jueves, 6 de mayo de 2021

desde Navarra al Olimar

Los Zabalegui: desde el martillo a la fábrica 

 

De izq a derecha: Juan José Zabalegui y sus sobrinos José Luis y Nicolás, al fondo, los funcionarios


                                     Los beneficios económicos y de progreso acarreados por influencia de la inmigración -fundamentalmente de europeos- en los primeros años de la Villa de los Treinta y Tres, es sin dudas un hecho innegable y a pesar de haber sido poco estudiado de forma genérica, ninguno de los que alguna vez buceamos en lo profundo de la historia de los primeros pasos de la aldea creada a orillas del Yerbal y el Olimar, somos ajenos a esta manera de ver las cosas.

                                            Desde los primeros tiempos, el comerciante español Miguel Palacios instalado en la cima del cerro más alto antes de llegar al Paso Real del Olimar y a la vera del camino existente desde antes de ser delineada la villa por el Joaquín Travieso, marcó su influencia para ser su casa el punto de partida de las mensuras fundacionales. Pero además de ello, el propio Palacios, seguramente viendo la oportunidad inmejorable de progresar de varios de sus compatriotas que significaba la erección del nuevo poblado, recibió gran cantidad de coterráneos a quienes dio trabajo, cobijo y apoyo. Basten para ejemplo de ello el recordado y polémico Lucas Urrutia, o Prudencio Salvarrey y tantos otros. Más tarde, al amparo también de éstos, llegarían otras familias, en su mayoría provenientes del norte español y embarcados desde el puerto de Castro Urdiales, en distintas épocas pero todos en el siglo XVIII: los Llano, los Izmendi, Elosegui, Buenafama, Ansín, Fernández, Fabeyro, Ubilla, Bilbao y tantos otros.



                                                Pero por si esto fuera poco, a instancias del primer cura párroco que mucho tuvo que ver también con la fundación de Treinta y Tres, también hubo otra oleada de inmigrantes españoles, que nos dejó en legado nada menos al propio Francisco N Oliveres, o a la familia Vaco, y probablemente los Basaldúa, Hoz y Lacursia e Iza, hayan sido también de los inmigrantes “a demanda”.

                                            Eran épocas duras en Europa y la tierra nueva ofrecía oportunidades. Ninguno de ellos le temía al trabajo duro: eran en su mayoría campesinos, con media instrucción, jóvenes y acostumbrados a los trabajos duros del campo. Acá, se ofrecían tierras para trabajar, no difícil acceso a ganados y tropillas, y muchos de ellos, ya al verse en estas tierras, explotaron sus habilidades aprendidas, convirtiéndose ya en trabajadores y artesanos especializados en tareas manuales (herrería, carpintería, talabartería, zapatería, sastrería, etc), o en hábiles comerciantes que prosperaron en su mayoría. Algunos, como Urrutia, con un poco más de inteligencia, quizás, vio la oportunidad de estudiar para asegurarse su porvenir, y otros como Vaco con su negocio de balsa, o el propio Oliveres padre, pionero de la fotografía, prefiriendo innovar para concretar sus metas.

                                            No solo los españoles constituyeron esa inmigración pujante y revolucionaria: no podemos olvidar las colonias francesas (en su mayoría también vascos) e italianas, que con ejemplos tan significativos como los Hontou, Arbenoiz y Arnaud los primeros  y los Perinetti, Pomatta, Gambardella, D’alessandro, Faliveni, Piccioli y tantos otros ocuparon con brillantez sus propios espacios y generaron riqueza y cultura, legando tradiciones que aún hoy permanecen en nuestro medio.

                                                    Desde estas mismas páginas, hemos hablado de algunas de esas familias y parte de sus historias o logros particulares que les aseguran un lugar propio en la historia comarcana. Nombres que forman parte de la toponimia treintaitresina como Passano o Perinetti, comerciantes destacados como los Lapido, Basaldúa, Ungo, Salvarrey, Oliveres y Vaco, constructores de la talla de Pomatta, y artesanos como Obaldía, Duclós, Saráchaga, Martirena, Decarli o Goyoaga, que figuran ya en la nómina de los constructores de la iglesia en los años 70.

