domingo, 22 de abril de 2018

Crónica roja del siglo XIX


Asesinato en Rincón de Ramírez




                                                  Los “mercachifles", típicos comerciantes que desde la época colonial recorrían la campaña a pie o en carretas vendiendo sus mercancías, fueron muy comunes en el paisaje uruguayo hasta bien entrado el siglo XX.
                                                 Hasta la proliferación de las pulperías o almacenes de ramos generales que además fueron sitio de reunión de cada pago o paraje, estos mercaderes ambulantes fueron los únicos en llevar, muchas veces a riesgo de sus propias vidas y bienes, las vituallas para los habitantes de las despobladas tierras de la Banda Oriental.
                                                 Cuando las bandas de matreros fueron desapareciendo, y con la población en épocas de paz de la campaña olimareña que tuvo su cenit principalmente en el último tercio del siglo XIX, floreció el mercachifle, primero de nacionalidad italianos y luego, al despuntar el siglo XX, de la península arábiga cada vez en mayor proporción, los famosos “turcos” como se les denominaba popularmente a todos los procedentes que aquella zona.
                                                “Mercachifle” quiere decir “mercader que chifla”, o que vocea sus productos o actividad para enterar a los vecinos, rasgo mayoritariamente urbano característico del vendedor ambulante, aún subsistente en el pito del afilador que, cada tanto, todavía se escucha en los barrios de nuestra ciudad. En realidad, el mítico mercachifle que se adentraba en la inmensidad de los campos no lo era en ese sentido, dado lo absurdo de vocear en medio de las soledades.
                                                 Muy al paso su carromato se acercaba a las estancias y a los puestos, envuelto en coros de ladridos. Ofertaba herramientas y objetos para el hogar, textiles y hojalatería: alpargatas, bombachas, camisas, pañuelos, sombreros y boinas. Y también rastras y botas para los lujosos, el consabido tabaco; zarazas, percales, hilos y agujas para las mujeres y, entre éstas, para las más presumidas, adornos, baratijas, cintas, pañuelitos bordados, perfumes y, ya en el ápice del refinamiento, el tan apreciado jabón de olor.
                                                Bien al contrario de ahora, en aquel tiempo la gente que trabajaba en el campo también lo habitaba y sólo muy a las cansadas se movía hasta el pueblo; el “turco” resultaba, pues, imprescindible nexo no sólo para obtener productos, sino, asimismo, con el conjunto de la vida social. Admitía, por ejemplo, llevar recados y tomar encargos como traer el periódico o cosas que se le comisionaba comprar. Su regreso periódico instauró, a la vez, la modalidad inicial del pago en cuotas.
                                               Muchos de ellos se enriquecieron y prosperaron con pingües mecanismos de ganancia, fundamentalmente el préstamo de dinero a tasas de usura, factor de rápido enriquecimiento en el marco de una economía escasa de circulante, o de la compra abusiva de frutos del país, principalmente cueros, lanas y cerdas, que tomaban en pago de sus productos.
                                             
    Uno de esos mercaderes que recorría la campaña olimareña en el entorno del 1890, era un italiano llamado Miguel Buralla, radicado en la localidad de Artigas (hoy Río Branco) quien centralizaba allí su actividad, siendo su zona de influencia primordialmente la zona este de los actuales departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres.
                                                 Según archivos de la época, en el otoño de 1890, abril o mayo, el comerciante salió de la Villa Artigas en viaje relacionado con su actividad, habiendo desaparecido sin dejar rastros, y sin saberse con certeza su destino. El hombre fue intentado localizar durante algunos meses, sospechándose algún accidente o haber sido víctima de asaltantes, sin resultados positivos hasta que, al pasar del tiempo, su caso fue uno más de los destinos desconocidos de los pobladores de la época y si bien no olvidado del todo, si dejado de lado ante la inminencia de los acontecimientos.
                                                   Algunos años más tarde, asume la Jefatura Política y de Policía de Treinta y Tres don Antonio Pan, quien lleva a cabo una profunda reforma en la policía, fundamentalmente en lo referido a la titularidad de los comisarios, y a los métodos, procedimientos y recursos de los cuerpos seccionales de entonces. En ese marco, Pan nombra Comisario de la 3ª sección al comandante Bernardo G. Berro, hijo del presidente de la república homónimo y a la sazón administrador de una sociedad comercial con asiento en esos pagos del Rincón de Ramírez, quien fue celoso custodio de la seguridad pública, relevante investigador a causa de su claro raciocinio e inteligencia, e incansable perseguidor de maleantes, ladrones y asesinos.
                                                    Entre julio y agosto de 1894, por telegrama que complementa con una extensa misiva dirigida al Ministro de Guerra del gobierno nacional, Pan se ufana de haberse resuelto por orden suya el misterio del destino de Buralla, adjudicándose el mérito de haber ordenado a Berro la investigación del mencionado caso.
                                                     En efecto, el telegrama fechado el 24 de Julio comienza diciendo: “Me apresuro a comunicar a Ud. que desde junio último me preocupaba de esclarecer el misterioso asunto de la desaparición del súbdito Italiano Miguel Buralla, cuyo hecho ocurrió en la tercera sección de este departamento en el mes de setiembre del año mil ochocientos noventa. Hasta ahora permanecía sin aclararse ese misterio. Felizmente las pesquisas que ha verificado al respecto de acuerdo con mis instrucciones el señor Comisario de dicha sección Sargento Mayor don Bernardo G. Berro han venido a dar el éxito más satisfactorio”, y tras brindar datos generales del caso, Pan anuncia que por carta remitirá todos los detalles del suceso.

