viernes, 8 de septiembre de 2023

Puente sumergible sobre el Olimar

 Ya no es el de madera, pero para los olimareños sigue siendo el Puente Viejo



Desde antes de la fundación de nuestra ciudad, en 1853, atravesar el río Olimar en el Paso Real se hacía relativamente fácil en épocas de sequía, pero sumamente dificultoso en las demás, a pesar de la existencia durante muchos años de balsas y botes que cumplían el servicio del pasaje de pasajeros y mercaderías, obviamente a cambio del pago de un peaje.

Esta situación, que antes del establecimiento de la villa complicaba a los viajeros que en los distintos medios de comunicación de la época transitaban por el camino de la Cuchilla en su paso hacia Melo o Artigas pero tan solo a algunos vecinos que vivían en las cercanías, se generalizó y se tornó un verdadero entorpecimiento para el tránsito y el comercio a medida que se fue poblando la nueva localidad. Con el correr de los años se fueron mejorando los servicios de paso, con botes más grandes y balsas de diferentes tamaños y calados, hasta que entonces que al alumbrar la ciudad sus primeros 50 años de vida, un grupo de vecinos emprendedores y comprometidos con el futuro, se organizan para lograr construir un puente que facilitara las comunicaciones con el sur del país, idea que si bien ya había sido planteada muchos años antes por Lucas Urrutia, constituyéndose en uno de los pocos proyectos que no logró concretar, desde esa época no había pasado de ser una aspiración de unos pocos, que veían poco posible su concreción.

Sin embargo,   frente al empuje de algunos vecinos progresistas,  reunidos en el recientemente fundado “Centro Progreso”, se constituyen comisiones para trabajar en tal sentido, correspondiéndole la presidencia de la misma al Dr. Francisco N. Oliveres. Entre otros, integraban además ese movimiento Braulio Tanco, Fructuoso del Puerto, Fermín Hontou, Luciano Macedo, el Dr. González Hackembruch, Manuel Cacheiro, José Mª Lete, Luis Hierro y Javier de Viana.

Realizadas las primeras gestiones, se envían representantes a la capital del país a plantearle la idea personalmente al entonces Presidente José Batlle y Ordóñez, quién aprobó el emprendimiento, comprometiéndose a que el estado contribuiría pecuniariamente y con logística del entonces Ministerio de Fomento (hoy MTOP), condicionado a que un gran porcentaje de los recursos necesarios fueran integrados por los vecinos de Treinta y Tres.


Conseguidos los recursos necesarios y aprobado el proyecto técnico correspondiente, luego de los enfrentamientos civiles de la revolución de 1904, se pone en marcha la obra que se finalizó en el verano de 1908.

Para la inauguración, que según el propio Oliveres en su libro se llevó a cabo el 8 de marzo pero de acuerdo con algunas publicaciones de la prensa de la época tuvo lugar el día 15, se convocó a la población a una fiesta popular donde no faltó ni la música ni el tradicional asado con cuero, y se realizó un acto protocolar en el que hicieron uso de la palabra varios de los propulsores de la idea.

El puente inaugurado en aquella ocasión, estaba construido con madera dura importada de Paraguay, que llegó hasta la estación de Nico Pérez en tren para ser trasladada luego en carretas hasta nuestra ciudad, madera de la que aún se conservan algunos ejemplares siendo los más apreciables aquellos que conforman una escultura realizada por el olimareño Díaz Valdés enclavada junto a la Ruta 8 actual.

El viejo puente soportó estoicamente el embate de cientos de crecientes durante muchísimos años, pero al final el río lo venció culminando el siglo, llevándose palo a palo en su corriente, hasta que no pudo ser más transitado, a pesar de un par de ambiciosas “reparaciones” que alargaron su final hasta la gran creciente de abril de 1998, que le rompió definitivamente.


Años más tarde, el municipio asumió la construcción de un nuevo puente, que aunque fue erigido con las más modernas técnicas y materiales, conservó el estilo, medidas y otras características de su antecesor, completando nuevamente la postal olimareña de los tres puentes que tan orgullosamente nos representa en el mundo entero.




