, una serie de cuentos ambientados en el entorno rural y sus personajes comunes que tanto recordaba y añoraba. A partir de entonces, publica los libros de cuentos cortos “De sol a sol” (1955), “Camino adentro” (1959), “Cuentos completos” (1966), “Caminos” (1978), “Hombre-flauta y otros cuentos” (1988), “Hijos de la noche” (1994). También es escritor de las novelas: “Juan de los desamparados” (1961), “Rancho amargo” (1969), “Mundo chico” (1975), “Tiempos negros” (1977), “Rumbo sur” (1980). Las crónicas evocativas “Recuerdos de Treinta y tres” (1961), “Ratos de padre” (1968), “Lejano pago” (1970), los relatos para niños “Buscabichos” (1971), “Gurises y pájaros” (1973), “Yunta brava” (1990), “Tata viejo” (1999) y “De zorrillos y avestruces” (1999), y los ensayos: “Civilización y Terrofobia” (1968), “Antología del cuento criollo del Uruguay” (en colaboración con su hijo Juan Justino, 1979), “Antología de Juana de Ibarbourou (en colaboración con Arturo S. Visca, 1980), además de decenas de cuentos, colaboraciones y artículos en periódicos y revistas.
                   
En su querida Escuela Nº 10
        
                        En el marco de esa constante y prolífica vocación literaria, Julio C. da Rosa cosechó múltiples premios, entre ellos el “Bartolomé Hidalgo”, Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura, y el Gran Premio Municipal José Enrique Rodó de la Intendencia Municipal de Montevideo. El premio Juan José Morosoli, en 1999,el Gran Premio a la Labor Intelectual del M.E.C. además de múltiples primeros y segundos premios y menciones oficiales y privadas en concursos de letras. La Universidad de Cambridge, Inglaterra, le designó poco antes de su fallecimiento como “Personalidad mundial de la literatura del año” otorgándole una medalla y un diploma. Pero el más significativo, según sus propias palabras, lo constituyó el otorgamiento de la “Guitarra Olimareña” por parte de la comuna treintaitresina. En esa oportunidad, al recibir la presea, Da Rosa expresó, dirigiéndose a la multitud que poblaba el entorno del Festival donde se le hizo entrega: “les aseguro que de cuantas distinciones he recibido y que pudiese recibir como escritor, ninguna calará más profundamente en mi alma como la de esta noche, en este lugar del mundo, rodeado por tanta gente que quiero.”
                             En el año 1970, Julio C. Da Rosa, ya escritor consagrado, es elegido para integrar la Academia Nacional de Letras como académico de número, y años después es electo Presidente de la misma, cargo que ejercerá hasta 1995.

                             Integrante por méritos propios de la famosa “generación del 45”, la vasta obra literaria de don Julio C. da Rosa, incluye desde el mensaje pleno de la novela cuasi costumbrista hasta el destello esplendoroso del cuento donde desfilan los personajes del campo y de su entrañable Treinta y Tres del Olimar, hasta la docencia innata de las enseñanzas plasmadas en sus cuentos infantiles y las experiencias vívidas de sus novelas y ensayos costumbristas, conforman la estructura de un mensaje predominantemente humano, donde lo que importa es el hombre y su íntima realidad, cruda, difícil, descarnada, ingenua, sincera y profunda.
                       
Siendo Diputado, en festejos de Charqueada
      Fue un hombre empecinadamente olimareño, apegado a sus raíces que nunca olvidó su origen, más bien fue su orgullo máximo. Para exaltar lo campesino, lo comarcano, sus obras se develan emanadas de una pluma que gritó siempre haber nacido en Los Porongos, 4ª Sección de Treinta y Tres, haber concurrido a la Escuela Nº 10 de Sierras del Yerbal, haber vivido y abrevado en el Olimar.
                                 Enamorado de Gardel y Beethoven, del Quijote y de Morosoli y de Tolstoy, influido por los grandes clásicos de la literatura universal que conociera a temprana edad a instancia de su padre ávido lector, Da Rosa fue además de un escritor sensacional, excelente observador, docente innato, personaje ameno y carismático, un enfervorizado luchador por sus convicciones y principios, y un hombre de bien de exquisita sensibilidad.

                                Su fecunda labor parlamentaria así como su incansable participación en charlas y actividades académicas sería imposible de detallar en tan corto espacio. No hubo escuela, emprendimiento o situación difícil que no contara incondicionalmente con su presencia. Su solidaridad y disposición siempre estuvieron atentas a la menor convocatoria que se le realizara. Sin dudas, por estas y otras razones detalladas anteriormente, podemos afirmar que hace años Treinta y Tres perdió físicamente a uno de sus más dilectos hijos. Pero también sin dudas, será recordado por siempre en la más entrañable historia del suelo olimareño.

jueves, 1 de diciembre de 2016

El "viejo feo" del patio del Liceo...