                                                    La carta, que transcribo textualmente a continuación y que también lleva la firma del propio Pan, constituye a mi juicio una excelente oportunidad de visualizar la realidad de una época distinta a la actual, con similares delitos pero más barbarie.

Primeras pesquisas y revelaciones

                                                    En mi viaje a la 3º sección, en junio último, ya por las ideas que he manifestado respecto a la criminalidad, ya por haber tenido ocasión de oír algunas relaciones sobre la desaparición de Buralla –relaciones que eran a pesar de su laconismo pequeños luminares que empezaban a disipar las sombras que como velo impenetrable ocultaban aquel suceso-, persistí en mi propósito de emprender los trabajos necesarios para conseguir su completo esclarecimiento.

                                                  Al efecto, di las instrucciones del caso y los datos que poseía al Señor Comisario de dicha sección, Sargento Mayor don Bernardo G. Berro, de cuya actividad y recto criterio esperaba obtener un éxito halagüeño.
                                                 Se sabía que la última casa visitada por Buralla fue la de Don José Amaro, socio de Don Juan A. Ramírez, establecido en el Rincón de Ramírez. No había noticia de que hubiera salido de allí a parte alguna, y una mujer llamada Rufina F. Cañas, que vivía en contubernio con Juan Bautista Viera, puestero en el campo de Amaro, no solo varias veces manifestó esa circunstancia, sino que reveló en sus conversaciones, que Buralla había sido muerto en lo del mismo Amaro.
                                                Entre los individuos que habían referido esas conversaciones de la citada mujer, se encontraba un hermano de ella, avecindado en el departamento de Cerro Largo, 3º sección,  y llamado Quintín Cañas.
                                              Con la adquisición de estos datos, coincidió una denuncia hecha al señor Berro por don Serafín Caetano, en los primeros días de este mes, de haber cometido un robo en su casa dicho Quintín Cañas, cuya prisión, en tal virtud, aquel empleado pidió a su colega de la 3º sección de Cerro Largo.
                                            Fue capturado Cañas y una vez en poder del Comisario Berro, éste le hizo prestar declaración ante el Teniente Alcalde respectivo. Cañas se declaró autor del robo y, además, habiendo sido interrogado sobre si sabía algo con relación a la desaparición del italiano Miguel Buralla, manifestando que por su hermana tenía conocimiento que en casa de Amaro fue muerto Buralla por Alfredo Rodríguez y Florencio Blas Iguiní, quienes lo habrían sepultado en la quinta, de donde fue sacado después el cadáver para ser echado en el río Tacuarí.
                                             Enseguida se hizo comparecer a Juan Bautista Viera, individuo que como he dicho, vivía en concubinato con la mujer Rufina F. Cañas. Viera hizo igual declaración a la de Quintín Cañas, agregando que él y su concubina jamás habían querido delatar el hecho, porque Amaro les dijo que si descubrían el crimen, que correrían igual suerte que el italiano.
                                             En vista de estas declaraciones, el señor Berro dispuso capturar a Alfredo Rodríguez, lo que pronto consiguió.


