sábado, 23 de abril de 2016

El Patio de la Morocha

El debut de Jorge


Doblando hacia el río desde Juan Antonio Lavalleja, casi al llegar al final de las construcciones existentes entonces, a mano izquierda, estaba el “Patio de la Morocha”.
Desde niño, aquella casa vieja, lugar vedado que no sé ni cuándo ni cómo supe lo era, ejerció en mi el irresistible atractivo de lo desconocido, la curiosidad de lo prohibido, la sospecha de seducciones novelescas.


Apenas con poco más de diez años, un día, con la complicidad de un primo con el que regulábamos en edad, nos atrevimos a atisbar por los sucios vidrios de una de sus puertas exteriores, a media tarde de un frío invierno que invitaba a la siesta y nos amparaba de la vista de los vecinos.
La experiencia fue descorazonadora. Una habitación de tamaño normal, un pequeño y deslucido mostrador de madera, un par de desvencijados sillones, una mesa de hierro con tres sillas, fue la visión del descubrimiento. Nada demasiado raro, nada prohibido, ninguna referencia a nada que pudiera ser “malo” o “inconveniente” que eran dos de los calificativos con que la madre de uno de mis amigos había considerado el lugar, una vez que le habíamos preguntado sobre él.
Por algún tiempo, luego de ello, perdió el interés.
En los primeros años de liceo, un poco más de inocencia perdida en conversaciones con compañeros mayores y más experimentados, aquel retornó, con otras expectativas.
La curiosidad del sexo, en aquellas épocas, para los muchachos de 13 y 14 años, pasaba indefectiblemente, entre otros tópicos establecidos, por las “casas de cita”.
Las rabonas de algunos soleados días invernales, o de primaverales jornadas, se cumplían con safaris a la playa del Olimar, en pesquerías vanas o tan solo en pérdidas de tiempo en busca de diversión.
A la pasada hacia el río, siempre la curiosidad giraba mi cara hacia ese lugar. A veces, lo recuerdo bien, algunos niños chicos jugaban en la vereda de balastro, otras veces, alguna “señora” mataba el tiempo mateando en la vereda, mal vestidas y desaliñadas, al punto que – con candidez-, recuerdo haber pensado si sería cierto que eran “la perdición de los hombres”. No podía creerlo.
Fue en una de esas noches de la primer adolescencia cuando –habiendo pedido permiso en mi casa para ir a la fiesta de cumpleaños de uno de mis compañeros de clase, y luego de ella-, una “barrita” de cinco o seis gurises nos dimos valor mutuamente, y acompañados por Hugo, el “experimentado” hermano mayor de edad del cumpleañero Jorge, y con la complacencia y dinero de su padre, nos fuimos de “debut” al Patio de la Morocha.
Animarnos a entrar, fue toda una historia. Queríamos y no queríamos. Nos empujábamos unos a otros, nos apuraba Hugo, nos hundíamos en risas nerviosas e historias fantásticas, sin saber que íbamos a descubrir.
Yo aún conservaba en mi memoria la fotografía de aquel día, lejano ya, en que habíamos espiado a media tarde. Con el argumento de que era un lugar “normal”, que no inspiraba miedo, ayudé a convencernos para entrar, a pesar que los murmullos, las conversaciones, la música, íntimamente me decían que aquello, de noche, era otra cosa.
Hasta que al fin entramos, previo pedido de permiso; entramos.