La estatua de Lavalleja: gloria y ocaso del primer monumento a un héroe nacional erigido en el país

Con más de 130 años, destruida, sigue pendiente su restauración


                       En 1886, un grupo de ciudadanos afincados en la aldeana villa capital del departamento recientemente creado, a instancias del primer Jefe Político de Treinta y Tres, coronel Manuel María Rodríguez Morgades, se reúnen con el propósito de homenajear al General Juan Antonio Lavalleja, jefe de los “Treinta y Tres Orientales”, con la construcción de un monumento que perpetúe su memoria.               
                        Según un detallado recuerdo del profesor Homero Macedo, José Antonio Oliveres, español, comerciante y Eufemio Buenafama, en calidad de Presidente y secretario respectivamente, se constituyen en Comisión con tal cometido acompañados por Felipe Díaz, Urbano Mederos, Juan Hontou y Nicolás Minelli, entre otros, y enterados de la presencia en la zona del constructor italiano Giusseppe Ravagnelli, emparentado con la familia del industrial Bautista Perinetti (hermano por parte de madre), convienen con aquel la construcción de una estatua, por un precio de 500 pesos oro, incluyendo la base, columna y molduras necesarias.
                      Un par de días más tarde, a mediados de noviembre de 1886, los integrantes de la comisión, junto al Jefe político y simpatizantes del emprendimiento, realizan un acto formal en la plaza céntrica, colocando la “piedra fundamental” de la obra, y siempre según la versión de Macedo, se enterró también una caja de zinc perfectamente cerrada en la cual se depositaron objetos de distintos donantes, monedas, medallas, pañuelos, tarjetas, timbres y una copia de la nómina de contribuyentes para la obra.
                               En la lista de colaboradores, que asegura Aníbal Barrios Pintos en un artículo de publicado en el diario El Día en el año 1966 se encuentra en custodia en el Archivo General de la Nación, con la suma de 100 pesos aparece la Jefatura Política, al igual que el diputado Federico Demartini y el estanciero Juan Pedro Ramírez; colaborando con la suma de 60 pesos figuran los comerciantes Manuel González y cia., Furest y Rivera y Juan Irisarri. Con un monto de 50 pesos, se anotaron los hermanos Oliveres, Buenafama Hnos., y el Regimiento de Caballería Nº 5. Con donaciones de 10 pesos o menor monto, figuran entre otros Prudencio Salvarrey, Braulio Tanco, Eusebio Tanco, Helguera y cia., y otros. Según esta información, la suma recaudada alcanzó la cifra de $1.096.76.

                                    Llegada la fecha prevista para la inauguración del monumento, el 1º de enero de 1887, ya había cesado en su puesto (a fines de noviembre), habiendo sido sustituido por el coronel Lino Arroyo, con cuyo apoyo se continúa el cronograma establecido, al punto que su nombre figura junto a los de los integrantes de la comisión en las invitaciones formales impresas para el acto inaugural, que “tuvieron que ser firmadas a mano por los invitantes” – curiosidad que expone Macedo-, ya que la única impresora existente en la población en ese entonces, una Minerva propiedad de José Oliveres, tenía un tamaño de impresión sumamente reducido. A este respecto, además, Macedo informa que el amplio programa de festejos, hubo de ser escrito a mano, tarea en la que “se ocupó a maestros y otras personas, inclusive a niños de clases superiores”.

                                    La fiesta de inauguración consistió en un programa de actos que comenzó a la hora 16 con el ingreso a la plaza de la Comisión Organizadora portando la bandera de los Treinta y Tres al centro de dos pabellones nacionales, encabezando un desfile que con el marco musical de la banda dirigida por el profesor José A. Batlle, estuvo integrado por los grupos escolares de la población, las agrupaciones de las Sociedades de Socorro Mutuo Española e Italiana, el Jefe Político y los invitados de honor, el Dr. Carlos María Ramírez y los jefes políticos de los vecinos departamentos, y damas y vecinos de la población.  Tras una extensa parte oratoria en la cual –entre otras alocuciones- se estrenó la leyenda histórica “Los Orientales” escrita por Eduardo Acevedo Díaz, clausuró el acto el coronel Arroyo con la lectura de un telegrama del Presidente de la República, seguido por cohetes, bombas y una asistencia popular que según manifiesta Francisco N. Oliveres en su “Datos, apuntes y recuerdos” “aplaudía con frenesí soportando con entusiasmo el mal tiempo que durante toda la fiesta se desencadenó”.

El monumento

                             Ubicado en el centro de la actual Plaza 19 de Abril, el monumento tenía una altura total de 13 metros y 15 centímetros, componiéndose de cuatro cuerpos diferenciados. Un ancho pedestal de base cuadrada  se alzaba hasta una altura de 3 metros, seguido por una columna estriada y orden compuesto de 7 metros de altura, que  finalizaba en un capital de orden toscano, de 80 centímetros que constaba de cuatro temas pompeyanos, donde se apoyaba la estatua propiamente dicha, de 2,10 metros de altura.
                           La estatua, que hoy sabemos construida de ladrillos con armazón de hierro y recubierta en tierra romana, orientada con el frente hacia el sur, representa al General Lavalleja de cabeza descubierta, alta la frente, en ademán de desenvainar la espada, vestido de chaqueta militar, pantalón con franja y botas granaderas.