Francisco Oliveras, treintaitresino

  Pionero de la arqueología nacional y donante del Museo Nacional de Antropología



                        “Pancho” Oliveras fue un treintaitresino extraordinario. Otro más de tantos y tantos hijos de estas tierras que el devenir del tiempo y la corta memoria ciudadana que nos caracteriza como comunidad ha olvidado.

                        Francisco Oliveras Acosta, nacido en Treinta y tres el 10 de mayo de 1896, tuvo una larga y fecunda vida dedicada a sus tres aficiones; los libros, la docencia y las ciencias naturales, pasión que englobaba desde botánica y zoología a geología, arqueología, etnología, paleontología, sin las rigurosas limitaciones de la especialización moderna y que desde muy niño manifestó recolectando piedras, bichos y otros elementos que llamaban su atención en largas caminatas en el campo.

                        Ya adolescente, su familia se traslada a Montevideo y su padre funda la Librería Oriental, instalada en la ciudad vieja, lugar que pronto se convierte en el lugar donde “Pancho” pasa la mayor parte de sus horas libres, leyendo y asimilando conocimientos.

                            Apenas cumplida su mayoría de edad, convierte esa primera pasión, los libros, en profesión, pasando a trabajar junto a su hermano y su padre en la atención del negocio familiar. Pese a esta actividad, su inclinación por las ciencias siempre le llevó a desarrollar actividades paralelas, en los primeros tiempos dedicadas preferencialmente a la arqueología, al punto que, en el año 1926, con apenas 30 años, se le considera pionero de la arqueología nacional, fue socio fundador de la Sociedad Amigos de la Arqueología, y ya completamente integrado al entorno científico capitalino de principios del siglo pasado.

                            Desde sus primeras salidas de campo, Oliveras recolectaba anotando el hallazgo de cada pieza con rigor científico, ya fuera hueso, piedra, cerámica, animal, etc., los que llevaba semana a semana a la trastienda de la librería, lugar que fue poco a poco convirtiéndose en una especia de museo desordenado y ecléctico, pero habitualmente punto de reunión de catedráticos, alumnos  y simpatizantes del tema, a quienes el propio Oliveras relataba orígenes y circunstancias de los hallazgos, y le imponía de su importancia y características. En poco tiempo fue creciendo el acervo, al punto que en pocos años hubo de destinarse una habitación especialmente para ellos, coincidente con la mudanza de la librería al centro de Montevideo, cambiando su nombre y pasando a llamarse Librería, imprenta y encuadernación Francisco Oliveras, y estaba situada esquina de 18 de Julio y Yi.

                        Con el paso de los años, su relacionamiento con el mundo científico le lleva a participar del Instituto de Investigaciones Biológicas fundado por el profesor Clemente Estable, con quien desarrolla una fuerte amistad, y forma parte de las primeras salidas de excursiones naturalistas a lugares agrestes y poco conocidos del país, haciendo hincapié en el estudio y exploración de la flora y fauna del país, oportunidades que “Pancho” Oliveras aprovechaba para también realizar otro tipo de recolecciones encontradas.



                        A principio de los años 40, la creación de una cátedra sobre el estudio de la naturaleza en el Instituto Normal María Stagnero de Munar motivó que las autoridades de la época le ofrecieron hacerse cargo de la misma, lo que aceptó con entusiasmo encendiendo la mecha de su tercera pasión manifiesta, la docencia, que ejerció ininterrumpidamente por un cuarto de siglo.

                        A mediados de esta misma década, en 1945, junto a otros científicos y alumnos funda el Centro de Estudios de Ciencias Naturales inaugurando excursiones de estudio y recolección a distintos puntos del país, generándose a partir de allí una actividad que estaría liderando por más de 40 años, ya que hasta sus ochenta y tantos sigue participando de campamentos y jornadas de trabajo de campo.

                        Es esta la etapa de trabajo más intenso del profesor Oliveras en todos los aspectos. Con el auspicio de su “Centro de Estudios” se dictan conferencia, se producen publicaciones, se elaboran muestrarios de geológicos o de fauna para ser donados a escuelas y museos; se patrocina la producción de documentales fílmicos. Los hallazgos empezaron a multiplicarse. De todas las excursiones y campamentos que organizaba en todo el país, se regresaba con verdaderos cargamentos de material geológico, paleontológico, zoológico y arqueológico.

