lunes, 23 de diciembre de 2013

Del Progreso al "Yastá"...

De baile con los recuerdos




Apenas entré, ni bien pisé el umbral de la puerta del Progreso, como acto reflejo, metí mano al bolsillo interior del saco buscando el antes infaltable “carné” que me iba a pedir el “Cepillo” para ingresar al Club.
Pero el carnet no estaba, como tampoco estaba el “Cepillo” Ituarte, ni estaban Puñales ni Mario Márquez… ni siquiera Raúl Lindimán o el “Flecha” Umpiérrez, trayendo los recuerdos más cerca en el tiempo.
Ingresé al hall redondo, frío, despoblado.





No había trajes ni corbatas, ni muchachas de largo, ni siquiera “la barra” en el largo mostrador de la cantina, que tampoco tenía atrás ni al “lamparilla de boliche” Mario Becerra, ni a Gladys “Karina Carla”, ni al “Toto”, ni al “Largui”, ni el “Chola” Morales o Gerardo Arbenoiz o tantos otros.
Fue un baño de realidad.
Me sonreí solo mientras me acercaba al vacío mostrador, recordándome a mi mismo que eso era también parte de la anunciada “nostalgia”.
-                    “Bueno, a la mayoría le debe pasar lo mismo”, pensé, intentando apartar los recuerdos.
Pedí un whisky y me arrinconé en un rincón del mostrador, inmerso en mil pensamientos.
Cada detalle, cada lugar hacia donde dirigía la mirada, me recordaba algo: la esquina del mostrador revivía la presencia del “Viejo” Miraballes tomando su religioso cognac; por la puerta a mi espalda parecía que en cualquier momento iba a aparecer el “Petiso” Aníbal García rezongando con los gurises del gimnasio; por la escalera del hall me parecía ver bajando apurado al “Ratón” Denis que como siempre se le había hecho larga la “pifarola” y le urgía llegar a la casa a buscar a Marianela para traerla al baile. Ni esta la mesa del damero de ajedrez, ni el diario en su particular “sostén” de palo de escoba atornillado con mariposas, ni la mesa de casín donde me asombraba todos los días la habilidad del Homero Belino o del “Chiquito” Molina.


El ambiente acostumbrado, familiar de tanto tiempo de frecuentarlo, me parecía poblarse cada momento más con ausencias, entremezclándose épocas y recuerdos, mientras se escuchaban a mediano volumen melodías de los años setenta y ochenta, aquellas de mis años juveniles que evocaban a su vez más recuerdos.

Quizá sugestionado por tantas remembranzas, me retrotraje casi cuarenta años atrás, cuando pisé por primera vez a la noche un “baile oficial” en el Progreso.
¡Cuán distintas eran las cosas entonces!

En aquella época a las 9 de la noche estábamos todos bañados y vestidos “de punta en blanco” porque media hora más tarde ya “arrancábamos” para el centro, ya que  era condición infaltable para ir al baile pasar por alguno de los “cafés”, el London o Las Brisas, a encontrarse con la “barra”, comer alguna piza, un aperitivo o una lustrada de zapatos y a más tardar 22 y 30 estábamos entrando. Y no éramos los primeros. A esa hora estaban todas las mesas ocupadas… aquellas de madera, con las sillas tapizadas de cuero marrón, y los mozos revoloteando entre ellas con sus bandejas colmadas.
 
Es que era todo un acontecimiento social.
¡Y mire si íbamos a ir “de calle”, con “vaqueros” y “championes”!  Ni al Progreso ni al Democrático. Las mujeres, por ejemplo, ni soñando usaban pantalones para la ocasión. Vestidos de fiesta o al menos de vestir, con tacos altos y peinado de peluquería, apenas un toque de lápiz de labios la más arriesgada. Los varones, cuando menos usábamos el obligatorio “saco y corbata”, con pantalón “corrido” de tela y zapatos de suela, afeitados al ras y la mayoría peinados a la gomina, tal cual dictaba la moda de entonces y que tan bien inmortalizó Rubén Lena en “De Cojinillo” cuando dice: “y cayó el boñato que faltaba bien peinau, bien afeitau; dejó el baile por el medio en el Progreso…”
Los más “cafishos”, de ambo o traje completo, cuidaban hasta el más mínimo detalle: pañuelito blanco asomando del bolsillo del saco, “gemelos” en los puños, aprieta corbatas… pero reitero… eran otras épocas.