                              Algunos días después de la inauguración oficial, el 9 de enero, se colocaron en cada una de las caras de la base, las cuatro lápidas de mármol realizadas por la firma Ramón Rivera y cia., con un costo de 110 pesos. Dos de ellas, llevaban el nombre de los restantes 32 libertadores (del listado de la época), en tanto que la situada hacia el sur llevaba la inscripción: “El Pueblo de Treinta y Tres, por iniciativa del Señor Jefe Político Coronel Don Manuel M. Rodríguez, a la memoria del General Dn. Juan Antonio Lavalleja y demás héroes de la independencia nacional. – 1º de enero de 1887”. La otra restante, ubicada hacia el norte, tenía grabados los nombres de los integrantes de la Comisión encargada de realizar el monumento y organizar los festejos. El saldo de lo recolectado, poco más de 100 pesos, fue utilizado para la instalación en la propia plaza de un “banco de hierro”, con comodidad para 30 personas sentadas.
                               Poco duraron las placas con los nombres de la Comisión y del Jefe Político. Ya antes de inaugurar el monumento se habían hecho sentir críticas hacia la iniciativa, fundamentalmente por parte de los integrantes de la Junta Económico-Administrativa, principal organismo municipal del departamento recién creado, argumentando que no había sido ni invitada a participar ni consultada siquiera cuando lo que se había hecho era una obra pública y edilicia, que la Comisión había sido designada por el Jefe Político a su gusto y con mayoría de extranjeros, y luego de colocado el monumento se juzgó duramente el hecho que los organizadores se auto homenajearan poniendo sus nombres en los mármoles del pedestal, así como se criticó ácidamente también la propia estatua desde el punto de vista estético.
                              Menos de 5 meses después de inaugurado el monumento, el 2 de mayo, por resolución de la mencionada Junta presidida por Salvador Ferrer, fueron sustituidas dos de las placas y destruidas las que se sacaron. Las nuevas instaladas, dicen una: “El Pueblo de Treinta y Tres a la memoria del General Juan Antonio Lavalleja y sus 32 compañeros del 19 de abril de 1925”, y la otra: “Inaugurado el 1º de Enero de 1887 bajo los auspicios de la Paz y la Libertad”

Demolición y conservación

                             Con fecha 3 de agosto de 1918, apenas 20 años despúes de erigido el monumento, el periódico treintaitresino “El Comercio” levantaba su voz de protesta por la demolición del monumento que, argumentaban, “representaba un símbolo encarnación del patriotismo, de lo que lleva el alma uruguaya en su ser para orgullo de la estirpe y de las generaciones”
Muchos años se extendió dominante su pétrea presencia en el patio Liceal

                             Por resolución municipal, ese año se desmanteló el monumento, quedando las placas de mármol y la estatua de Lavalleja intactas, depositadas en un patio al fondo de las oficinas municipales, durante muchos años. En ocasión de una reforma del edificio comunal, las lápidas de mármol fueron empotradas en las paredes del hall principal de la intendencia, donde se conservan hasta la fecha, como lo grafica el collage fotográfico que acompaña estas líneas.
La estatua, por su parte, en el año 1955, ocupando la dirección del Liceo el profesor Homero Macedo, solicitó a las autoridades municipales encabezadas por don Félix Olascuaga, la custodia de la estatua, la que fue concedida y trasladada al instituto ese mismo año, siendo depositada en el patio principal del Liceo donde permaneció casi 60 años siendo mudo testigo del paso de docenas de generaciones de estudiantes.

                             Al comienzo del año 2015, a instancias del profesor José María Mujica, entonces director del Museo Histórico Departamental, fue solicitada la devolución a la égida municipal de la estatua que aún dañada por la acción de los elementos se conservaba en una pieza. Lamentablemente, en oportunidad de levantarla de su emplazamiento y moverla, muy probablemente por algún descuido, fue severamente dañada, estando actualmente algunos pedazos depositados en el Corralón Municipal y otros en la propia Casa de la Cultura, a la espera de una restauración que – según se informó en la época- se habrá de realizar "a corto plazo a cargo de especialistas en la materia que ya han tomado contacto con el proyecto", hecho que aún hoy, a casi cinco años del insuceso, continúa siendo nada más que una intención olvidada .


Homero Macedo: una herencia ejemplar

“Mi padre me enseñó a ser tolerante con las ideas e intransigente con las conductas”

Homero Macedo: su legado y memoria continúan intactos y vigentes.


           Todos tenemos en nuestro andar por el camino de la vida, alguna persona que influye en nosotros de manera tal que a pesar del paso del tiempo, de la lejanía o de su desaparición física, su recuerdo y enseñanzas perduran y condicionan el futuro particular de cada uno. Algunos de nosotros, por diferentes motivos, contamos con más de uno de esos referentes, y uno de ellos, en mi caso particular, fue don Homero Macedo Gorosito, brillante profesor de historia, destacado director de nuestro entonces único liceo, influyente y calificado docente, historiador, investigador y por sobre todas las cosas, excelente ser humano.