                        Ya no alcanzaban los estantes de la librería Oliveras, y comenzaron a depositar los materiales en la sede social del Centro de Estudios, que llegó a alquilar la ex quinta de Máximo Santos para sede de la institución y facilitar la muestra de sus elementos, que se conoció desde entonces y durante mucho tiempo como el Museo Oliveras.

                            Cuando el profesor “Pancho” Oliveras comenzó a vislumbrar el ocaso de su existencia, una de las circunstancias que más le preocupaba era el destino de la enorme colección de materiales reunidos a lo largo de casi 60 años de trabajos, y se dispuso a a donar toda su colección con la intención que la misma no se desperdigara y se conservara junta en la creación de un museo oficial. 

                            Primero, resolvió ofrecerla entera al Instituto Normal, donde había dado clases durante más de 25 años, no obteniendo respuestas en algún tiempo. Se decidió entonces ofrecerla en donación a la intendencia montevideana y tras un par de años en que tampoco tuvo respuestas se inclinó a realizar la donación al Ministerio de Educación y Cultura, que sí la aceptó y se formalizó la misma en la fecha de su cumpleaños número 80, el 10 de mayo de 1976.

                        Culminaba así un largo periplo durante el cual su colección ascendió a más de 200 mil piezas, que hoy son la base del Museo Nacional de Antropología, al que no vio inaugurado.

                            Según cifras oficiales, la donación efectuada por el Prof. Francisco Oliveras sumaba un total de 182.262 piezas registradas. La colección, estaba catalogada en 17 tomos correspondientes a las piezas de arqueología, 102.432 elementos en total, otros 5 tomos relacionando 44.320 piezas correspondientes a paleontología, 4 tomos documentando 12.510 piezas de zoología y 30.000 piezas de geología, todo apoyado por un archivo fotográfico de primer orden y una colección de más de 18 mil diapositivas. Actualmente sus colecciones se ubican en el Museo Nacional de Antropología y en el Museo Nacional de Historia Natural. La colección de arqueología, que se ubica en el Museo Nacional de Antropología, cuenta con más de 117.000 piezas, todas ellas inventariadas.

                            Al cumplirse once años exactos de efectivizada su donación sin haberse inaugurado aún el Museo con sus obras, día coincidente además con la fecha de su cumpleaños número 91, el 10 de mayo de 1987, fallece en la ciudad de Montevideo, acompañado por quien fuera su segunda esposa y compañera de la mayor parte de su vida y aventuras, la maestra Bell Clavelli.


Su relación con Treinta y Tres


                    A pesar que no está específicamente documenta su relación con nuestra ciudad con posterioridad a su mudanza a la capital del país, hay varias menciones en el libro “Los pioneros de la naturaleza uruguaya”, del doctor Daniel Skuk (ediciones Torre del Vigía, febrero de 2007), permiten suponer que Oliveras tenía en mucho aprecio su pago natal, y hasta quizá se puedan inferir algunos visitas previas a las relatadas en el libro de referencia.

                        Concretamente, el capítulo de esa obra titulado “Quebrada de los cuervos (I) tras la planta de la Yerba Mate” nos revela que con sus las propias palabras don Pancho, en febrero de 1953 anunció a us grupo que “la próxima salida será a mis pagos. Acamparemos en la Quebrada de los Cuervos, en plena sierra y monte indígena, lugares casi vírgenes y apenas hollados por el hombre, donde en la espesa vegetación solo es posible abrirse paso a fuerza de machete”.

                    Según informa el autor a continuación ese viaje y esa propuesta tenía detrás una motivación especial: la de adherirse el Centro de Estudios de Ciencias Naturales a los festejos del centenario de la fundación de Treinta y Tres.