 

Los Zabalegui, ejemplo del esfuerzo familiar

 

                                                Desde tierras Navarras, también persiguiendo “hacer la América” y cuando apenas empezaba a desarrollarse nuestra aldea, llegó -entre muchos más, como mencionamos anteriormente, el joven Vicente Zabalegui. Aunque pocos testimonios han quedado de esa época, ya en la obra de construcción de la iglesia, a fines de la década de 1860 y principios de la del 70, Zabalegui figura como maestro carpintero, y también como proveedor de maderas, por lo cual es posible presumir que el mismo ya en esa época estuviera establecido con carpintería, habiendo llegado algunos años antes, casi con seguridad casado y con sus hijos pequeños. Probablemente a raíz de su posición consolidada en la sociedad de entonces, donde se construía muchísimo y día a día  se necesitaba mano de obra, ese haya sido el motivo más válido para mandar a buscar su hermano José Joaquín, maestro herrero quien según una publicación del Centro Empleados de Comercio de los años 40 “se cumplen sesenta años de su llegada a Treinta y Tres”, y además informa que “no traía en sus maletas nada más que un montón de esperanzas y una voluntad inquebrantable para el trabajo, y más adelante afirma que “Treinta y Tres no le pudo brindar, porque el no quiso, la tibieza de un nido”, haciendo referencia a su permanente soltería.

                                        

        En las últimas décadas del siglo XIX, los hermanos Vicente y José Joaquín Zabalegui, mancomunaron esfuerzos cada uno en su especialidad, y mientras en 1892 se anunciaban en los periódicos locales como “Carpintería y Herrería de Vicente Zabalegui, Hno. y compañía, anunciando que “se fabrican máquinas para alambrar, cocinas económicas, carruajes con elásticos, se componen armas”, poco tiempo después la firma pasa a llamarse “José Joaquín Zabalegui y sobrinos”, casi con seguridad a consecuencia del fallecimiento de Vicente, y a la incorporación efectiva como titulares de la empresa de sus hijos Nicolás y Luis acompañando a su tío.





                                                        Ya al poco tiempo, los anuncios eran más ambiciosos. En El Comercio, en 1912 se presentaban como “Carpintería y Herrería y Fabrica de Carruajes y Carros” y en el aviso además de establecer que hay para vender “volantas y tílburys nuevos y usados”, informan que “se herran caballos de las 4 patas a 90 centésimos y a 1 peso”. En el aviso, consta que el taller estaba en la calle Manuel Freire “frente a la casa de don Nicolás J. Acosta y al lado de la escribanía pública de don Máximo R. Anastasía”. Un par de años más tarde, en el mismo periódico un anuncio le presenta como “Carpintería y Herrería y Fabrica de Vehículos San Sebastián”, e indica que la empresa está en la calle Juan Antonio Lavalleja.  Como caso curioso, en ese mismo periódico, pero en el mes de abril de 1913, un suelto periodístico narra que “en el patio de la carpintería y herrería de Zabalegui varios obreros de la casa pretendieron solemnizar el día patrio y al efecto atacaron de pólvora el agujero de un fierro poniéndole arriba una lata vacía de kerosene, prendiéndole fuego. A su debido tiempo hizo explosión la pólvora y saltó hecha pedazos la lata, yendo a causarle algunos trozos varias contusiones en la cara, además de quebrarle un diente, al obrero Macario Alvarez. Felizmente las heridas no revisten gravedad”.



                                                            Este breve pasaje de la mano de algunas publicaciones por distintas fases en la consolidación y crecimiento de esta empresa familiar de vascos que hoy nos ocupa, constituye tan solo la primer etapa. A partir de la llegada del tren a nuestra ciudad, en 1911, el auge de la producción y el movimiento de bienes y servicios, y la mayor facilidad de acceso a los materiales para la fabricación y por consecuencia también la posibilidad de mayor ventas, consolidan la empresa, que se profesionaliza, confeccionando un catálogo de 16 distintos tipos de carruajes, desde el sencillo carro a la lujosa volanta, pasando por sulkys, charrets, breaks y carros especializados, con precios que oscilaban entre los 100 y los 500 pesos de la época. El mencionado catálogo que pomposamente anuncia “desde 1865”, así como algunas fotos que publicaremos a continuación, fue rescatado de un contenedor de la basura hace pocos años por una persona que amablemente lo compartió para que hoy pudiéramos disfrutar de este pedacito de la historia local arrebatado al olvido.





                                                            Y las fotos son pocas, pero hablan por sí solas. Pocos años más tarde, los tiempos automotrices llegan a Treinta y Tres y usado una palabra que está aún hoy de moda, los Zabalegui vuelven a amoldarse a los nuevos desafíos y reconvierten la empresa, que suma la venta y carrozado de automóviles de la línea de General Motors (Chevrolet, Pontiac, Oldsmovile, Oakland, Buick), estableciendo no solo el taller mecánico más grande de la época, sino también un moderno salón de exhibición y ventas, como se puede apreciar en una de las imágenes que acompaña estas líneas. Se podía entrar por el frente, en Juan Antonio Lavalleja, justo donde hoy se encuentra la “Galería del Centro”, y salir por el taller, ubicado en el inmenso galpón que también se ilustra y que aún hoy continúa en pie, prácticamente incambiado, y hasta conserva el logotipo Chevrolet en su fachada.





martes, 4 de mayo de 2021

Y los dueños la pagaron dos veces..