             Conocí a don Homero primero por referencia y conversaciones escuchadas en mi seno familiar: había sido compañero de generación, de clases y de andanzas de mi padre en sus años mozos, y además siendo yo poco más que un niño, era apreciado y respetado director del liceo donde mi madre ejercía su profesorado también de historia.
            Personalmente, tuvimos nuestros primeros contactos cuando él ya estaba acogido a la jubilación y yo comenzaba mis primeros pasos en la educación secundaria. Su casa quedaba en la esquina de Gregorio Sanabria y Manuel Freire, y me quedaba de pasada hacia el liceo, por lo cual era común verle y cruzar algunos saludos en esas ocasiones. Un día, ya ni recuerdo por qué motivo, entablamos una conversación de esas aparentemente intrascendentes, de “viejo a gurí”, en la cual dejó desgranar algún recuerdo de sus aventuras juveniles en compañía de mi padre, hecho que me prendó a su conversación pensada y pausada, plena de conocimientos, referencias y anécdotas.

                   Más adelante en el tiempo, ya habiendo manifestado de mi parte un incipiente interés en la historia comarcana, cualquier nuevo dato del que me enteraba, o cualquier duda o aclaración que necesitara, me hacían buscarle para solicitar su explicación o ampliar mi conocimiento del hecho particular, encontrando siempre no solamente su versión de los mismos, sino además –como buen docente- su impulso para buscar nuevas fuentes, su aporte y su amabilidad.
                    A más de veinticinco años de su desaparición física (murió en 1998, con casi 90 años) aún recuerdo en muchas ocasiones alguna de sus afirmaciones lapidarias respecto a la historia reciente de nuestra comarca, negando o al menos dudando de todas las “tradiciones orales” que no tuvieran su comprobación documentada, o al menos el relato directo de un testigo presencial.
                  A pesar de ser un hombre político, comprometido con una idea e inclusive candidato en alguna elección, nunca su conversación estuvo teñida de algún tinte partidario ni siquiera por referencias que a veces son tentadoras. Al contrario, él procuraba en su interlocutor fomentar la generación de una opinión propia formando más el intelecto que la opinión.

Algunos datos biográficos

               Homero Pedro Macedo Gorosito nació el 13 de mayo de 1909 en el centro de nuestra ciudad, hijo de Darío Macedo y Josefa Gorosito Tanco, integrantes los dos de familias prolíficas, avecinadas en nuestra ciudad desde los primeros tiempos entonces aún próximos de la creación del Pueblo de los Treinta y Tres.
                Vivió sus primeros años en el mismo lugar de su nacimiento, en una vieja casona ubicada frente a la Plaza 19 de Abril, en el lugar que hoy ocupa el Banco Comercial, donde funcionaba entonces el Hotel Oriental, que en esa época era propiedad de su familia.
                   Entre sus recuerdos de sus años mozos, en una entrevista realizada por Lucio Muniz para su libro “Treinta y Tres en 15 nombres”, Macedo comentaba: “Mi padre fue periodista toda la vida y fue también comerciante, hotelero; participó en Masoller donde fue herido. Toda mi familia tuvo actuación en filas del Partido Nacional. Cuando la paz de 1910 yo apenas caminaba y mi padre por seguridad nos había mandado con mi madre y una hermana de ella a una estancia en el Paso de la Laguna.  (NdeR: Establecimiento "La Fe", del lado de la 7ma. Sección del departamento) Había habido "un barullo" como se decía antes cuando había un movimiento revolucionario que después por alguna transacción se terminaba y entonces se decía: "esto fue un barullo"; era la frase que se usaba”.
Comenzó sus estudios en la enseñanza primaria primero en forma particular siendo su maestra doña Josefa Maezo, pero luego se integró a la educación más formal , concurriendo algunos años a la escuela Nº 28 de Villa Sara y a la Nº 1 (de varones) de esta ciudad, ubicada entonces en su primer locación, esquina cruzada de dónde se ubica actualmente.
                Ya en el ámbito de la educación Secundaria, concurrió al Liceo Nº 1, único Instituto Público en aquel entonces en el departamento. Al finalizar esta etapa, se inclina por la docencia cursando estudios magisteriales, habiendo obteniendo el título de maestro de 1er. grado de Enseñanza Primaria en el año 1931, a la edad de 22 años.
                   En esa época, cuando comienza a ejercer su profesión de maestro en diferentes escuelas, actividad que mantuvo durante al menos siete años, además y paralelamente, se desempeñaba como técnico dactilógrafo en la Oficina Electoral.
             “Ejercí poco tiempo el magisterio -le aclara en el citado reportaje a Muniz-; yo era funcionario de la Oficina Electoral y en esos tiempos me preparé y di concurso porque me recibí de maestro y di en la nocturna y en la diurna en la escuela 1 cuando el director de todo eso era el maestro Becerra. Fueron interinatos breves, pero también estuve a cargo de la escuela 28, rural, donde yo había sido alumno, la escuela de Villa Sara”.
Discurso de fin de cursos a mediados de los años 60