Como a eso de las 22 horas, ya comenzaba la música, casi siempre a cargo de dos o tres orquestas generalmente locales, que interpretaban tipos de música totalmente diferente, ya que ni siquiera se pensaba en escuchar música grabada. Una, generalmente la que comenzaba las acciones, de música “típica”, conformada por instrumentos que hoy llamaríamos “unplegged” generalmente piano, contrabajo, un par de bandoneones y algún violín, y que interpretaba tangos y boleros mechados con algún cadombe, cha cha cha, foxtrot y charleston, y que hacía las delicias de los concurrentes de mayor edad, que no eran pocos. Luego de media hora, hacía su ingreso la “jazz”, orquestas integradas fundamentalmente con instrumentos amplificados (guitarras, bajo, teclados y batería) con una onda más juvenil, que a instancias del movimiento iniciado por los Beatles en los 60 y para ese momento ya expandido al resto del mundo, se animaban con algunos temas “electrónicos” internacionales, mucho incipiente rock uruguayo y argentino, y el cada vez más popular movimiento de la música pop que hacía las delicias de la juventud de entonces.
No existía por esa época la noche de la nostalgia, pero el 25 de agosto se realizaba uno de los pocos “bailes oficiales” que organizaban las respectivas comisiones directivas de las instituciones sociales, conmemorando el aniversario de la declaratoria de la independencia de 1825.

Le hice una seña al barman que me pusiera otro whisky, repaso con la mirada la cantina que sigue vacía, se me viene a la cabeza la letra de Tiempos Viejos… “¿Te acordás hermano, que tiempos aquellos” y me doy cuenta que cada época, cada barra, cada tiempo, tiene sus propias características y costumbres, y por ende sus propios recuerdos comunes.

Hasta lo que bebíamos era diferente. Los que tomábamos alcohol, que éramos los menos, nos juntábamos para comprar alguna medida de “medio y medio” de caña Ancap y Martini negro o una grappa con limón con bastante hielo, o un whisky o espinillar, pero casi ninguno de la gurisada tomaba cerveza. No había costumbre tan generalizada como ahora de tomar alcohol, ni el alcohol era el motivo de la reunión.  El vaso con la bebida tenía que durar por lo menos media hora, la media hora que tocaba la “jazz”, y tenía el cometido principal de tener algo que sostener en la mano mientras recorríamos la pista de baile alrededor de las parejas que bailaban, “bichando” alguna gurisa o buscando a quien invitar a bailar, “orejeando la jugada”, para hablar en criollo.
El baile por si mismo era un ritual único. Si teníamos alguna “noviecita” o “dragona”, o simplemente una compañera habitual de baile, uno se acercaba todo caballero a su mesa y formalmente le invitaba a bailar. Cuando “barboleteábamos” en pos de encontrar con quien bailar, luego que fijábamos la mirada en una posible candidata, nos parábamos como disimulando en algún lugar cercano esperando cruzar las miradas para mover la cabeza señalando la pista indicando nuestro deseo de bailar. “Cabecear”, le llamábamos, y tenía un par de justificaciones que nos parecían absolutamente lógicas: eludía la vigilancia de la madre de ella (o de la persona mayor que las acompañaban normalmente), y evitaba la ignominia del fracaso en el caso que la muchacha se negara a nuestras pretensiones y proseguir en la tentativa como si nada hubiera pasado. La muchacha respondía también disimuladamente cuando su respuesta era no, moviendo imperceptible la cabeza en señal negativa y eludiendo la mirada, o se incorporaba de su asiento y salía a tu encuentro si aceptaba compartir el baile.  Este sistema tenía una contra que a veces te ponía en una posición incómoda, ya que si en la línea del “cabeceo” te estaban mirando más de una, se levantaban varias aceptando la proposición.
Los que “planchábamos” (que no conseguíamos compañera de baile) recorríamos la pista por sus orillas, haciendo tintinear el hielo en los vasos y fumando los “super largos” americanos que rato antes le habíamos comprado a Martínez en el Kiosko El London, esperando que terminara de tocar la orquesta y ya “orejeando” a quien invitar para la próxima “jazz”.
Cuando se terminaba la “entrada” y se preparaba la típica para empezar su “media hora”, comenzaba el éxodo.