El ingreso al local lo realizamos por la misma puerta desde la que había espiado y –básicamente- todo estaba igual que entonces. Solo que había gente. Mujeres que me parecieron viejas y nada sexy, hombres acodados en el mismo desgastado mostrador, una pareja bailando un tango al compás de una música que surgía de otra habitación adyacente. Poca luz. Mucho humo y un olor a encerrado y vicio que le ató un nudo a mi estómago y acentuó el temor y la intranquilidad.
Apretados como un rebaño de ovejas, tras un primer momento allí, se nos acercó una de las “pupilas” y previo un secreteo con Hugo, nos hicieron pasar a la pieza de donde provenía la música. Una sala un poco más grande que la primera, donde otro grupo de contertulios entretenía su noche, y, en un rincón, un guitarrero joven y un bandoneonísta viejo desgranaban su no muy afinada música. Otros sillones, un par de mesas, alguna otra mujer y una estufa a leña, completaban el paisaje, además de “aquello”. Aquello era algo que aún hoy –treinta años después- recuerdo con la claridad de ese primer día. Adjunto a la estufa, en la pared, sobresaliendo de ella, dominaba la habitación, a tamaño real, la silueta de una mujer desnuda, de frente, con sus manos a los costados, su pelo, largo, y sus senos a la vista coronados por unos pezones notorios, exagerados.
Debemos situarnos en el momento histórico. Corrían entonces los primeros años de la década del setenta. La televisión, de reciente advenimiento, ni por asomo dejaba entrever de las féminas más que algún pronunciado escote. Las revistas “verdes” existían, pero no eran de circulación habitual, las mujeres, grandes y chicas, en la calle y en nuestro círculo de actividad, eran de lo más pudorosas.
Así que la visión de esa “estatua”, a todos nos llamó la atención. Yo, personalmente, recuerdo que no podía sacarle la vista de encima.
Se me han perdido en las lagunas de la memoria muchas de las cosas que pasaron esa noche, pero otras, como toda primer experiencia, están muy claras.
Uno de los recuerdos recurrentes es que fue, también, mi primer borrachera. Nuestro amigo Hugo, tratando de cumplir su función de “hermano mayor” y –ahora mirándolo a la distancia, intentando y logrando impresionarnos-, pidió cerveza para todos. Tomamos una o dos, y la risa se hizo fácil, y el pudor y la timidez se fueron perdiendo.
Una de las trabajadores, ante un llamado de Hugo, vino a nosotros, y la rodeamos como un grupo de caranchos ante una vaca muerta. Curiosos, acercándonos cautelosamente, midiendo nuestras posibilidades, nerviosos, asustados, deseosos. Hugo le dio una palmada en la cola, y le preguntó a su hermano:
-                     ¿Te gusta? Se llama Marta.
Y dirigiéndose a ella, le dijo:
-                     Está cumpliendo 15 años. Te lo encargo.
La tal Marta, mujer que –calculo- no tendría más de veinte y algunos años, ocultaba su cara en una especie de máscara creada por un exagerado maquillaje colorido que la deformaba ante la escasa luz, y apenas cubría su cuerpo con una apretada blusa blanca que dejaba traslucir su oscuro sutién, y una pollera ni corta ni larga, pero con un tajo que llegaba casi hasta la cintura. Pelo a los hombros, suelto, chuzo, oscura de tez denunciando su origen mestizo y adornada con más chucherías de lo normal, su voz ronca y estropajosa, sus chanzas groseras, su vocabulario soez y desprejuiciado, nos hipnotizó.
Ella, fiel a su función, dedicaba su atención casi exclusivamente a Jorge, decidida a “ablandarlo” para lograr ganarse su paga.
Nosotros, ya más integrados, estirábamos nuestras manos para intentar tocarla, descubrirla, y ella reía, nos retaba, jugaba, se hacía la enojada, nos “paraba la mano”.
En un momento dado, abre la blusa, desliza la copa del sutién, toma la mano de Jorge se la lleva hasta su seno.
Todos nos alborotamos, todos quisimos tocar, y cuando logré hacerlo, me impactó la suavidad y turgencia de la carne femenina.
Fue entonces que decidí que yo también quería verla desnuda y descubrir las mieles que ella prometía brindar en su habitación.
También lo decidió Jorge, quién así se lo hizo saber y ella, tomándole de la mano, lo condujo hacia una puerta tapada con una sucia y raída cortina, desapareciendo ambos tras el floreado trapo.
Más cerveza, alguna ocasional “tanteada” a alguna de las otras mujeres que osaba acercársenos, un rato de espera, y retornó Jorge, con cara de satisfacción, la sonrisa de oreja a oreja y un aire de superioridad que nos molestó a todos.
Había cumplido.
Hugo, tropeándonos, nos fue sacando del lugar, y en el repecho, rumbo a mi casa, la más cercana del lugar, nos explicó detalles que le preguntamos: el cómo hacerlo, el precio, la ocasión, y otras cosas. Jorge no paraba de jugar su recién estrenado papel de “hombre” y los demás, todos, envidiábamos su oportunidad. Y entre charlas, risas y traspiés, llegamos a casa, me despedí y entré silenciosamente.
Esa noche, se imaginarán, me dormí soñando con Marta.