                    Muy joven, en marzo de 1934, contrae enlace con quien sería la gran compañera de su vida por más de medio siglo, la profesora Isabel Vázquez Brovia (“Isabelita”), colega maestra quien también fuera por muchísimos años destacada profesora de Idioma Español del liceo departamental.    De esa unión, nacen sus tres hijas, Zaida Rosa, Luz Isabel y Amparo Macedo Vázquez.
                    En 1943 ingresa a Enseñanza Secundaria por concurso de oposición, como Profesor de Historia, de 1er., 4º grado y preparatorio. A este respecto, comentó: “En ese tiempo me preparé para dar concurso de Historia. Los concursos no eran reglamentados en secundaria y fue justamente don Clemente Ruggia el que puso orden en el Consejo de Secundaria y en todo el funcionamiento del Ente. Solamente había concurso cuando alguna persona muy argumentadamente lo pedía, exponiendo sus razones, y no era siempre que había concurso. A mi me quisieron nombrar profesor sin concurso y yo no quise porque había hecho en un periódico estudiantil una campaña en favor de los concursos y no me podía traicionar. Primaria en ese sentido estaba mejor que Secundaria. En esos tiempos yo viajé mucho a Montevideo a buscar material y me sirvieron mucho, dándome clase, un gran profesor de Historia: Bentancur Díaz; Arturo Ardao y Julio Castro. Esas tres personas me ayudaron mucho. En el liceo di Historia del 43 al 55 y de ahí en adelante sucedí en la dirección al Dr. Nilo Goyoaga, por concurso, también”.
Junto a profesores y alumnos, escuchando a su colega  José L. Acosta

                  Durante los quince años de su gestión como Director del Liceo, se llevan a cabo importantes reformas e innovaciones tanto en el ámbito académico como de la planta física: se implementa el régimen de Profesor Coordinador; se eleva el Liceo a la categoría de Instituto, se crea el Hogar Estudiantil, se nomina al Fondo Becario con el nombre de José Ignacio Olascuaga, en homenaje al anterior Director, se crea un Curso para Adultos (Liceo Nocturno), se amplía un ala del edificio con modernas aulas y laboratorios, se equipan los laboratorios de: Física, Química y Ciencias Naturales, y se redactan las bases de lo que sería a nivel local el Museo Histórico.  Reunió las primeras colecciones con puntos altos en fototeca y la colección de moneda, a él se le entrega el Caballito de Dionisio Díaz y sus cabellos. Todo esto se guardó en el Liceo Nº 1 hasta el advenimiento de la dictadura, en que este material se trasladó al Museo Histórico que se trataba de formar. Cumplió una intensa actividad en el Ateneo de Treinta y Tres durante la Guerra Civil Española y aquí llegó León Felipe, por ejemplo.
                               Participante activo en congresos pedagógicos, especialmente los relacionados con el Plan de Reforma de la Enseñanza Secundaria, en 1963 integra la Comisión Coordinadora de dicho Plan, se ha destacado por la labor desarrollada en pro de la experiencia piloto, ya que el Instituto de Treinta y Tres estuvo entre los iniciadores de la misma. En 1963 se implanta el Plan Piloto que llevaron adelante siete liceos del país y que seguía un sistema de origen francés.  Quienes impulsaron esta actividad y referentes para el Consejo de Educación Secundaria, fueron: Homero Macedo de Treinta y Tres, arquitecto Ubilla de Melo, Cerro Largo y Gregorio Cardozo de Mercedes.
                          Es así que tras haber dictado clases de historia durante una docena de años, es nombrado Director del Liceo en abril de 1955 ejerciendo cargo hasta el 14 de setiembre de 1970, cuando se acoge al retiro con 61 años de edad, aunque no se limita a la inactividad.

Realiza trabajos de investigación histórica, orientados hacia su región, dicta múltiples conferencias sobre temas históricos y pedagógicos en casi todos los centros educativos de la zona este del país y dedica horas a la concreción de uno de los libros más completos escritos sobre la historia comarcana: “Treinta y Tres en su historia”, que será editado por primera vez en 1985.
                            A lo largo de su vida fue, además de lo antedicho, docente, historiador y funcionario de la Junta Electoral, Director de C.W. 45 Difusora Treinta y Tres, periodista y articulista en sinnúmero de publicaciones a nivel local y nacional. 
Hombre político fue candidaro a la diputación por el Partido Nacional en la época posterior a la dictadura de Terra, y posteriormente co fundador del Frente Amplio en Treinta y Tres y candidato a la diputación por el ese partido.
                        Fue un defensor comprometido con el ideario artiguista y republicano y con su ética. Fundamentaba el concepto de autoridad, señalando que debía tener fundamento jurídico pero su principal sustento era el fundamento ético. Hizo culto del celo en el uso de los dineros públicos y en el cuidado de la propiedad pública.No perdía oportunidad ante alumnos o docentes de machacar el concepto de "res pública" ‑cosa de todos‑ y la responsabilidad que todos teníamos o deberíamos tener en su manejo.
                    En la entrevista con Muniz, el propio Macedo recuerda: “mi padre me enseñó a ser tolerante con las ideas e intransigente con las conductas”. Sin dudas, su accionar siempre siguió esa pauta.
Fallece a la edad de 89 años, el 22 de octubre de 1998 en su querida ciudad de Treinta y Tres. 