Salíamos casi en patota, de un baile hacia el otro… del Progreso al Democrático o viceversa, porque casi siempre –hasta ahora no se si lo hacían a propósito-  cuando en uno de los bailes tocaba la típica, en el otro estaba comenzando la jazz.  Y se repetía la historia: carnet y último recibo para entrar, recorrer cabeceando “al vuelo”, y si “pinchábamos”, otra vez cantina, medio y medio y recorrida en la vuelta de la pista y, como última alternativa, siempre quedaba la opción de “correrse” hasta el “Comercial”, el viejo Centro de Empleados de Comercio, popularmente conocido como “Yastá”, que sin dudas da por sí solo, para otra página de recuerdos…

Publicado originalmente en "Panorama"

jueves, 5 de septiembre de 2013

En las noches de invierno...

Nostalgias treintaitresinas



                                                     
Un color, un paisaje, un sonido, un aroma, un roce… en fin, casi cualquier cosa, en cualquier momento, nos hace asomar a la nostalgia abriendo la puerta de los recuerdos.
A veces tiñe de gris el ánimo y estimula una profunda tristeza difícil de resignar, pero en ocasiones, en mi caso casi siempre, dibuja una sonrisa en la cara y nos alegra el corazón.
La “noche de la nostalgia”, celebrada e institucionalizada simbólicamente en la noche del 24 de agosto, se ha convertido desde hace ya algunos años para los uruguayos en la oportunidad en que mayor cantidad de personas deja de lado otras actividades para salir de fiesta y boliches y baile.
                    Ante el advenimiento, en pocos días nomás, de una nueva edición de ese evento, y cuando apenas se empiezan a conocer en nuestro medio las diferentes propuestas que habrán de presentarse, la sola mención del hecho disparó mi pensamiento hacia mis propios recuerdos de tiempos idos, de viejos bailes, eternos amigos, frustradas pasiones e inolvidables amores.
              Y cual reflexión común a todos aquellos que ya hemos “doblado el codo” de la primera juventud, la nostalgia se convierte cada vez más en añoranza, evocando situaciones, anécdotas y personas. Y entre estos recuerdos –no necesariamente de bailes y fiestas-, se materializan los amigos de todas las horas, las anécdotas comunes, y los personajes de la época.
         Y hablando de personajes, ¿quién no recuerda, por ejemplo, a “Carlitos” con su eterna sonrisa contagiosa y su impecable traje negro, bailando y moviéndose sin ritmo en las pistas del Progreso o del Democrático en los “bailes oficiales”?
¿Cómo no recordar al “Flaco” Armendáriz filosofando con su eterno mate, al propio “Cabito” con su silbido o al “Canillita Cantor” Pereira que religiosamente todos los sábados antes del baile nos lustraba los zapatos al ritmo de algún tango a viva voz elegido según su propio estado de ánimo?
              Y va paso a paso la memoria abriendo puertas, y aparecen clarito en el London de principios de los 80 Jesús “levantando” quiniela quejumbroso siempre porque nunca nadie que le hubiera jugado a él acertó, el “Pito Pito” que según recuerdo era sordomudo pero se hacía entender con sonidos guturales e inclusive algunos carnavales subió al tablado intentando cantar, “Juan Velorio” y Eduardo “Lalo” Cabrera, cuya cercanía familiar con nuestro círculo de amistades les convertía más en cómplices que en objetivo de chanzas.
                Como olvidar a “Varelita” (Juan Walter Rodríguez) pintor de brocha gorda de quien contaban que en una oportunidad le habían contratado para pintar un living y lo hizo con tanta eficiencia que pintó también cuadros, sillones y alfombra “porque no le habían dicho que no eran para dejar como estaban”.  Realizaba una excelente imitación de la forma de hablar de Wilson Ferreira Aldunate, y en plena dictadura, cuando éste se dirigía a la gente desde el exterior en “cassetes” que se ingresaban de contrabando, “Varelita” memorizaba pasajes de ellos y erguido en el monumento de la plaza o en el muro del banco Hipotecario los recitaba a viva voz, lo que varias veces hizo que le llevaran preso.
               Sería imposible olvidar a “Nacha” Ubilla de Almeida, funcionaria de la ONDA quien según sus propias palabras tenía campo “afuera, en campaña” y de quien sobreviven tantas simpáticas anécdotas, más o menos exageradas por el tiempo, pero con base absolutamente verídica, como la que narró hace tiempo el profesor Luis Víctor Anastasía –a quien sus amigos apodaban “Lobo”, cuando en una oportunidad compró un pasaje para Montevideo y lo dejó olvidado sobre el mostrador y se fue hacia su casa. “Nacha” se dio cuenta y le salió persiguiendo, lo vió como a media cuadra en la bajada de Pablo Zufriategui y apuró el paso gritándole: “Señor Zorro!!!  Señor Zorro!!!”  Cuando llegó hasta él con el aliento entrecortado y tendiéndole el billete, Anastasía tras agradecer la gentileza le informó: “a mi me dicen Lobo, no zorro…”, a lo que prontamente ella respondió: “Ah, disculpe… ¡¡me equivoqué de bicho!!!
Injusto sería también soslayar el recuerdo de Baladán. ¿quién no ha oído alguna vez la frase “-Pique, pique, que es pa’ Izmendi, dijo Baladán”?





