miércoles, 7 de julio de 2010

¡Que lindo ser celeste!!!


Volvía anoche hacia mi casa con una desacostumbrada sensación agridulce en el ánimo. No importan los razonamientos, ni el orgullo por la entrega y la lucha, ni la bronca por lo que pudo haber sido, ni las presunciones confirmadas de las actitudes arbitrales. Igual perdió mi país un partido trascendental, y aún haya sido justo o injusto, yo sabía de antemano, al igual que todos los hinchas del combinado celeste, que nuestro destino estaba destinado a ser sellado con una “chanchada”, lo que no sabía es en que partido iba a ser.
En esas elucubraciones venía, cayendo la tardecita, manejando a escasa velocidad inmerso en mis pensamientos y sensaciones, por la ruta 19, la que une a Valentines, en la ruta 7, con Treinta y Tres. Había ido, haciendo caso de una de esas cábalas a las que somos tan afectos los uruguayos, a ver el partido en el mismo boliche en el que había presenciado el imponente partido contra Ghana, agónico, sufrido, pero ¡que lindo ganar así!. En fin, volvía a casa. Casi 80 kilómetros en un camino pedregoso y curvado, que significaban algo más de 90 minutos a solas.
Poca o mejor dicho, escasísima gente en una ruta habitualmente de mediano tránsito vehicular, pero de mucha “gente del pago” en moto, de a caballo o simplemente trabajando a la vera del camino.
De pronto, antes de llegar a la Sierra del Tigre, en una serie de curvas donde sale el camino vecinal a Los Noques, veo un par de caballos atados a un poste del alambrado, desensillados, y algo más adentrados en él, dos personas, un hombre y un muchachito. Uno de ellos se levanta de donde estaba sentado, saltando del su asiento agitando sus manos frenéticamente.
Casi sin pensarlo, como reacción natural, ingresé al trillo y me detuve junto a un improvisado campamento típico de tropero donde un fogoncito tímido acunaba una caldera de lata, rodeado de los aperos que servían de asiento.
Mi primera impresión cuando les había visto era que necesitaban algo, que algo había pasado para solicitar ayuda. Pero cuando llegué, vi dos caras pletóricas de felicidad: derrochaban la sencilla alegría que solamente la mezcla de picardía, humildad y tímida inocencia de nuestros hombres de campo y los niños son capaces de manifestar. Vi, además, dos ponchos blanco y celeste colgados del alambrado rodeando una no muy pulcra bandera nacional.
Tan curioso como asombrado, bajé del auto saludando y el menor de ellos, apenas un niño de unos siete u ocho años, me contestó con un ¡que lo parió a Uruguay!! , más que dicho, gritado desde el fondo de su garganta.
Obviamente le contesté algo en el mismo sentido –no recuerdo exactamente qué- y ya también entró en conversación el paisano viejo que le acompañaba, un setentón flaco y enjuto, con la cara y las manos curtidas por los soles y los fríos y trabajos de múltiples jornadas vividas.
Me invitaron a unos mates, que acepté haciéndome de un lugar al lado del fuego.
El hombre viejo me contó que el gurí era su nieto. Que en el lugar donde viven no llega la televisión, y la señal de la radio se pierde entre las sierras. Que en el 50, él siendo niño vivía en Zapicán y todavía recordaba haber escuchado junto a su padre la final del Maracaná en una vieja radio a lámpara que había en el Club de la localidad donde se habían juntado una cincuentena de personas a oir el relato. Que nunca pudo olvidarse de los sentimientos de ese momento, y que quiso compartir con su nieto este nuevo trascendental partido uruguayo. Que habían ido hasta allí, porque en el campamento que había elegido podían ver, aunque un poco lluviosa la imagen, el partido en una pequeña radio TV de esas a pila, la que yo no había notado antes y cuya antena estaba conectada con un alambre al alambrado, para lograr mayor señal.
Compartimos un ratito más de mates, anécdotas de sus vidas y opiniones acerca del partido, entre la mesurada parsimonia del veterano y la amplísima y vehemente euforia del gurí, hasta que decidí seguir viaje.
Cuando encendí el auto y apunté nuevamente hacia Treinta y Tres, ya no tenía ese sinsabor extraño que me había dejado la derrota. No me importaba que la celeste hubiera perdido.
Pensaba mucho más en la alegría y orgullo de ese gurí y ese viejo que les hizo parar un auto en la carretera para compartirlos.
Yo no sé lo que significa ver a mi país ganar una copa del mundo. Tengo casi 50 años, y era muy chico la última vez que la celeste tuvo un lugar destacado en un mundial. Y sé que a esta altura, ya no me importa.
Me quedo con el comentario de ese abuelo que quiso compartir con su nieto la consecución de una hazaña, de ese habitante de uno de los rincones más perdidos del país, que puso en mi boca una sonrisa que todavía me dura y que me va a durar por muchísimo tiempo.
-“Perder así, de esa manera, con garra, coraje y vergüenza, es casi, casi, mejor que haber ganado con ventaja como los gringos esos”!!!
¡Qué lindo es ser uruguayo en momentos como éstos!!!