Detalles del crimen

                                              Lo mismo que a los anteriores, se tomó declaración a Rodríguez por la autoridad judicial competente. Este individuo, desde el primer momento, confirmó las declaraciones de Cañas y Viera y expresó los detalles del crimen.
                                             Esos detalles, que aparecen contestes en todas las declaraciones, son los siguientes:
                                             El 24 de mayo de 1890, al anochecer, llegó el italiano Miguel Buralla a lo de Amaro, siendo recibido en la cocina por Alfredo Rodríguez y Florencio B.  Iguiní. Con motivo de preparar una tropa, Amaro se hallaba ausente, pero, según asegura Rodríguez, antes de ausentarse les ordenó a ambos que mataran al italiano porque le iba a cobrar una cuenta de cuatrocientos pesos.
                                             Estando Buralla en la cocina, leyendo un libro, Rodríguez entró con un brazado de leña en el que traía oculta un hacha, con la que de atrás le dio un golpe en la cabeza, concluyendo por ultimarle con la ayuda de Iguiní.
                                           Sepultaron el cadáver en la quinta del mismo Amaro. Cuando este volvió, aprobó el asesinato y más tarde, ayudado por Juan B. Viera y su mujer, exhumó el cadáver y lo hizo arrojar al Tacuarí, sujeto a unos hierros de gran peso.

Los Presos

                                                    Para terminar las pesquisas y capturar a Amaro, el señor Berro se trasladó a la Villa de Artigas, Departamento de Cerro Largo, en donde hizo que la mujer Rufina Cañas declarara ante el señor Juez de Paz y la cual ratificó todo lo dicho expuesto por Viera y Cañas.
                                                   El comisario de allí, Sargento Mayor don Juan Derquin acompañó al señor Berro en las diligencias y lo auxilió para la mejor custodia de los presos, de una manera muy eficaz.
                                                  Capturado Amaro, el señor Berro, no pudiendo hacer lo mismo con Iguiní por hallarse en el Brasil, dio por terminadas sus diligencias y el día 22 llegó a esta Jefatura con los presos, quienes al día siguiente fueron puestos a disposición del Juez Letrado Departamental.
                                                 A pesar de este buen resultado, no han terminado aún esas diligencias. Espero descubrir algunos vestigios del crimen y para tal fin he ordenado que se practiquen prolijas exploraciones en el lugar del río Tacuarí en que se arrojó el cadáver de Buralla. Personas que conocen el lugar indicado, dicen que aún cuando allí el lecho del río es muy arenoso, tal vez se puedan encontrar los hierros a que estaba sujeto igual, -hierros que, aseguran algunos de los detenidos, eran objetos muy conocidos en la casa de Amaro.

                                                  He creído conveniente exponer con minuciosidad estos datos para hacer resaltar la extraordinaria actividad, acierto y empeño del Comisario Berro y por demostrar la importancia que tiene el descubrimiento del crimen y captura de sus autores que durante cuatro años han gozado de toda impunidad.
                                                  Debo advertir de paso que Florencio Blas Iguiní, que es el criminal que se halla en el Brasil, fue criado en casa de Amaro.
                                                   La opinión pública en general manifiesta su satisfacción por los resultados de tales pesquisas, y la colonia italiana me ha expresado su gratitud porque al fin se ha logrado conocer el verdadero fin de su compatriota y hacer recaer la responsabilidad de la ley sobre los que le dieron muerte alevosa.



viernes, 20 de abril de 2018

Las primeras decadas del siglo XX


El Puente y el tren cambiaron la fisonomía de 33




Desde su fundación, como es harto sabido ocurrida a mitad del siglo XIX, y hasta principios del siglo XX, nuestra ciudad tuvo mayores dificultades de crecimiento, debido a que su localización geográfica la mantenía incomunicada durante muchas semanas en invierno, y aún muchos días más en las crecientes de las restantes estaciones. El Olimar y el Yerbal hacia el suroeste cortaban los caminos hacia Montevideo y la ruta de la Cuchilla Grande; el mismo Olimar y algunos afluentes, el Cebollatí y los suyos aliados además con el Tacuarí, cegaban en las crecientes las rutas rumbo a Rocha por el “Paso de Techera”, y lo mismo pasaba con el camino a Artigas, hoy Rio Branco. Hacia el Norte, el camino hacia Melo usado en aquel entonces, solo cortaba parcialmente y por poco tiempo en el Convoy o el Yerbalito, según el paso elegido, y algunos días más en el Guazunambí, pero el tránsito por el lomo de la Cuchilla de Dionisio primero y de la Cuchilla Grande después, le hacía un camino sumamente lento.