                     Pío María Baladán Franco, nativo de “El Avestruz” vivía en el barrio Tanco cuando le conocí, en el repecho de Pablo Zufriategui hacia la “Plaza de las Américas”. Ya era un hombre entrado en años. Amigo de algunos, conocido de todos, “gurisero” como pocos, su honestidad y buena disposición le ganaron la confianza de muchos que le encargaban pequeños mandados o trabajos manuales que le permitían ganar su sustento. Su inconfundible carcajada escandalosa, su baja estatura y particular forma de caminar con el cuerpo hacia un lado, le valieron no pocas bromas. Hombre gracioso, de hablar singular, muy trabajador y obediente, una vez alguien le propuso que le acompañara a campaña que tenía que hacer unos trabajos con el ganado, y él, por supuesto, concurrió. Cuando llegaron a la mañana, el dueño de casa junto a un par de ayudantes que tenía ensillaron y salieron al campo a juntar la hacienda, dejando a Baladán de casero para picar leña y prender la cocina, y le dijo: “cuando terminés, no cocines, pero dejá peladas algunas verduras para el ensopado”. Cuando volvieron cerca del mediodía Baladán estaba terminando de pelar las últimas papas de una bolsa de 30 kilos que habían llevado esa mañana.

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                     Seguramente, muchos más memoriosos que yo recordarán cientos de anécdotas que construyeron esa magia olimareña que nos da identidad y que forma parte de la nostalgia.  A pesar de nuestra corta edad como ciudad, siempre hemos tenido los treintaitresinos muy buenos narradores orales y escritos. No hay reunión –estoy seguro- que compartan dos olimareños donde no se saque a relucir alguna que deja perplejos a quienes no son del pueblo ni han vivido en él. Y contadores, anécdotas y bromistas, sin dudas ha habido en todas las épocas de nuestra ciudad. Desde los famosos Quijano, bromista sin igual o el cura Pererey de principios del siglo pasado, hasta la broma quizá más famosa de los 80 que hasta fue noticia en los diarios de la capital, Treinta y Tres ha cosechado un vasto anecdotario, a tal punto que varias autores han publicado libros con ellas (Luciano Obaldía, Serafín García, Julio Da Rosa, José Maria Obaldía, Lucio Muniz y tantos otros), y aún quedan muchísimas más únicamente en la memoria popular
                           Habría que intentar rescatar las más viejas al menos, aquellas que el inexorable paso del tiempo se encarga de extinguir junto a los hombres y mujeres que las protagonizaron. Como por ejemplo las anécdotas que se cuentan del respetado doctor Percovich, que son muchas y no hay certeza que sean verídicas o simples cuentos asignados, generadas casi siempre a raíz de su fastidio por evacuar consultas médicas fuera de su horario y lugar de trabajo. Hablando en criollo, odiaba que le “garronearan” consultas