viernes, 31 de agosto de 2012

Cabito

Publicado en Panorama, el 31/8/12

Cabito: el personaje aún presente en la memoria olimareña






Treinta y Tres aún recuerda su andar pausado y cabizbajo, su estampa de hombre vencido y abandonadas esperanzas, con su infaltable jarro en la mano, sus pertenencias en un bolsa que cargaba cada vez con más esfuerzo al pasar de los años, y su inconfundible silbido, imperturbable...



Tomás Acosta Silvera, “Cabito” para todos los que le conocimos, fue desde siempre un personaje conocido, respetado -y ¿por qué no? - apreciado por la mayoría de los vecinos.

Recordarlo y evocar las estrofas aquellas de Alberto Cortés, aquellas que dicen: “era callejero por derecho propio/ fiel a su destino y a su parecer/ sin tener horario para hacer la siesta/ ni rendirle cuentas al amanecer “, es una cosa sola. Aunque fueron escritas para un perro callejero, se amoldan indudablemente a mis recuerdos de “Cabito”: un hombre bueno, incapaz de provocar ningún daño, absorto en su mundo y concentrado en su supervivencia, a pesar de su abandono personal, de su indigencia.

Poca gente hoy -quizá nadie- lo recuerda de otra manera, con otra vida, con otras costumbres: “Cabito” fue, la mayor parte de su vida, una leyenda, un misterio.

Según su documento de identidad, reliquia que se conserva en el Museo Histórico Departamental y que publicamos en esta misma página, Tomás Acosta Silvera había nacido el 18 de setiembre de 1915 en nuestra ciudad, y su deceso ocurrió una noche de octubre de 1998, a los 83 años de edad. La muerte lo encontró como tantas madrugadas lo habían visto antes, durmiendo en un portal, abrazado a sus pertenencias, y se lo llevó mansamente, casi sin molestarlo... tan calladamente como había vivido.

Poco se sabe de sus años mozos. Se han tejido en torno a su personaje, decenas de especulaciones. Casi todas las versiones coinciden en que “Cabito” fue un estudiante brillante. Se sabe con certeza que concurrió a la escuela Nº 1 “de varones”, y también existen versiones muy bien fundadas que cuentan que fue un “Brillante alumno de matemáticas” en su etapa de liceal, afirmación que aseguran fue realizada en ocasión de celebrarse un acto conmemorativo en el marco del centenario de Treinta y Tres, por quien fuera director del liceo, don Héctor Cuttinela, instituto al que concurrió seguramente en los años 30, cuando éste funcionaba en la esquina que hoy ocupa el edificio del Club Democrático,.

Lo cierto es que “Cabito” nunca olvidó algunas de las enseñanzas recibidas, a pesar de -seguramente- haberlas aplicado muy poco. Aún en sus años finales, cualquiera que se le acercara y le preguntara las tablas de multiplicar, recibía la respuesta correcta... excepto con la inquisición clásica de 3 x 2, que él contestaba con su tono neutro: -”dos por tres, llueve...”, y se alejaba silbando entre dientes su melodía favorita. De su caligrafía dice mucho su cédula, donde se aprecia su nombre claramente escrito, cuando ya contaba con más de 80 años y seguramente sin haber practicado la escritura muchas veces en sus últimos 60 años.

Pero, ¿qué le sucedió a este muchacho aplicado, para convertirse en lo que fue?

En el correr de los años, muchas historias se contaron en voz baja sobre los orígenes de su abandono. La versión más popular, la más aceptada, cuenta que -proveniente de familia de pocos recursos, hijo de un cabo militar o policial y de dónde heredó su sobrenombre-, muy joven comenzó a trabajar en una panadería, donde cumplía tareas y además le habían proporcionado un lugar para vivir, apenas un cuartucho donde pernoctar. Cuenta la leyenda, además, que Tomás joven, trabajador, serio y responsable, se enamoró y comenzó relaciones con una señorita con quien además fabricó planes y construyó ilusiones, y a la que un día al ir a visitarla descubrió con otro hombre, hecho que le rompió el corazón y a raíz del cual abandonó trabajo, amigos y sueños.

Algunos viejos memoriosos, quizá influidos por esta leyenda romántica, van más lejos en la narración, adjudicándole a este hecho uno de los dichos particulares y más comunes por él esgrimidos. Cuando quería evadirse de alguna situación difícil o alejarse de algún lugar que le molestaba, “Cabito” se susurraba a sí mismo: “...shhh, disimulá, cabito”, y se alejaba con su característico caminar de pasos cortitos y rápidos.

Pero lo cierto es que nadie tiene certeza de los motivos que le llevaron a elegir el cielo por techo y algún portal o garaje por dormitorio.

Desde entonces, “Cabito” tranqueó despacio, silbando bajito, luciendo su indiferencia por el mundo, las cosas y la gente.