“La permanencia clara de su figura”

                 Pocos días después de su fallecimiento, el también maestro José María Obaldía escribía para el periódico "La Semana" entre otras cosas lo siguiente:


          "...Cuando un hombre como él se tiende para siempre transido, sobre la tierra en que nació, es inevitable sentirlo como una injusticia inicua. ¿Todo lo que él hizo y fue se vuelve nulo? ¿Su río rico y luminoso se perderá, diluido todo, en el mar de Manrique? No. Eso no ocurrirá. Lo sentimos y afirmamos, con la misma certeza que el sol seguirá viniéndonos cada mañana...''..."Los hombres como Homero no acaban al cerrar sus ojos, sino que en ese instante comienzan un nuevo tránsito tan luminoso y fecundo como el que le vimos cumplir en este suelo. En las tierras de nuestra memoria andará y seguirá haciendo lo que en estas hizo. Y en la de nuestros hijos y en la de nuestros nietos, a quienes en la convivencia simple de cada día iremos entregando, espontáneamente, sin propósito meditado, retazos de lo mucho que él dejó en cada uno de nosotros y bastantes para afirmar la permanencia clara de su figura...".  "Respondió al viejo aserto aristotélico que asigna al hombre tal condición y se asomó a la militancia política; en una actitud nueva aunque enraizada en viejos sentires, buscó vigorizar nueva rama partiendo de aquellos. Y fue primerísima figura de la que nació como Agrupación Nacionalista Demócrata Social, la que perdiendo atributos por mezquinos reclamos quedó únicamente como Agrupación Demócrata, nombre al fin enriquecido por los despojos.  Allí trabajó tras el bien de todos junto a inestimables treintaitreses como Santos Pintos, Francisco Mariño, Eulogio Lacuesta, Ernesto Izurco, Ravellino, Pellejero, entre tantos otros. Toda gente lúcida y limpia de aquella cuya compañía dignifica, pautando la calidad de quien con ella comparte ideales y lucha. En la de procurar lo mejor para la gente de su pueblo, desde la Escuela, el Liceo, el Ateneo Popular, desde el lugar que ocupara, se mantuvo siempre Homero..."


jueves, 17 de noviembre de 2016

El Señor Feudal de la campaña olimareña

José Saravia y el "Crimen de la Ternera"



                  Sin ningún lugar a dudas, el “Crimen de La Ternera”, que refiere al asesinato de la esposa de José Saravia, uno de los hermanos de Aparicio, sucedido en los primeros años del siglo pasado en nuestro departamento, en las cercanías de la ciudad de Santa Clara de Olimar, es uno de los hechos de sangre de la crónica policial más conocidos de nuestro país, por varios motivos.

                La estancia “La Ternera” está ubicada en la 8ª sección de nuestro departamento, a escasos 15 kilómetros de la localidad de Santa Clara, cuya casa principal en la época de los hechos de referencia, era la morada principal de su propietario, José Saravia, y formaba parte de una extensión de casi 30 mil hectáreas en posesión del mismo, dividida en varias estancias contiguas.
              En la mañana del día 28 de abril de 1929, estando de yerra el dueño de casa junto a una decena de invitados y todos los peones a su mando en las cercanías del casco principal donde solamente habían quedado las mujeres, dos hombres se apersonan en la estancia y asesinan brutalmente a la esposa de Saravia, doña Jacinta Correa, sin motivo aparente, casi sin mediar palabra y sin ánimo de robo, tras lo cual se dan a la fuga desapareciendo en un monte cercano. Enterado el marido, hace la correspondiente denuncia policial, y en el marco de la investigación del caso, van surgiendo detalles que concluyen con la captura de los culpables del hecho, los hermanos Orcilio y Octacilio Silvera, pero que además involucran como cómplices del hecho a un tío de estos, Antonio Silvera, a una doméstica de la casa, y al propio José Saravia como instigador del crimen.
               A partir de ese momento, da comienzo a unos de los expedientes penales más extensos de los anales judiciales uruguayos, que culminará recién 8 años más tarde, en 1937, con la escandalosa absolución de Saravia, y que es sin dudas la causa principal de la repercusión que este caso ha tenido en la historia nacional.