viernes, 15 de abril de 2016

Puente "chico" sobre el Olimar

El nuevo que es viejo, 108 años después

El pasado mes de marzo, se cumplieron 108 años de la inauguración del primer puente que se erigió sobre el río Olimar a la altura de nuestra ciudad, y que durante muchísimos años conocimos como el “Puente Viejo” o “de Madera”, y pese que ya no existe el original, en el mismo emplazamiento se levanta casi con las mismas características uno moderno que, paradójicamente, aún conocemos los olimareños como el “Viejo”.
Dos fotos de la inauguración llevada a cabo a principios del siglo XX


A principios del siglo XX y desde la fundación de nuestra ciudad acaecida en 1853, atravesar el río Olimar se hacía relativamente fácil en épocas de sequía, pero sumamente dificultoso en las demás, a pesar de la existencia durante muchos años de balsas y botes que cumplían el servicio del pasaje de pasajeros y mercaderías, obviamente a cambio del pago de un peaje.
Es entonces que al alumbrar la ciudad sus primeros 50 años de vida, un grupo de vecinos emprendedores y comprometidos con el futuro, se organizan para lograr construir un puente que facilitara las comunicaciones con el sur del país, y reunidos en el recientemente fundado “Centro Progreso”, se constituyen comisiones para trabajar en tal sentido, correspondiéndole la presidencia de la misma al Dr. Francisco N. Oliveres. Entre otros, integraban además ese movimiento Braulio Tanco, Fructuoso del Puerto, Fermín Hontou, Luciano Macedo, el Dr. González Hackembruch, Manuel Cacheiro, José Mª Lete, Luis Hierro y Javier de Viana.
A mediados de siglo, se le limitó el pasaje de carga, instalándose mojones de hormigón en ambos accesos

Realizadas las primeras gestiones, se envían representantes a la capital del país a plantearle la idea personalmente al entonces Presidente José Batlle y Ordóñez, quién aprobó el emprendimiento, comprometiéndose a que el estado contribuiría pecuniariamente y con logística del entonces Ministerio de Fomento (hoy MTOP), condicionado a que un gran porcentaje de los recursos necesarios fueran integrados por los vecinos de Treinta y Tres.
Conseguidos los recursos necesarios y aprobado el proyecto técnico correspondiente, luego de los enfrentamientos civiles de la revolución de 1904, se pone en marcha la obra que se finalizó en el verano de 1908.
Ya lastimado de muerte... sin barandas y sin la cubierta de hormigón

Para la inauguración, que según consigna el propio Oliveres en su libro se llevó a cabo el 8 de marzo pero de acuerdo con algunas publicaciones de la prensa de la época tuvo lugar el día 15, se convocó a la población a una fiesta popular donde no faltó ni la música ni el tradicional asado con cuero, y se realizó un acto protocolar en el que hicieron uso de la palabra varios de los propulsores de la idea.