En los primeros años del 1900, la culminación del primer puente de madera sobre el Olimar, y poco tiempo después el arribo del ferrocarril, cambiaron significativamente las comunicaciones, lo que sin dudas trajo un impulso multiplicador apreciable a simple vista y en poco tiempo. Como se recordará, a pesar que el tren llega por primera vez a nuestra capital en 1911, ya desde que había comenzado la construcción del tramo “Nico Pérez – Treinta y Tres”, alrededor de 1905, el acercamiento paulatino de la vía relacionaba cada vez más nuestra ciudad al resto del mundo, comenzando por la capital del país.
Cuando aún el Puente era tan solo un sueño en la cabeza de pocos emprendedores, y el tren solo llegaba hasta Nico Pérez, a más de 20 leguas de Treinta y Tres, los viajes eran de muchas horas a caballo o en diligencias para los pasajeros, y las mercaderías tenían hasta más de una semana de viaje en carretas de varias yuntas de bueyes.
En aquellos años, en esa situación narrada, al periodista Luis Hierro se le convocó desde la revista montevideana “Rojo y Blanco” para retratar a su localidad en algunas líneas, escribiendo éste una página de primorosa factura, muy detallada, que transcribimos a continuación:

Si la vida de los pueblos es comparable á la vida de los hombres, permítaseme decir que Treinta y Tres aún no ha abandonado los andadores de la infancia; pero permítaseme decir igualmente que, en las manifestaciones de la vida nacional, pertenece á los hombres que no tienen barba.
Sin medio siglo de vida todavía, sin ferrocarriles que la aproximen á los centros del progreso, olvidada siempre y siempre trabajada por las discordias que compendia aquella frase: “pueblo chico, infierno grande”,  Treinta y Tres debe sus progresos únicamente al esfuerzo de sus hijos.
La incomparable belleza de su suelo, haría de ella una de las más importantes poblaciones de tierra adentro, si al mérito de su situación topográfica, llevara unida la simetría de su edificación.
Distante mil quinientos metros del Paso Real del Olimar, cuyo río no tiene tanta
nombradía como corresponde á su poesía agreste, al sahumerio de sus auras, á la nitidez de sus aguas y á la espesura del bosque que lo rodea, tiene á veces en los grandes temporales del invierno, á menos de quinientos metros el invencible antemural de su desborde.
Separada por menos de mil metros del arroyo Yerbal (que hace barra en Olimar en frente de nosotros) disfruta también en las épocas de creciente, del panorama que le brinda este pequeño, que pretende circundarla con sus brazos acuáticos.
La edificación de Treinta y Tres es una serie de atentados contra la estética, aunque el buen gusto contemporáneo viene subsanado los defectos anteriores. Con escasas excepciones, casi todas las casas son bajas, con grandes barrotes en las ventanas, que hacen pensar á los viajeros en la proximidad del calabozo. Sin embargo, entre los hierros abruptos de estas rejas asoma frecuentemente más de un rostro femenino de perfiles irreprochables y con ojos sonadores. Y entonces, la presencia del Edén reemplaza al calabozo en la imaginación de los visitantes.
Nuestras calles tienen los nombres de los treinta y tres orientales de Lavalleja; y una
de las nuevas, perdida en el extremo sud de la villa lleva el nombre del legendario general Rivera.
Esfuerzos generosos tendentes á hacer más fácil la lucha por la vida á la clase proletaria, son los originarios de la fundación del barrio General Artigas, cual si quisiera decir que el que fué padre de la patria en la tierra de su cuna y padre de los menesterosos entre las frondosidades de las selvas paraguayas, había de prestar su nombre para servir de consuelo á muchos pobres en el pueblo de Treinta y Tres.
Tenemos un edificio público que cuesta á las arcas nacionales treinta y siete mil pesos, en el cual tienen asiento la Jefatura Política y todas sus dependencias y el Juzgado de Paz, la Administración de Rentas y Correos y la Junta Económico Administrativa. Otro edificio público está ocupado por la escuela mixta que cuenta como asistencia regular más de cien niños, en esta población que tiene varias escuelas de niñas y de varones (aparte de los establecimientos particulares de enseñanza) y que no alcanza a cuatro mil habitantes según el último censo.