El asesinato y las primeras actuaciones

             El domingo 28 de abril todo parecía normal en la estancia. Temprano a la mañana los hombres de la casa, el patrón José Saravia y algunos invitados, acompañados por todos los peones, los puesteros y el capataz que habían juntado los ganados el día anterior, ensillaron y partieron con rumbo a las mangueras donde se iría a realizar la yerra, distante unos dos kilómetros de la casa principal. En ella, quedaron solo las mujeres; la dueña de casa, Jacinta Correa, tres jovencitas invitadas de ella (una sobrina de Saravia de 22 años y dos amigas de ella que hacía un mes ya que estaban de visita), la esposa del capataz de la estancia, Martina Silva, quien oficiaba de sirvienta principal, y dos menores más auxiliares de servicio.


             Sobre las ocho de la mañana, según consta en el parte policial, dos sujetos “aindiados, de mala facha”, habían llegado diciéndose portadores de una misiva para entregar en mano propia a Saravia o a su esposa, y cuando la señora fue a recibirles en el comedor, fue sujetada y arrastrada hasta el galpón adyacente a la casa, donde se la estranguló, abandonando su cuerpo en el patio al frente del mismo. Según testimonios relevados en el mismo parte policial, al ver la violencia de ambos sujetos, las demás mujeres se encerraron en una habitación no atreviéndose a salir por temor a las consecuencias, por lo cual tan sorpresivamente como llegaron, los desconocidos desaparecieron.                   A media mañana fue avisado Saravia de lo sucedido, que inmediatamente manda un chasque a dar cuenta a la policía del deceso de su mujer y se apersona en la casa, preparándose para velar a su esposa. Un detalle importante confirmado por el comisario Larrosa de Olimar, quien realizó las primeras actuaciones, es que solo se mandó comunicar la muerte de la señora, y no la causa de la misma.
                      Una crónica de la época escrita pocos días después de ocurridos los hechos, destaca muy especialmente la rápida actuación de la policía, que enseguida de arribar al escenario de los hechos, descartan la muerte natural y catalogan lo sucedido como homicidio. No se encontraban motivos para el crimen, pues nada se había robado y la occisa era una persona mayor, bienquerida de todos.
                     En el marco de los primeros interrogatorios a los ocupantes de la vivienda descubren sagazmente inconsistencias en las declaraciones de la empleada Martina Silva, que estaba en la cocina cuando llegaron los desconocidos de a caballo, a quienes franqueó la entrada, incurrió en contradicciones y terminó por confesar que el instigador del crimen había sido el propio José Saravia. Según sus declaraciones, primero la indujo a que envenenara a la señora para evitar que se divorciara o separara de bienes, pero como ella no lo hiciera, contrató a dos sicarios, los hermanos Octalivio y Orcilio Silvera -sobrinos de Antonio Silvera, uno de sus puesteros- para que le dieran muerte, aprovechando que el personal se retiraba para la yerra.
                      A los pocos días éstos son capturados por la policía y tras sendos interrogatorios acaban por admitir su culpabilidad, declarándose Octacilio el matador de la señora Correa, pero además adjudicándole al propio José Saravia la responsabilidad de la instigación del crimen, admitiendo que habían sido contratados para este fin, narrando que algunos días antes, mediante la intervención de su tío Antonio Silvera, puestero de La Ternera y candidato de Saravia para Comisario de Olimar, se habían entrevistado con el estanciero quien les encomendó el “trabajo” a cambio de una promesa de pagarles mil pesos a cada uno.
                   En las declaraciones y careos sucesivos, Saravia negó terminantemente la responsabilidad que se le atribuía, expresándose con violencia contra sus acusadores a quienes tildó de “bandidos y asesinos”.
              Cumplidas estas actuaciones, José Saravia, a la sazón de 69 años de edad, es detenido acusado de planificar el asesinato de su esposa, dando inicio así a un juicio que se extendería por más de ocho años y que a la vista de la absolución del acusado, fue el último que se realizó en el país con el sistema de jurados quienes decidieron que las pruebas presentadas no eran suficientes para inculpar al imputado.

Culpabilidad y absolución

               Aún antes que se sindicara a Saravia como instigador del crimen, ya el rumor popular sugería la culpabilidad del marido de la occisa. No era más que un secreto a voces en la zona el hecho que el estanciero mantenía una relación extra matrimonial desde hacía muchos años con Rosa Sarli, vecina de la zona, y que doña Jacinta vivía más tiempo en Montevideo que en casa de su esposo en el campo. Desde hacía algún tiempo previo a los hechos, corría además el rumor que Correa estaría preparándose para solicitar el divorcio, hecho que disgustaba sobremanera a Saravia, quien no quería ver reducidos sus bienes por tal motivo.
                  El Juez instructor decretó el procesamiento con prisión  de los implicados confesos, los hermanos Silvera, Martina Silva y también de José Saravia y Antonio Silvera, que continuaron negando las acusaciones de que eran objeto.
                    El caso, por sus características, alcanzó una inmediata y gran repercusión en los medios de prensa de la época y provocó una fuerte reacción en la opinión publica, mayormente contraria a José Saravia,  ya que se le consideraba, de acuerdo a los trascendidos, responsable de la muerte de su esposa.
Soldados gauchos de las huestes de Aparicio en épocas de Revolución