Blanco de pullas y mofas, casi siempre portador de una sonrisa afable que iluminaban sus ojos picarones, “Cabito” supo ser también motivo de preocupación y temor para varias generaciones de pequeños olimareños cuyos padres les asustaban con el pretexto de hacerlos llevar por el “viejo de la bolsa” en caso de no cumplir con sus deberes, o por portarse mal o simplemente por no tomar la sopa. Cuando esos gurises crecíamos, ya de túnica y moña, éramos los mismos que le rodeábamos donde le encontráramos para bullangueramente preguntarle las tablas.

Pese a sus características de mendigo vagabundo, a su soledosa figura barbuda y desaliñada, “Cabito” contó durante casi toda su vida, con vecinos que le ofrecían su desayuno o un almuerzo digno. Tenía su “ronda” alimentaria acudiendo a casas donde se le esperaba con un café con leche caliente y un buen trozo de pan en las mañanas, que nunca aceptaba si no era servido en la jarra o lata que portaba. Incluso en sus últimos años, cuando algún anónimo compadecido le había tramitado una pensión del estado que cobraba religiosamente y tenía al menos los primeros días para pagarse su propio desayuno, iba a buscarlo al “London” y se lo hacía servir en su taza esmaltada.

Desde joven, entonces, comenzó a deambular el centro olimareño. En los lugares que usualmente frecuentaba, los alrededores de la Plaza 19 de Abril, las agencias de ómnibus, las inmediaciones de las Escuelas 1 y 2 y la iglesia, iba acompañando de su clásico y respetuoso: “¿no tendría un peso o dos?” o “¿un peso o dos?” simplemente. Según un recuerdo de don Julio Da Rosa, escrito poco después de enterarse de la muerte de Cabito, la pregunta proviene de muchos años atrás, cuando comenzó pidiendo un “vintén” o dos. No todos ni siempre le dábamos, por supuesto. Pero nunca se le vio reaccionar con violencia o desprecio. Si en alguna ocasión se le negaba la limosna justificando la actitud con un “no hay”, él repetía el “no hay” y continuaba su camino; si se le quería inducir a pensar que pedía mucho dinero contestando a su requerimiento con un irónico “¿nada más, Cabito?”, él respondía muy seguro: “ni nada menos”. y cuando se le recriminaba que pidiera monedas, el siempre contestaba que eran para devolver con intereses.

Era práctica común también, como forma de inocentada, ofrecerle trabajo a cambio de las monedas, previo a dárselas. “Cabito” tenía muy ensayadas las ocurrentes respuestas para estos casos:

- “No puedo trabajar, estoy de licencia” ó “ahora no puedo, ando apurado”.

Sin embargo, ocasionalmente “Cabito” -vaya uno a saber a razón de qué- aceptaba barrer algunas veredas. Pero no cualquier vereda. No eran muchas las dignas de su sudor. Yo personalmente recuerdo (como bien lo plasma una foto que acompaña esta nota) que barría la de la casa del Dr. Cossio, la de la bicicletería del “negro” Gándaro y la de la fotografía de Hilario Favero. Quizá hubiera más, yo no recuerdo otras.

Dueño de su larga barba blanca, inviernos y veranos vestía cual constante uniforme su gorra gris de visera, su saco grande y roto, sus pantalones siempre cortos y sus alpargatas en chancleta con el talón al aire. “Cabito” fue, sin dudas, para varias generaciones de olimareños, un personaje que no pasó indiferente por la vida a pesar de su condición de indigente. Nunca fue atrevido ni irrespetuoso con grandes y chicos. Con la honestidad de los que poco necesitan, usó su indiferencia para no ser ni feliz ni infeliz con lo que tenía, nunca robó ni necesitó robar, y nunca se le vio borracho.

Hombre de exteriorizar poco sus sentimientos, recuerdo especialmente un día que le ganó la impotencia. Temprano de la mañana un día de otoño me lo encontré parado en la esquina de Pablo Zufriategui y Manuel Freire, descompuesta su cara, airada su expresión, un par de rebeldes lágrimas escurriéndose en sus sucias y curtidas mejillas y agitando inútilmente un papel y mascullando palabras entrecortadas. Me acerqué a quienes estaban reunidos a su alrededor tan sorprendidos como yo de su actitud, y ahí me enteré que se había despertado y estaba contando su dinero para ir a buscar el desayuno, cuando atinaron a pasar dos muchachos que violentamente le quitaron el dinero de las manos, dejándole únicamente el recibo de la pensión donde guardaba sus billetes. No tenía consuelo, y con razón.

Esa misma esquina, tiempo después, vería levantar su cuerpo ya sin vida, en una muda despedida de un tiempo que se fue, pero que aún se recuerda vívidamente.