La plaza pública tiene un nombre adecuado para este pueblo de rememoraciones patrióticas, 19 de abril. En el centro y mirando al sud se levanta la silueta de Lavalleja, con botas granaderas, dolmán militar, la espada al cinto y la diestra en la espada. La base del monumento es de unos catorce metros de elevación; en ella están inscriptos los nombres de los héroes de la cruzada del 25. Esta plaza es nuestro único paseo público.
Existen dos instituciones sociales y una biblioteca pública que cuenta con más de mil volúmenes. Una cultura correctísima es la nota resaltante en este pueblito, porque consuena la belleza de sus hijas con la hidalga deferencia de sus hijos.
Pueblo tumultuario en años ya pasados y que –como las golondrinas de Becquer-  ya no volverán, produjo un día una “pueblada” que ensangrentó las calles del “chozaje” embrionario. A todas nuestras contiendas civiles de brazo armado ha concurrido sino con talentos preclaros y guerreros estratégicos, por lo menos con ciudadanos serenos y denodados.
(…)
Este es mi Treinta y Tres, la novia de mis cariños intensos, la que ha llenado mi alma con el santo perfume de nuestras leyendas, la que ha sido cuna de todas mis ilusiones, de todos mis ensueños y también de mis canas prematuras.
Luis Hierro. Rojo y Blanco, 1902

Pocos años después, a tan solo algunas semanas de la inauguración de la línea de ferrocarril hasta nuestra ciudad, pero que a la actual Villa Sara había llegado alrededor de 1909 organizado una parada en el kilómetro 330 de la que aún quedan vestigios, la misma publicación realizaba una nota destacando este hecho, y significando los cambios más visibles sobre todo en la arquitectura de la ciudad, cuya parte medular compartimos a continuación, acompañando en esa ocasión la nota con las fotografías que también compartimos hoy en esta página, identificadas con el año 1910, y a las que se les ha mantenido en la mayoría de los casos, su pie de texto original.
Decían entonces:
Bastante distanciada de otras por la falta casi absoluta de vías rápidas de comunicación, la Villa de los Treinta y Tres, capital del departamento del mismo nombre, vivía una vida precaria vegetando en su vida aldeana, en tanto que las demás capitales de departamento progresaban visiblemente.
Elevada en el centro de una de las zonas más ricas de la República, la falta de comunicaciones le impedía dar salida a sus productos y vivir con el contacto diario con la capital, pero, felizmente, la hora el progreso ha sonado ya para Treinta y Tres con la iniciación de las obras del ferrocarril, que en breve quedará librado al servicio público. La sola iniciación de la obra ferroviaria bastó para que la pintoresca villa que bordean el Yerbal y el Olimar, despertase de su letargo y comenzara a ataviarse para bien recibir al mensajero del progreso que en breve espacio de tiempo la transformará por completo, llevándola a ocupar un puesto entre las ciudades más florecientes de la República.
Primera vez que corrió el Ferrocarril entre estación Corrales y la "Parada del 330" (Hoy Villa Sara) 