en sus horas libres. Hay dos al menos, que le pintan magistralmente. En una ocasión, estaba tal cual era su costumbre tomando el aperitivo a la nochecita con unos amigos, y se acerca una señora preocupada porque su marido había tomado por equivocación un vaso de kerosén, preguntándole que hacía, y Percovich, tras chasquear la lengua saboreando un trago le contestó: “póngale una mecha atrás y tiene farol para toda la noche” … o en otra ocasión que alguien lo paró en la calle preguntándole si le daba algo para la diarrea que lo traía a mal traer, y el médico sin decir una palabra echó mano al bolsillo, tomó su lapicera y un librillo de recetas y escribió: 20 rollos de papel higiénico.

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                          En fin, existen tantos dichos  y anécdotas que conforman una lista casi interminable.
                      Le sigo haciendo caso a las alas de la nostalgia, y en su vuelo rememoro cuentos del viejo Yaro´s, o de Correa, taximetrista de la parada de la plaza a quien le decíamos el “Siete Colores” por los distintos tonos de pintura de su viejo Ford 8 del 50 que la mayor parte de las veces debía arrancarlo a manija. O del panchero Rey, verdadero empresario del ramo que si bien tenía tres o cuatro “pancheras” sucursales, si no te alcanzaba la plata para un pancho entero te vendía medio.
          Se mezclan en mi recuerdo cual la biblia y el calefón de Cambalache las prestigiosas actividades culturales lideradas por el Ateneo con el “Nego-nego” desfilando para Reina de la Primavera envuelto en una sábana a modo de toga;  “Charly” llevando manta térmica en pleno enero a la playa del Olimar para recostarse en ella a tomar sol y las edificantes charlas del “Presidente” Perdomo o de “Situación” Dalessandro; el tintineo que acompañana al “Negro de la Lata” y  las ruedas de café a la siesta donde los prohombres del pueblo hacían negocios e intercambio de información.
                    “No se si te va a gustar dijo María Olmos”, “No puedo irme ni quedarme, dijo el Rapay”, o la famosa frase de don Eustaquio contestándole a Pinho en tiempos más puritanos “yo aprendí a bailar en los quilombos”, y tantas otras frases o situaciones son parte también de esos recuerdos.

                      ¡Si quedarán cosas en el tintero!!! Vivencias e historias de algunos que siguen entre nosotros y otros que ya no están, pero que sin dudas, su recuerdo llena de ternura y puebla de evocaciones a quienes les conocimos y aún sigue indeleble en la memoria treintaitresina, muchas cosas verídicas, pero la mayoría exageradas o tergiversadas por el boca a boca popular, que como decía Lacuesta Denis… “es un hecho históóóricooo…”

 Publicado originalmente en "Panorama 33" del mes de Julio de 2013

viernes, 23 de agosto de 2013

La Luz Mala

Un jabón de aquellos!!!


