domingo, 24 de julio de 2022

El espacio de los muertos

 En 33, más olvido que patrimonio






                        Una especie de angustia respetuosa, con ingredientes de tristeza por la desolación y negligencia y algo de indignación por todo lo que implica su estado actual, son la mezcla de sensaciones que invade a los visitantes ocasionales de los abandonados y casi desconocidos cementerios rurales, que en un número no definido concretamente aún, pero que sin dudas supera  con creces la decena, aún resisten porfiados el paso del tiempo y la invasión de las fuerzas de la naturaleza, a todo lo largo y ancho del departamento.
                        De algunos, solo quedan mentas, como el que cuentan que existió en las cercanías de Passano sobre las costas del Cebollatí, a corta distancia de la hoy estancia Los Naranjos, del cual informantes de la zona aseguraron que contaba con varios panteones, algunos nichos, y muchas cruces señalando sepulturas en tierra, y que el cambio de curso del río en su devenir fue socavando hasta dejarlo bajo las aguas, totalmente perdido.
                        Otros, como el más conocido de todos, comúnmente denominado “Cementerio o Panteón de Menéndez”, (Foto principal) en las cercanías del paraje Piedra Sola, son un ejemplo de cuidado y conservación, a pesar de algunos intentos de vandalismo que ha sufrido en los últimos años. Es, sin dudas es el que se conserva más en condiciones y mejor estéticamente, a pesar que hace muchos años ya que no se llevan a cabo sepelios en el lugar.
                        Pero hay al menos una media docena, que están completamente abandonados del cuidado humano, invadidos por la vegetación que ha tomado cuenta en la mayoría de los casos de las construcciones. Son hogar de animales silvestres: víboras, zorrillos, comadrejas, tatúes y hasta zorros conviven con abejas, avispas y colonias de hormigas que se apoderan de panteones y sepulcros amparados en la paz de los camposantos, que solo es interrumpida ocasionalmente por vacunos en busca de sombra y abrigo, o humanos en procura de historias.
                                Un sitio tan relevante históricamente como el “cementerio de Urtubey”, en la costa del Olimar Chico a poca distancia del Paso Carpintería, está prácticamente destruido, sus tumbas y restos diseminados en un monte natural nacido con seguridad al influjo de la existencia de ese espacio donde se sabe que descansan los restos del propio coronel Agustín de Urtubey, ex Jefe Político y de Policía de los departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres, Jefe de la División Treinta y Tres de los ejércitos nacionalistas en varias revoluciones, su esposa, Josefa Oribe y su hijo, el comandante Lasala, entre otros destacados forjadores de la historia regional.

                        Muchos otros de los cementerios patrimoniales a ojos vistas año a año van siendo invadidos por el monte natural. Son lugares que prácticamente no son visitados. Los deudos olvidaron a sus muertos queridos, o como sucede en algunos casos, trasladaron sus restos luego de reducidos a algún cementerio urbano, y el viejo lugar de reposo ya no recibe flores ni una mano que le arranque las malezas. Y eso pasa con el “Cementerio del Yerbalito o de los Antoria”, en costas del Yerbalito; con el “Cementerio de los Fleitas”, en Cerro Colorado; con el cementerio de las Averías, en la sexta sección, con el de los Moreira cerca del Avestruz, o el de los Pérez, más al norte en el camino a Tupambaé; con un par de cementerios en la “séptima baja”, el Cementerio de los Artigas, limítrofe a nuestro departamento a pesar que técnicamente está en Lavalleja, y ni restos quedan tampoco del “Cementerio de los Teliz”, en el camino a Leoncho, y quien sabe de cuantos más desperdigados por la campaña olimareña y que aún no conocemos.
                            Situación similar por lo disímil de los casos particulares, asimismo, la constituyen los “panteones”, monumentos funerarios que sin llegar a ser cementerios, suelen ser lugares de descanso eterno de familias muy arraigadas a las zonas donde están enclavados. Hay algunos que ya nadie se acuerda ni siquiera por tradición oral a que familia pertenecieron, y otros que a pesar que las familias directas ya hace años que no existen, los propietarios de los campos a lo largo de los años se han preocupado en mantenerlos razonablemente conservados. Sin dudas a consecuencia de las dificultades para el traslado hacia las ciudades que quedaban a grandes distancias, este tipo de construcciones se observan en toda la campaña del departamento. Hay algunos de los que solamente se conservan al arco de mediopunto que abrigaba la puerta de ingreso, y otros que mantienen intacto su señorío, sus inscripciones y su ornato muchas veces con gran influencia de la masonería.


                    Cementerios urbanos como los de María Albina e Isla Patrulla prácticamente puedan considerarse intermedios o casi rurales, ya que aunque son asimilados a una urbanización que los sostiene, atiende y mantiene en condiciones, el uso de sus instalaciones para nuevas inhumaciones es cada vez más escaso, en la mayor parte de los casos porque ha caído significativamente también la población que ocupan esas localidades.
                            Otro de porte más intermedios, como el de Charqueada, o más grandes aún como los de Santa Clara y Vergara, guardan en sus perímetros verdaderos monumentos funerarios, como el de Aparicio Saravia en Santa Clara o el muy documentado por el amigo e historiador local Jorge Muniz de Venancio Alves en Vergara, que está en camino a ser nominado justamente como “Patrimonio Histórico Nacional”.