Una mirada del 900


Descripción y anécdotas del viejo 33





                                             El Treinta y Tres aldeano fue desde sus inicios tierra de oportunidades, una especie de “tierra prometida” para emprendedores, comerciantes y –¿porqué no?- aventureros que sumándose a las familias de las zonas adyacentes que paulatinamente fueron poblando la ciudad, componían una sociedad particular, cargada de extranjeros (franceses, italianos, españoles, brasileños en su mayoría), salpicada de caudillos y rodeada de estancias e incipientes industrias.
                                             Sin dudas en ese crisol que conformaba la sociedad olimareña, por iniciativa y oportunidad, por tesón o azar o tan solo por personalidad y suerte, se destacaron decenas de hombres que desde sus propias improntas personales o haciendo causa común con otros en innumerables sociedades y emprendimientos, legaron a la segunda mitad del siglo XX un Treinta y Tres de pié, pujante, próspero, moderno, culto y solidario.
                                            Muchos de esos hombres deberían ser recordados con mayor frecuencia. Muchos de ellos, aún ilustres desconocidos en los tiempos que corren: Miguel Palacios, Lucas Urrutia, los Del Puerto, Agustín Urtubey, Juan Antonio Escudero, Bautista Perinetti, Salvador Ferrer, los hermanos Baudean, los Hontou, los Berro, los Del Puerto, los Tanco, los Oliveres, los Macedo, los Gorosito, los Olivera, los Saravia, y tantos otros.
                                              Apenas poco más de 3 mil personas vivían en la primera sección del departamento de Treinta y Tres en el año 1900, de acuerdo a un censo de la época. No solo en la ciudad, sino, ciudad, chacras y alrededores. Y apenas superaban los 20 mil los habitantes en la totalidad del territorio departamental. Y esos 3 mil y pico, en épocas muy difíciles, sin maquinaria pesada, sin automóviles, sin comunicaciones, sin electricidad, con ideas, esfuerzo, tesón y trabajo, le dieron a nuestra ciudad la impronta de localidad próspera, moderna y segura, que trascendió fronteras y puso a nuestra ciudad, a escasos 30 años de su fundación, como capital de un nuevo departamento creado especialmente a impulso y mérito de actores locales.

                                            Una vez comenzado el siglo XX, con la escasa población que hemos mencionado, nuestra ciudad es vertiginosamente transformada. Abundan los prósperos comerciantes y ricos hacendados que aportan ideas, trabajo y capital. Se hacen puentes y caminos, se prevén plazas y paseos públicos, se planifica la ciudad y sus necesidades, se mejoran servicios. Circulan periódicos, se realizan reuniones y tertulias culturales, se fundan clubes sociales (Progreso y otros) y deportivos (Club Atlético Treinta y Tres, Olimar).

                                           Cuando iniciaba el siglo, en 1901, llega a nuestra ciudad, proveniente de su España natal, Marcelino Torres España, otro de los personajes comarcanos que la historia le debe un recuerdo más profundo y detallado, persona muy influyente social y comercialmente a lo largo de toda su vida, que se extendió en nuestro suelo por más de 40 años.
                                            Y es justamente Marcelino Torres España quien, muchos años después de su llegada, nos cuenta en un esclarecedor artículo publicado en el periódico “La voz del Batllismo”, que reproducimos a continuación, cómo era el Treinta y Tres del 900.

El pueblo en el 900


                                                                      El Treinta y Tres del año uno,  visto desde el alto de Barreto (Camilo Barreto Medina), del otro lado del Olimar, era un caserío terroso pegado al suelo, del cual sobresalían, resaltando, la espadaña de la iglesia parroquial, un edificio de altos -la Jefatura- con una protuberancia en el centro cuya utilidad no se advertía a la distancia, y dos o tres caserones más: la casa del cura don Ramón Rodríguez, el Molino de Lago -hoy Panadería Central- y el Hotel de Sotelo y Ron. Algunas manchas de verde oscuro y un grupo de grandes eucaliptos a la izquierda, cerca del Yerbal, chacra de Urrutia.
                                                                     La zona edificada, con grandes baldíos en la periferia, comprendía las cinco manzanas a cada lado de la Plaza 19 de Abril, siendo los límites de la planta urbana las calles Joaquín Artigas por el Norte, Gregorio Sanabria por el Sur, Juan Ortiz por el Este y Juan Rosas por el Oeste.
                                                                     Cuando el viajero llegaba a la intersección de las calles Sanabria y Lavalleja, podía apreciar el conjunto mejor edificado de la población, marginando la vía principal de tránsito urbano. Mencionaré como principales las fincas de Idígoras, Javier Hontou, Oliveres, Zabalegui, Buenafama, Novoa, Carlos Hontou, Sucesores de Urrutia, Juan Hontou (de altos), Ungo, Rodríguez Rocha, Tanco, y llegando a la calle Pablo Zufriategui, los comercios de Oliveras y Zabalo y Tanco. En la Plaza: la Iglesia, el convento, algunas casas comerciales, la Jefatura, casas de Luciano Macedo, Bautista Hontou, Sucesores de Vaco y el Hotel.