¡Que lindo había pasado aquel día de primavera, visitando en la campaña treintaitresina un par de docenas de productores rurales, en lo que era una tarea habitual para mi en aquel entonces!
Tenía poco más de 17 años, y a pesar que hacía poco tiempo que realizaba esa tarea, había creado lazos de amistad con la mayoría de los clientes habituales a quienes visitaba regularmente.
En esa época, hace más de 30 años, ni los caminos eran los mismos que ahora, ni los vehículos en los que andábamos eran iguales. Para recorrer zonas rurales remotas, se demoraba mucho tiempo, y eran habituales las pinchaduras de ruedas en zonas altas, y las patinadas en los barros pegajosos en las bajas.
Al filo de la tardecita, llegué a la que sería la última casa del día, el pequeño establecimiento de Sixto Pereira, enclavado en el lomo de la cuchilla grande, en la cuarta sección de Treinta y Tres, lugar de difícil acceso, pero donde siempre encontraba una cálida bienvenida del dueño de casa, dueño de una prosa amena, pausada, que mágicamente me hipnotizaba con su mezcla de conocimiento e inocencia expresada con la riqueza característica de los hombres de campo uruguayos.
Al trasponer la desvencijada portera del guardapatios, seguramente llamados por el ruido del motor de la camioneta que rompía el silencio de la tardecita primaveral, asomaron varias personas al portón del galpón de fajina que se levantaba a la derecha de la casa principal, entre los cuales fácilmente reconocí la regordeta figura del dueño de casa, y hasta ellos me dirigí.
Tras los saludos y presentaciones de rigor, me invitaron a acompañarles en el improvisado fogón que habían armado al abrigo de un enorme ceibo, donde se calentaban no menos de media docena de calderas de lata, y chirriaba gota a gota en las brasas la grasita de un ovino desparramado como descuidadamente en una parrilla que en algún tiempo había sido el elástico de alguna cama.
Había llegado justamente al fin de la esquila, que don Sixto festejaba de esa manera junto a la comparsa. Nos sentamos alrededor del fogón, y mientras alguien me pasaba un mate y se generalizaban las conversaciones, y a pesar de la hora, el dueño de casa me comprometió a acompañarles a cenar, a lo cual no opuse resistencia, ya que no tenía más nada que hacer en la jornada, y ningún apuro por llegar a mi casa.
Al poco rato, aparecieron una botella de espinillar y un par más de la más famosa caña brasilera de entonces, la “4 pipas”, que comenzaron a correr entre los contertulios, y mientras algunos se corrieron unos metros para adentro del galpón a jugar al truco, los que quedamos quedaron comentando un hecho que había sucedido una noche anterior, cuando parece que tras haberse “desvelado”, uno de los cancheros de la comparsa para no molestar a sus compañeros que estaban descansando, salió del galpón y en la noche oscura, escuchó como un gemido atrás del mismo, y cuando fue a mirar qué era, lo único que vió fue como una sombra más oscura que la noche, que se alejaba a medida que se le acercaba, hasta que –prudentemente- el hombre dio vuelta en sus pasos y volvió al galpón mientras el aullido sofocado se estiraba hasta desaparecer.
A respuesta de esta anécdota del canchero, comenzaron los cuentos de aparecidos y luces malas tan característicos entre los trabajadores de la campaña, a los cuales en ese momento, no les di mayor trascendencia a pesar de escucharlos con más curiosidad que credibilidad.
Tras cenar y tener en un “aparte” la conversación con el dueño de casa sobre el motivo de mi visita, me despedí anunciando mi regreso “al pueblo”, al filo de las 9 de la noche.
Salí lentamente en la vieja Peugeot 403 doble cabina a nafta atravesando campo en rumbo al camino, un poco arrepentido de haberme demorado tanto, ya que me enfrentaba a un par de horas más de viaje en un camino difícil.