 
Los tres cementerios de Treinta y Tres

 
                            Al igual que lo que sucede en el cementerio de la capital olimareña, que también tiene algunos ejemplos de magnificencia en sus esculturas y mármoles, como el Angel del marmolista Juan Azzarini cuya foto se adjunta, la riqueza constructiva e histórica que develan desde la más humilde tumba hasta el mausoleo más trabajado, tiene relevancia significativa en los nombres de quienes descansan en ellos, y la importancia que tuvieron para su región, su comunidad o tan solo su familia, que es también una pieza relevante en la cadena continua de los sucesos históricos. Es sin dudas lastimoso, que de los primeros dos camposantos treintaitresinos no se conserve ni una sola fotografía, ni un solo documento descriptivo, y tan solo referencias a su demolición o construcción complementen la tradición oral.
                          

 
La primer necrópolis que tuvo la entonces Villa de los Treinta y Tres, se ubicaba en la zona actualmente conocida como el “potrero de los burros” adyacente a la hoy avenida Ariel Pinho, más o menos a la altura donde se utilizaba hasta hace poco tiempo atrás para los juegos de “fútbol callejero”, patrocinados por el inolvidable gestor ya desaparecido “Tato” Silva. A él hacen referencia en sus trabajos históricos tanto Oliveres como Macedo, pero sin dudas el mejor documento existente relativo a su ubicación es la hijuela hereditaria de la chacra de Miguel Palacio, que se conserva en el Museo Histórico local, donde dice que el límite Sud oeste de la parcela adquirida era el predio del “cementerio viejo”, como se puede apreciar en la ilustración adjunta.
                            A pesar que algunos especuladores contemporáneos suponen que el origen de este primer camposanto sean más antiguo que la fundación de la ciudad de Treinta y Tres y se remonte a la época de la batalla del período artiguista cuando Gorgonio Aguiar intentó detener el avance del ejercito portugués sufriendo una derrota categórica con impo
rtante número de patriotas muertos, que cual costumbre de la época deben haber recibido sepultura, y deberían haber buscado para hacerlo una distancia lejana a donde se imaginaban llegaría la creciente. No debemos olvidar que eran gente de paso, ninguno conocedor de la magnitud de las crecientes del Olimar, pero además era el mes de enero y el río seguramente con poco cauce tampoco daba para sospecharlo.
                                De acuerdo a esta teoría, una vez asentado el pueblo en la demarcación acordada, a partir de 1855, sería lógico para el pensamiento de la época continuar usando lo que hasta entonces todos conocían por el lugar de enterramiento de la zona.
                                Este primer cementerio pronto mostró su pésima ubicación ante los furiosos embates de las crecidas del Olimar, que cada vez que llegaba hasta su emplazamiento dejaba al descubierto restos y osamentas, rompiendo estructuras y provocando la necesidad de arreglos y reparaciones. Y en poco tiempo, las autoridades municipales se pusieron en campaña de construir una nueva necrópolis, y debido a falta de fondos propios para encarar esa obra, se realizó un convenio con cura ese entonces, el padre Ramón Rodríguez, para que fuera construido con fondos eclesiásticos y administrado por Rodríguez hasta haber recibido el pago total de la inversión realizada.
                                    Es así que, en pocas palabras, por ese convenio se construye lo que sería el segundo cementerio de Treinta y Tres, que se llamó “De la Soledad” y estaba ubicado aproximadamente donde se erige hoy la Iglesia de la Cruz Alta y un par de manzanas adjuntas hacia el norte. Este camposanto comenzó a funcionar en el entorno de los años 70, y en la misma época se produce el vaciamiento del primero y traslado de los restos al segundo. El decreto municipal sugerido por la Comisión Auxiliar de Treinta y Tres dispuesto por la Junta Económico Administrativa de Cerro Largo con la firma de su Presidente Torcuato Marquez, indica en la parte medular de su artículo 28 que “ todos los restos humanos que están en el lugar denominado Cementerio Viejo se conducirán el día 2 de noviembre de 1873 al osario común del Cementerio nuevo con la formalidad y el respeto que esto requiere”, ordenando en el artículo siguiente que luego de ese día “se procederá a extinguir todo vestigio que revele para lo que aquel lugar ha servido.”

                                        El cementerio de la Soledad, entonces ubicado fuera de lo que eran los límites de la planta urbana, pronto se vio cercado por el crecimiento de la localidad, y se hizo nuevamente necesario su traslado en los alrededores de finales del siglo XIX, para lo cual se construyó esta vez con fondos municipales el tercer cementerio de Treinta y Tres, en la ubicación donde actualmente se encuentra, aunque obviamente de muy menores proporciones. Del segundo cementerio, en poco tiempo más, tampoco quedaron vestigios, solo recuerdos, anotaciones en los libros parroquiales y en algunos pocos documentos de traslado de restos que se conserva en archivos de la comuna.