El puente inaugurado en aquella ocasión, estaba construido con madera dura importada de Paraguay, que llegó hasta Batlle y Ordóñez en tren para ser trasladada luego en carretas hasta nuestra ciudad, madera de la que aún se conservan algunos ejemplares siendo los más apreciables aquellos que conforman una escultura realizada por el olimareño Díaz Valdés enclavada junto a la Ruta 8 actual.
El nuevo "puente viejo"

El viejo puente soportó estoicamente el embate de cientos de crecientes durante muchísimos años, pero al final el río lo venció culminando el siglo, llevándose palo a palo en su corriente, hasta que no pudo ser más transitado, a pesar de un par de ambiciosas “reparaciones” que alargaron su final en la gran creciente de abril de 1998, que le rompió definitivamente.
Años más tarde, el municipio asumió la construcción de un nuevo puente, que aunque fue erigido con las más modernas técnicas y materiales, conservó el estilo, medidas y otras características de su antecesor, completando nuevamente la postal olimareña de los tres puentes que tan orgullosamente nos representa en el mundo entero.


sábado, 9 de abril de 2016

Urtubey... un par de correcciones y agregados

El Coronel Urtubey: servidor de la patria y de 33



El Coronel Agustín Cecilio de Urtubey Estrada, caudillo blanco de finales del siglo XIX, exponente destacado de los hombres que forjaron nuestra patria, es otro de los grandes caudillos regionales apenas recordado por la historia local, a pesar de su gran  influencia y participación en los hechos del Treinta y tres de fin de siglo.


Tercer Jefe político y de policía que tuvo nuestro departamento, creador y primer jefe de la “División Treinta y Tres” del ejército revolucionario de Aparicio Saravia, Urtubey era, al decir del periodista Constancio C. Vigil además de un “virtuoso guerrero soldado de la democracia”, un “hombre generoso, humanitario y honrado, noble y meritorio, que agotó gran parte de su fortuna personal entre patriadas y el alivio de las desgracias ajenas”.
Hombre en la paz dedicado a su establecimiento rural de la sexta sección del departamento, apenas con residencia ocasional en la ciudad capital, fue sin embargo uno de los referentes del partido nacional, fundando incluso un periódico y convocando para dirigirlo a su pariente Javier de Viana en 1890, para intentar contrarrestar la prédica política que realizaba el escribano Urrutia desde las páginas de su publicación “La Paz”.

                                            Fue Diputado por el departamento de Minas en la 9ª legislatura, de 1861 a 1864, por corto tiempo en 1875 Jefe Político de Cerro Largo, y más tarde es nombrado Jefe Político y de Policía de Treinta y Tres en julio de 1887, (el tercero luego de la creación del departamento en 1884, sucediendo a Lino Arroyo) recordándose su paso por esa institución por la generación de una serie de edictos de normas de convivencia social que mantuvieron su vigencia por muchos años en la sociedad olimareña, extendiéndose su mandato hasta marzo de 1890.
Agustín de Urtubey, tercer Jefe Político y de Policía de 33
En 1891, es acusado de insubordinarse contra el gobierno establecido del Dr. Julio Herrera y Obes, a la sazón presidente constitucional de nuestro país, en un episodio que generó un clima inusual en nuestro medio, que solamente no pasó a mayores ante su propia actitud conciliadora.
Duvimioso Terra, en connivencia con el General Latorre, exiliado en Buenos Aires, habían planeado un golpe de estado para derrocar al Presidente la noche del 11 de octubre de 1861, para lo cual habían conspirado utilizando el aparato organizado del partido nacional y convocado a muchos de sus viejos jefes. A pesar de haber requerido a Urtubey para organizar la revuelta en Treinta y Tres, éste había negado su participación por estar en desacuerdo con el método, sosteniendo que no se justificaba una lucha armada cuando se habían conquistado en revoluciones anteriores otras herramientas para dirimir los problemas que se cuestionaban, respondiéndole a Terra “condeno el propósito de convulsionar al país con una revolución descabellada”.
Tras el intento fallido efectivizado en la Villa de la Unión la fecha mencionada, Urtubey fue preso e interrogado en nuestra ciudad junto a otros ciudadanos nacionalistas a los efectos de dilucidar su participación en el hecho. Un  interesante folleto publicado por la Comisión Permanente del Cuerpo Legislativo a fines del mismo año titulado “Recopilación de todos los antecedentes que se relacionan con los sucesos políticos producidos la noche del 11 de octubre de 1891 en la Villa de la Unión”, transcribe los mencionados interrogatorios realizados a Urtubey por parte de las autoridades policiales de la época (el Jefe de Policía Joaquín Suarez y el inspector Tte. Coronel Gabriel Trelles), donde el veterano guerrero niega su participación en el hecho y argumenta sus razones para ello.