               Este juicio se convertiría durante ocho años en un verdadero enfrentamiento entre el abogado defensor de Saravia, Raúl Jude y el fiscal acusador, Luis Piñeyro Chain. Sin lugar a dudas, en un entorno muy infuenciado  por las implicaciones políticas tanto del acusado como de los juristas actuantes.
                      Es de tener en cuenta que el país estaba todavía muy dividido a causa de la revolución de 1904 y el principal acusado y figura fundamental de la historia era un hermano nada menos que del General Aparicio Saravia, figura referencia, pese a su muerte, del Partido Nacional. Además este hecho cobró gran notoriedad porque en el proceso, el jurado que al final lo absolvió, fue acusado de estar comprado, y a raíz de esto por una ley posterior se derogaron los juicios orales en el país. Es decir que este fue el último juicio oral que se llevó a cabo en el Uruguay.


Breve biografía de Saravia

                   Jose Saravia nació un 15 de agosto de 1858, siendo el quinto hijo del matrimonio brasilero compuesto por Don Francisco Saraiva y Doña Propicia Da Rosa. José fue en extremo laborioso desde su más tierna infancia, y a pesar de que sus estudios fueron limitados, en negocios de campo y transacciones rurales fue una persona muy entendida y habil. Su vida se redujo a vender ganado, cuero y lanas y a comprar campo. En esta sencilla tarea, se paso su vida entera.
                         Hombre sumamente austero y dedicado por entero al trabajo y los negocios, se puede considerar que fue uno de los más ricos de la familia y si bien tuvo activa participación política en beneficio del Partido Colorado, no participó activamente en ninguna de las guerras que tuvo el país en esas épocas y donde participaron sus hermanos (Aparicio, “Chiquito”, Basilicio y los demás).  Sin embargo conservaba una ferviente devoción y sentimiento de compromiso hacia su Partido. Mostraba su sentir político de un modo acentuado en mil detalles de su vida privada. La estancia en que vivía estaba toda pintada de colorado vivo. Puertas, ventanas, frisos, portones, depósitos, etc. Los peones y agregados usaban boina de vasco y golilla colorada. José montaba siempre un brioso caballo de pelo colorado, y usaba una gran golilla colorada, que sólo se quitaba a la hora de acostarse. El pañuelo de manos era igualmente colorado. Ni el duelo, por sus hermanos muertos, lo hizo despojarse de esta costumbre. Los terneros de sus rodeos que salían de pelo blanco, se los mandaba a su hermano Camilo y este a su vez le enviaban los suyos que salían de pelo colorado. Camilo pretendía ser más blanco que Oribe, no obstante no haber participado nunca en ninguna revolución.
                           A pesar de no tener hijos, al llegar a su estancia se veía un enjambre de chicos, pues afirmaba que con sólo el trabajo no bastaba, que había que compenetrarse de las inmensas ventajas de la educación y fundó la escuela José Saravia sostenida con su peculio privado. Hizo construir las instalaciones y las dotó de todo lo necesario para su funcionamiento y en ella se instruían los hijos de sus puesteros, peones y agregados.
Hijos de Basilicio Saravia, hermano y correligionario de José Saravia

                           El costo de funcionamiento era de 1500 pesos al año, trabajando las distintas clases 5 horas diarias. No obstante el acentuado partidarismo que se exigía para asistir a ella, aquella escuela perdida entre los espesos chircales de la Barra de la Ternera, en un rincón solitario de la República, era un verdadero santuario del saber y de bien entendida caridad, pues José vestía, calzaba y daba alojamiento, alimentos, libros, cuadernos, a los alumnos que eran pupilos de tiempo completo, y en total sumaban en el colegio unos cincuenta.
                          Los sábados de tarde, los chicos se marchaban a caballo, por caminos diversos, a pasar el domingo con sus respectivos padres, luciendo siempre sus golillas rojas, mientras que todo el Departamento, estaba sometido a la administración de Aparicio y el Partido Nacional que irradiaba blancura desde la costa del Cordobés.
                     
      Durante la campaña de 1897, su estancia fue un consulado. Su hermano Aparicio era el comandante en jefe de la revolución y su otro hermano, Basilicio, era el comandante militar de la División Treinta y Tres, vanguardia del ejército gubernista. De manera que su casa y bienes, fueron respetados por los dos bandos beligerantes, siendo el asilo obligado y neutral de gente, que pretendía permanecer libres de sobresaltos. Fue respetado como sagrado quien se cobijó bajo el ala protectora de José Saravia.

                            Todos los descendientes de Don Chico Saravia, eran dueños de enormes extensiones de tierras que estaban distribuidas por los departamentos de Rivera, Cerro Largo, Tacuarembó, y Treinta y Tres. Pero de todos ellos el único que actuaba como un verdadero señor feudal era José debido a que a su poderío económico sumaba una fuerte influencia política, dado que su establecimiento se había convertido en tiempos de conflictos en un recinto inexpugnable respetado por todo el espectro político, en una especie de territorio extranjero.