 Pleito Bauzá – De Souza Avila, un largo litigio  

                                                                    La paulatina población del este del territorio nacional, cuya zona central ocupa nuestro departamento, no estuvo exenta de grandes litigios judiciales por extensas propiedades, aún desde mucho antes de ser Uruguay un país constituido, desde los tiempos coloniales.




                                                                    Como es tema bastante conocido, quien se considera el propietario original de las tierras del departamento e incluso partes de los hoy departamentos de Lavalleja y Cerro Largo, es Bruno Muñoz, quien obtuvo la “salida fiscal” oficial, o sea cuando el área pasa de ser propiedad fiscal a dominio particular, a fines del siglo XVIII, cuando en Buenos Aires y cumplidos los trámites de rigor, se le otorga la propiedad de los campos situados “entre el Godoy, Tapes, Cebollatí, la Laguna Merín y la Cuchilla Grande”, que había denunciado como realengos, yermos y despoblados, y solicitado ante la Real Hacienda del virreinato del Río de la Plata.
                                                                       Tras ese documento obtenido a fines de 1778 y la entrega respectiva de la propiedad y tenencia de tan extensa área, efectivizada a principios de 1780, apenas unos meses después, la “Mariscala”, doña Francisca de Alzáibar, viuda de Francisco Javier de Viana y los herederos de su cuñado Melchor de Viana, aduciendo derechos previos sobre gran parte de esas tierras, por ocupación y uso, y otros motivos, entablan un juicio contra Muñoz, reclamando la rectificación de la venta realizada y la propiedad de una extensa área.


                                                                        A pesar que el Capitán Bruno Muñoz muere en Montevideo unos pocos años después, en 1784, el pleito continúa y el largo litigio recién se dilucidaría en el mes de mayo de 1795, cuando las tres partes involucradas arriban a un acuerdo de partes que distribuyó las tierras en conflicto entre los herederos de todas las partes, procediendo a su mensura y escrituración, quedando para los herederos de Muñoz “exclusivamente los campos limitados por el Avestruz, el Parao, el Campamento y el Tacuarí y otra estancia en Olimar Grande y Puntas del Yerbal”, según consignan Sala de Tourón, Rodríguez y De la Torre en su libro “Evolución económica de la Banda Oriental” (Montevideo, 1967).
                                                                         Las herencias son repartidas de inmediato, y prácticamente enseguida comienzan también las enajenaciones, fundamentalmente por parte de los herederos de Melchor de Viana. Ya en el propio año de 1795, se registra la primera compra de tierras realizada por Juan Francisco Medina “en el paraje llamado Yerbal Grande, de media legua de frente y dos leguas y medias de fondo”; poco después, María Achucarro, la viuda de De Viana, le vende a Salvador de la Quintana una estancia “entre el Yerbal Chico y el Yerbal Grande con fondos a la Cuchilla de Dionisio, y mas tarde hace lo propio con otro campo entre el Yerbal y el Yerbalito. Antonio Chiclana, quién recibió parte de la herencia por “donación” de Melchor de Viana, negocia con Ramón de Lago la estancia entre el Avestruz y los cerros del Yerbal Grande, y con Romualdo De la Vega, el área situada “entre el Olimar Grande y el Avestruz, con frente y fondo de 4 a 5 leguas”. Margarita Viana, por su parte, le vende una parte de su heredad a Etchenique, entre Olimar y Las Pavas, y la otra, entre Olimar Grande y Gutiérrez, a Benito López, entre los negocios más destacados.
                                                                            En el caso de los Muñoz, las tierras heredadas fueron en su mayoría rápidamente enajenadas,: en 1796, Josefa Ignacia Muñoz le vende a Piriz y Morales terrenos entre Corrales y Leoncho y Juan José Muñoz transfiere la estancia entre Leoncho y Otazo a Juan Antonio Carrasco. En el 98, Agustina Muñoz escritura a Benito López tierras entre Olimar y Corrales; en 1802, Francisco Bruno Muñoz vende a José Ferraro entre la Cañada de las Piedras y de los Ceibos, con fondo al Olimar Grande, en la suma de 950 pesos.