Su actividad militar


Abrazó la carrera de las armas en 1842, en el departamento de Cerro Largo y a órdenes del comandante Joaquín Diego Pereyra, batallando al siguiente año en los numerosos encuentros que el general Burgueño tuvo con el general Rivera en las inmediaciones de Santa Lucía Chico.
Pocos meses después, Urtubey figuraba en las tropas que vencieron al coronel Camacho, entre las que se encontraban la División Florida y los jefes Burgueño y Dionisio Coronel. En los años sucesivos, siguió prestando sus servicios a las órdenes del comandante Pereyra, haciendo una azarosa, cruenta y larga campaña. Se encontró en el Sitio de Minas, en el que fue rechazado el general Rivera tras tenaz resistencia. Participó en la batalla de India Muerta, una de las más sangrientas de nuestras luchas civiles.
En la campaña de 1851 tomó activa parte, desempeñando importantes comisiones –como la conducción de comunicaciones- para el general Oribe, con inminente riesgo de su vida.
En la revolución armada contra el gobierno del señor Giró, Urtubey, ya capitán, reunió tropas en Minas y se dispuso para la ofensiva. A poco, resolvió órdenes de disolver sus fuerzas, debido al triunfo de los revolucionarios. Promovida la reacción a favor del gobierno de Giró, el capitán Urtubey, comisionado por el coronel Lamas, entrevistó a algunos jefes de prestigio y preparó la reunión de tropas, trabajos que fracasaron por el sometimiento de las fuerzas revolucionarias del Norte.
En la revolución contra el presidente Bustamante, Urtubey militó entre los defensores del poder constituido, en calidad de ayudante del general Oribe.
Oficiales Blancos en la campaña de 1897
En la contienda iniciada en 1857, a órdenes del coronel Moreno, tomó parte en la acción de Cagancha; prestó sus servicios durante toda la administración de Berro, en la que fue investido del grado de teniente coronel, y por consiguiente en la guerra de Flores, que terminó con el sitio a Paysandú y la muerte de Leandro Gómez.
Como jefe superior de la división de Minas, militó en la campaña de 1870, batiéndose con bizarría igual a la de su brava tropa en Severino, Corralito, Sauce y Manantiales.
Formó al lado del general Timoteo Aparicio en la rebelión contra el doctor José Ellauri (En enero de 1875, cuando se produce el derrocamiento del Presidente constitucional José Eugenio Ellauri, el Partido Nacional, con el Timoteo Aparicio a la cabeza se ofrece para restaurarlo, lo cual no fue aceptado.)
Reunió nuevamente tropas al producirse el movimiento del Quebracho, y perseguido y herido en el departamento de Rocha, se internó en Brasil.

En 1896, el heroico veterano nuevamente vuelve a juntar su gente y se pliega al general Aparicio Saravia con la virilidad y bravura de sus mejores años. Lucha en los crudos enfrentamientos anteriores a Arbolito, batalla en la que también participó. Encargado de reunir la “División Treinta y Tres”, de la cual fue su primer jefe, fue rodeado por tropas superiores y hecho prisionero en 1897 junto a los oficiales Basilio Pimienta y Martín Lasala.
Retorna a su vida rural, en su residencia a unas 4 leguas de Treinta y Tres rumbo al paraje conocido con su nombre de la cual ya no quedan ni rastros, pero que mucha gente de edad aún conoció sobre la actual Ruta 19, donde sale el camino para el Paso de Carpintería, (como lo documenta el fragmento de plano adjunto y con aclaraciones), desde donde ya enfermo, ocasionalmente aún participa en alguna actividad social y/o partidaria en nuestra ciudad. Urtubey fallece en el año 1900, de muerte natural, a los 78 años de edad.