Pocos quilómetros antes de llegar a la Ruta 8 desde donde ya sería mucho más fácil el retorno, me enfrenté con una cañada profunda y un paso que sabía traicionero, pero que había vadeado tantas veces, que confiadamente intenté superar sin darme cuenta que me había desviado un poco de la parte donde se había construido una “calzada” de piedras, por lo cual la camioneta cayó en un pozo profundo y quedó “colgada”, casi en mitad de la cañada; las ruedas giraban inútilmente, y ya me di cuenta que no sería fácil salir de esa situación.
No tuve más remedio que apagarla, y se hizo el silencio y la oscuridad en medio de la noche. Obviamente, eran épocas sin celulares ni otra forma de comunicarme con alguien que viniera a buscarme o a auxiliarme, por lo que puse manos a la obra para intentar destrabar la camioneta. No voy a detallar todo lo que intenté hacer para nivelarla y que las ruedas traseras se apoyaran para agarrar tracción, pero seguramente entre varios intentos que se me ocurrieron pasaron un par de horas.
Cansado y desilusionado, me decidí a intentar dormir en el asiento y esperar el nuevo día, para ver que hacía. Lo intenté, bien dije. El rumor del agua de la cañada, los sonidos de grillos y sapos y pájaros a los que no estaba acostumbrado, la imponente soledad en la noche del campo, se juntó casi sin quererlo a los cuentos escuchados rato antes, que me hacían no solamente no poder conciliar el sueño, sino sobrecogerme nerviosamente ante cualquier variación de los ruidos que ya se iban haciendo habituales.
Serían como las 12 de la noche cuando a pesar de no contar ni con una linterna,  y no se si armado de valor o a causa del susto que confieso tenía, decidí acercarme a una casa que parecía no muy lejana, en la cresta de un cerro un poco más adelante, y que claramente recortaba su silueta en el horizonte.
Comencé a caminar siguiendo el camino de trillo marcado, y al cabo de un rato ya me encontraba en las proximidades de la casa, extrañándome que a pesar de estar a un par de cuadras de la misma, no se escuchara el ladrido de perros tan característico en esas circunstancias. Mi cabeza volaba a mil, y todo me parecía raro, sospechoso, y les juro que cada vez caminaba más lentamente. Me paré para mirar más atentamente, y alcancé a ver un atisbo de luz en una ventana, casi un reflejo, como una vela encendida, y ahí como que me dio un ataque de valor y dí un gran suspiro de alivio, y ya mucho más alegre y confiado, me animé a tocar las manos, gritando un saludo y avisando que necesitaba ayuda mientras seguía acercándome a la casa.
Vi que en respuesta a mi presencia, se abrió una puerta, en la que apareció en el resquicio la luz de una vela apenas a medio metro del suelo… ¡¡ que no la sostenía nadie y empezó a acercárseme!!
Sin mirar más ni un segundo, a oscuras y trastabillando, pegué un grito y dando media vuelta, corrí por la bajada del cerro que había subido y no paré hasta llegar a la camioneta, donde me trepé cerrando las ventanillas y trancando las puertas y agitado y temblando prendí la radio aún a riesgo de agotar la batería,  solamente para ahuyentar cualquier pensamiento respecto a lo que me había pasado, hasta que casi sin darme cuenta, me quedé dormido.
Me despertó temprano de la mañana el ruido de un motor cercano: era un tractor que se acercaba de frente, que conducía un muchacho joven, quien me ayudó a sacar la camioneta para que pudiera seguir viaje. Una vez sacada del pozo y después que me ayudó a arrancarla, quedamos conversando unos instantes, en los cuales me contó que a su tío le había extrañado mi reacción de noche cuando salió a recibirme y era quien lo había mandado a ayudarme, cuando vio la camioneta “de trompa” en la cañada. Le conté la verdad, que me había asustado la luz de la vela, y el muchacho se reía a carcajadas cuando me explicó que el tío de él que me atendió usaba una silla de ruedas, y para manejarse con independencia de noche, como tiene que girar la silla con las manos, tiene una tabla con un candelabro que lleva delante de las rodillas y que solo alumbra para adelante porque tiene una pantalla para que no le moleste ni la luz ni el calor en la cara.
Y yo, pasé uno de los sustos más grandes de mi vida. Por descontado que pasé por la casa a agradecerle a hombre, y a presentarle mis disculpas.