                                                                     Contrastaba con la solidez y buena apariencia de algunas construcciones la pobreza de sus linderas, en las cuales abundaban las casas bajas con techo de teja. Citaré el caso de la finca señorial de Urrutia que tenía pegada a su costado, como una lapa, una vieja casita de material del ex comisario don Domingo Ferreira y el de las casuchas de la Sucesores Olmos -hoy Centro Progreso- adosadas al Hotel de Sotelo y Ron. Constituían la nota exótica los altillos de del Puerto -antes Percibal- en Juan A. Lavalleja y Atanasio Sierra, hoy Banco de la República, y el de don Juan Acosta en la calle Pablo Zufriategui y Andrés Spikerman. La calle Real -Juan Antonio Lavalleja- se prolongaba por el Norte hacia la antigua Picada de Arocha y por el Sur hacia la Laguna de Arnaud.
 
                                                                       El pavimento de las calles era de lo más rudimentario y, en muchos lugares, el suelo natural. Las rentas municipales no permitían otra cosa. Ese magnífico arbolado que hoy constituye una nota agradable que da cierto carácter a la ciudad, se inició el año uno comenzando por la Plaza 19 de Abril, siendo Presidente de la Junta don Fructuoso del Puerto. Las veredas, donde las había, estaban construidas con los materiales más diversos, predominando las de ladrillo con bastante anarquía en cuanto a líneas y niveles.
                                                                         El alumbrado público se hacía a base de kerosén, con una muy escasa visibilidad para el transeúnte nocturno, observándose al pie de la letra las fases de la luna, suspendiéndose la luz artificial de acuerdo con el calendario. Ello ofrecía serios inconvenientes, pues no siempre la luna brilla, pero solía proporcionar a la población el encanto de los poéticos paseos a la luz de la pálida viajera, alrededor de la Plaza o hacia el Paso Real. Durante tales «pro ménades», la gente joven debía dragonearse a cierta distancia, ya que las conversaciones no se permitían mientras no se cumplieran ciertos requisitos de consentimiento familiar.
                                                                            La entrada de las diligencias ponía en el ambiente una nota de momentánea animación, fuera de la cual, el silencio aldeano solo era turbado por el paso de alguna carreta o los carros de carniceros, lecheros y repartidores de pan. Y a propósito, recuerdo una anécdota que paso a referirles.
                                                                            Don Francisco Ungo, ciudadano español, comerciante, tenía por aquel tiempo una panadería. Recordando una costumbre muy española, dotó a los caballos de sus jardineras de sendos collares de cascabeles. Pero aquel barullo no gustaba al vecindario porque el reparto se hacía muy temprano. Menos aún lo toleraban los repartidores, quienes, además, alegaban que el cascabeleo les impedía oír cuando eran llamados por los clientes. En la porfía hubo de ceder el señor Ungo, pese a su loable esfuerzo por combatir de algún modo aquel silencio pampeano.
                                                                           


     Constituía otra nota de ambiente local la curiosidad inquisita de los vecinos. Había personas especialmente dedicadas a la misión de averiguar la vida y milagros de cuanto forastero caía al pago. No se descansaba en la tarea, pasándose unos a otros el resultado de sus indagaciones. De dónde procedía, a qué venía, quien lo conocía, si era blanco o colorado, soltero o casado. Esto último interesaba especialmente al elemento femenino. He aquí un caso.
                                                                                Un hombre joven, recién llegado, hizo su paseíto vespertino por la calle Real. A cierta altura hubo de pasar, como quien dice, entre dos fuegos. Casi frente a frente se encontraban asomadas al balcón dos muchachas casaderas que aparentaron no haber notado el paso del forastero, cuando este oyó tras si el siguiente diálogo.
                         - ¿Qué te parece?
                         - Que tiene cara de casado.

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                                                                        Para terminar esta nota les contaré lo que sucedió en el entierro de Jorge. Giorgio di Paulo, conocido por Jorge el albañil, vino al país como tantos otros extranjeros, a trabajar, con la aspiración de crearse una posición. Pero Jorge murió pobre. Tanto, que sus amigos tuvieron que pagarle el cajón y llevarlo a pulso al camposanto. Había llovido mucho y las calles estaban convertidas en verdaderos lodazales. Cerca de la cancha de Ferreira había un gran barrial y, como si Jorge no hubiera querido dar más trabajo a sus amigos, allí, precisamente, se desclavó su ataúd. Con bastante dificultad, Jorge fue levantado del barro, dándosele piadosa sepultura.




Publicado originalmente en Panorama, noviembre de 2016