Algo de la historia familiar


Su padre, José Agustín de Urtubey y Farías, hijo de José Ignacio de Urtubey y Villaroel y Juana Farías de Sá, nació en el año 1792 en la provincia Argentina de Córdoba. Abrazó la carrera de las leyes, y una vez recibido como abogado es activo soldado de la independencia en su tierra natal.  A comienzos del siglo XIX se enrola en el ejército federal al mando de Artigas y tras él cruza a la Provincia Oriental. Combate luego a las órdenes de Lavalleja en la Cruzada libertadora, y es convocado en el año 1928 para formar parte de la Asamblea Constituyente que redactó nuestra primera Constitución, de la cual es uno de los firmantes.
Agustín de Urtubey Estrada

El 14 de octubre de 1821, Urtubey contrajo matrimonio con María de la Concepción Norberta de Estrada y Viana, viuda de su propio tío Francisco Javier de Viana Alzáibar, (Concepción era hija de Tomás de Estrada Monclá y de Teresa de Viana Alzáibar) con quien había tenido cuatro hijos: Consolación, Tomás, Javier y Agustín de Viana Estrada.
El matrimonio Urtubey Estrada, concibe además otros cuatro descendientes: Ignacio Faustino (26/07/1827), Concepción Melchora, Justiniano y Agustín Cecilio, nacido el 21 de noviembre de 1822, el personaje que recordamos en esta nota.
Concepción de Estrada, al enviudar por primera vez en 1820 a la edad de 34 años (había nacido en 1785), hereda de su marido, que a su vez lo había hecho de su familia, una propiedad de casi 36 mil cuadras en el entonces departamento de Minas, delimitado por los dos Olimares, los arroyos De las Pavas y Averías llegando hasta la Cuchilla Grande y el arroyo de los Ceibos hasta su desembocadura en el Olimar chico, heredad que dirige y administra luego Agustín de Viana hasta su fallecimiento en la ciudad de Montevideo, el 8 de octubre de 1836. Ella, fallecerá muchos años después, en 1878, a los 93 años de edad.
Plano de partición de las casi 36 mil cuadras de Concepción Estrada de Viana en el año 1880

De los hijos del matrimonio Urtubey Estrada, . Justiniano se casa con Clara María Felipa Villegas García de Zúñiga, al igual que Concepción, quien contrae enlace con Diego Langdon, Ignacio hace lo propio con Maria Ignacia Elena Magdalena Gowland de Acevedo, radicándose en la capital del país, y quien fuera el constructor del reconocido “Palacio Urtubey”, señorial mansión ubicada entre las calles Bulevar Artigas, Rivera y Lavalleja, en Montevideo, y que fuera años más tarde residencia presidencial del General Baldomir.
Agustín Cecilio, el primogénito, permanece a cargo de los campos familiares, que, a pesar de haberse realizado las particiones correspondientes en las sucesiones de ambos maridos de su madre, mientras ella permanece con vida continúan explotándose como un todo.
Alterna sus actividades rurales  y obligaciones familiares con un intenso compromiso político, como vimos, que pautará su comportamiento a lo largo de su vida.
Ya cuarentón, se casa con Josefa Oribe y Viana, viuda de Lasala y sobrina de su amigo y jefe Manuel Oribe, con quien tiene cinco hijos: el único varón Agustín, y cuatro mujeres: Adela, Concepción, Julia y María, y muchos de sus descendientes aún caminan las calles olimareñas.

jueves, 7 de abril de 2016

El "don" panchero: Don Rey



¿¿¡¡Qué le vendo…!!??