                                                                            Esas grandes propiedades en el entonces departamento de Cerro Largo, eran muy poco pobladas, y es a partir de esta series de repartos y ventas que comienzan a asentarse las primeras familias y conformarse las primeras estancias, amansando ganados chúcaros y estableciendo las primeras casas. Y esas mismas estancias dieron nombre a muchos de los lugares o parajes que aún hoy identificamos con los nombres de sus propietarios de esa época: Rincon de Urtubey, Cerros de Lago, Rincón de Quintana, Azotea y Rincón de Ramírez, etcétera.
 

Un lío sonado: el “Rincón de Avila”

 
                                                                            Uno de los litigios más sonados con respecto a pleitos por la tenencia de la tierra en lo que actualmente conforma nuestro departamento es, sin dudas, el largo juicio desarrollado a finales del siglo XIX, que involucró una amplísima extensión de campo, parte de la cual aún se continúa llamando “Rincón de Avila”.
                                                                            Como señalábamos anteriormente, en los primeros años del siglo XIX, el inversor y comerciante montevideano José Ferraro adquiere a Muñoz su heredad, que se extendía “entre los cursos de agua conocidos como Cañada de las Piedras y Corrales, con frente a la cuchilla de Dionisio y fondo a los ríos Cebollatí, Parado y Olimar Grande” (Unas 130 mil hectáreas, aproximadamente). Un par de años después, concretamente el 27 de mayo de 1805, el mismo Ferraro vende a Pedro Celestino Bauzá, también montevideano y de familia de estancieros, la misma estancia en “Olimar Grande”, y según figura en el Protocolo correspondiente registrado en el Archivo General de la Nación (AGN), “con todas sus posesiones: ranchos, animales vacunos, caballares y marca”, en la suma de 15 mil pesos de la época, estableciéndose en el contrato de compraventa los plazos para el pago del saldo, con la persona del doctor Mateo Magariños como garantía de esos pagos.
                                                                            Don Pedro Celestino Bauzá, soldado de la independencia a las órdenes de Artigas, no pudo cumplir en el plazo establecido con ese pago, y como consecuencia el fiador Magariños hace honor a su palabra y paga la deuda contraída por Bauzá, a la viuda del vendedor Ferrara, finalizando el año de 1814, y solicitándole con tal motivo un documento a la acreedora, anulando la venta de su esposo de 9 años atrás y cediendo los derechos del campo al fiador.
                                                                              Tras el fallecimiento de Pedro Celestino Bauzá ocurrido en 1818, y con ese documento en mano como argumento, según relata el expediente judicial al respecto, Magariños vende al brasileño José de Souza Avila en diciembre de 1820 los campos de referencia, quienes toman posesión del bien afincándose en la zona aproximadamente en 1824, demora que se debe casi con seguridad al tiempo de espera para la construcción de las viviendas, que prácticamente sin dudas a juicio de quien suscribe, se trata de la casa que aún sigue en pie en la margen norte del Olimar, a la vera del entonces camino real que cruzaba el Olimar en el Paso de la Laguna, la misma casa que posteriormente perteneciera al escribano Lucas Urrutia y que fuera la primera del departamento en tener teléfono, y que aún hoy se conserva en inmejorable estado.


                                                                                En 1838, las sucesoras de Bauzá, las hermanas Josefa y Toribia, interponen un juicio reclamando sus derechos a la propiedad adquirida por su padre por escritura pública y nunca por él enajenada, solicitando la devolución de las tierras y el desalojo del ocupante De Souza Avila, hecho al que por supuesto el brasileño se niega aduciendo haberla comprado y pagado al doctor Magariños. El juicio en primera instancia, decidido recién más de 20 años después, en 1859, resulta favorable a las Bauzá, considerando que el documento obtenido por Magariños y que usó para vender a De Souza no era válido ya que existía previa “una escritura en regla que no puede ser desconocida por un documento de ese tipo”, ordenando la inmediata devolución de las tierras a sus propietarias.
                                                                                La sentencia fue apelada por De Souza agregando el argumento de la prescripción por el tiempo transcurrido, más de 35 años, asunto que también fue descartado por el tiempo transcurrido entre la toma de posesión y la de notificación del litigio no pasaba de 15 años, dejando firme la sentencia anterior.

                                                                                  Ante estos hechos consumados ya en el año de 1863, los sucesores de De Souza Avila que ya había fallecido, representados por uno de sus yernos, Theodolino Farinha, realizan un acuerdo de transacción con las herederas de Bauzá, mediante el cual, casi cuarenta años más tarde de la compra original, se vuelven a pagar los campos que ocupaban.