                            En esos pagos, acampó un gran grupo de personas, como acostumbraba hacer el Centro, fotógrafos, dibujantes, recolectores, biólogos, arqueólogos periodistas, etcétera, liderados por don Pancho Oliveras, con la misión principal de encontrar, identificar y relevar la existencia de árboles de Yerba Mate, lo cual no fue una tarea fácil los primeros días, según se documenta en el relato, hasta que la aparición en el campamento de un vecino de nombre Jesús Brun les proveyó un baqueano que les dirigió, tras recorrer largas distancias por senderos inexistente y roquedales inaccesibles, a un lugar donde pudieron constatar la presencia de muchos árboles en el llamado “Paso del Duraznero” sobre el Yerbal Chico.

                                En las jornadas siguientes, los paseos incrementaron su alcance a parajes cercanos, como las serranías del Otazo, Puntas del Parao y Cerro Largo, lugares en los que se concurría transportados en los lentos camiones de la época, sin toldos, en viajes que insumían varias horas.

                                Tras estas dos experiencias narradas, en el mismo libro hay registro de al menos una visita más a tierras treintaitresinas del grupo de exploradores liderado por Oliveras, que llegaron a la Charqueada al año siguiente, en 1954.

                                Articulistas relevantes de la época que en más de una ocasión acompañaros el grupo de exploradores de Oliveras, dejaron registros en revistas y diarios de la época de la gran fortaleza física y presencia de ánimo de “don Pancho”, además de su enorme sabiduría práctica que le permitía materialmente “adivinar” donde encontrar piezas líticas, o reconocer a primera vista alguna roca particular merecedora de atención. El Coronel Cédar Viglietti, por ejemplo, que en más de una ocasión participó en los campamentos con su pluma registrando hechos y su guitarra amenizando noches, escribió entre los años 1949 y 1953, sendas crónicas detalladas en el periódico “La Tribuna Popular” sobre las salidas de campo, sus costumbres y desarrollo.

                                Pero es en el moderno libro de Skuk ya citado donde se pintan un par de anécdotas sobre Francisco Oliveras que me parece importante resumir en estos párrafos.


                               Una de ellas, trata sobre una época en que Oliveras estaba pasando por un mal momento económico con su librería y debería decir entre las opciones de cerrarla o conseguir una inyección de dinero para pagar deudas y proveerse de nuevo material para continuar con el comercio funcionando. Según se narra sin muchos detalles en el libro pero que si se detalla en un artículo póstumo sobre don Pancho publicado en un Suplemento de El Día en 1989, en esa oportunidad un coleccionista norteamericano le ofreció un importantísima suma en dólares para comprarle algunas de las piezas más valiosas de su colección, entre ellas su temprano gran hallazgo, el ÑACURUTU, pieza ritual zoomorfa, descubierta en 1934 en el arroyo Sauce, cerca de Juan Lacaze (Depto. de Colonia), a lo que Oliveras contestó que las piezas por las que se ofertaba tanto dinero eran obras maestras del pasado aborigen y estaba fuera de discusión cualquier referencia a su valor comercial.

La otra anécdota, sucede con un pequeño Francisco treintaitresino de tan solo ocho años. En 1904, el país estaba embarcado en la guerra civil liderada por Aparicio Saravia y el hecho se refiere a un cruce fugaz de ambos. La versión recordada por Oliveras, narraba que en ocasión que las fuerzas saravistas pasaron por la ciudad, el formó parte de quienes salieron a ver el paso de los revolucionarios, jinete en su cabalgadura que se inquietó ante el resonar de los cascos desfilantes, y se movía nerviosamente, lo que llamó la atención al pasar Saravia, que dirigió la mirada hacia el niño. Pancho reaccionó a esa mirada sorprendido, llevándose la mano a la sien en militar saludo, que Aparicio, con una sonrisa, le respondió solemne. Ese recuerdo, según sus biógrafos, le acompañaría toda la vida.


Bibliografía consultada: 
“Los pioneros de la naturaleza uruguaya”. Daniel Skuk, 2007, Ediciones Torre del Vigía
Grupomultimedios.com, 12 de mayo 2022 “Nuevo aniversario del nacimiento y muerte del primer arqueólogo uruguayo”
Cedar Viglietti: extractos de artículos de La Tribuna Popular narrados por Cedar Viglietti (hijo) en su blog
Suplemento Crónicas Culturales de El Día, Nº 2872, 26 de febrero de 1989
Página oficial del Museo Nacional de Antropología