Cuando hace algunas semanas estaba evocando con nostalgia los ya viejos tiempos de mi primera juventud, dejándome llevar por los recuerdos y traje a la memoria a varios personajes típicos del Treinta y tres de entonces deliberadamente hice a un lado algunos de ellos, quizá aquellos que de una manera u otra marcaron una huella un poquito más profunda en mi propia historia, con el propósito de intentar más adelante recordarles de una manera más particular, más significativa.
Uno de esos casos es, sin dudas, el del “Panchero” Rey, hombre de una simpatía muy particular, hábil comerciante de mirada pícara y sonrisa fácil, y a quien conocí quizá no todo lo bien que hubiese querido cuando ya transitaba los años de su vejez.

Le recuerdo con absoluta claridad, menudo, de voz resonante con su arenga ofertante “¡¿qué le vendo!?” (y lo único que vendía eran panchos), participante infaltable de todas las actividades del pueblo ofertando su mercadería, con sus horarios establecidos y un “circuito” elaborado a conciencia a lo largo de años de experiencia: cuando llegaba o partía el tren, en la estación; en los intervalos entre películas de los cines Olimar y Municipal, y al finalizar la función, en los espectáculos de fútbol en las canchas, en los bailes o las actividades de la plaza, en los horarios de partida de la ONDA, o simplemente visitando sus clientes regulares y algunos puestos fijos de venta, como la Texaco de Areguatí y Meléndez cayendo la tardecita, siempre piloto de su triciclo recorriendo las calles del pueblo ofertando su mercadería con su particular pregón.
Todo el mundo, o al menos la gran mayoría, le conocíamos tan solo por Rey. Los de mi edad, casi todos, le decíamos Don Rey, porque a pesar de su humildad y bajo perfil, él se había ganado el “Don” a base de respeto, trabajo honesto y bondad.
Don Rey con su hijo José

Se llamaba Luis Rey Pereira, me enteraría años después, al leer un extenso reportaje que le realizara Darwin Iguiní (Buby), mediante el cual, además, supe de su historia por sus propias palabras.
En él contaba que nació en la décima sección de Cerro Largo, el 25 de agosto de 1910, y vivió los primeros años de su infancia en una estancia en las costas del Parao donde su madre trabajaba. Más o menos a los diez años de edad, se va a vivir con un tío y su familia  “ocho o nueve primos que eran como hermanos”, comentó, afirmando que siempre lo trataron “como a un hijo más de la familia”.
Apenas pasada la adolescencia, se emplea como mensual en una estancia de 5 mil cuadras en la Quebrada de los Cuervos, que con toda seguridad haya sido la que era propiedad del Dr. Oliveres y que luego parte de ella se convirtió en el área natural protegida que ahora conocemos. En ella realizó todo tipo de trabajos rurales durante muchos años, hasta que decidió salir a buscar fortuna en otros rumbos. Trabajó en las arroceras algún tiempo, en Melo, fue peón, tropero, taipero y carrero, esquilador y alambrador, hasta que regresó nuevamente a la misma estancia donde trabajó primero, ya como casero, peón de confianza y encargado de unos apiarios.
Cuando rondaba los 34 años, decidió formar una familia y se casó, y aunque tuvo intenciones de irse a vivir a Brasil donde la familia de su esposa tenía propiedades, finalmente mejoró su colocación y se quedó en la estancia. Puso casa en Treinta y Tres, y realizó varios trabajos en el pueblo: fue ayudante del agrimensor Ramón Cabrera con el que recorrió buena parte del departamento, pero en la búsqueda de superarse económicamente entró de parrillero en la parrillada “Las Brasas” que quedaba en la esquina de Manuel Lavalleja y Andrés Spikerman. En pocos años, construyó su casa, y para ayudar a parar la olla y “juntar algunos vintenes”, complementaba su trabajo haciendo flores, y ordeñando algunas lecheras, actividad que mantuvo hasta sus últimos días.
Con los panchos arrancó, según el mismo relató en el mencionado reportaje, por allá por el año 54, y a fuerza de trabajo y constancia –y por qué no, astucia y visión comercial-, se vio en pocos años “dueño del mercado” llegando a ser el proveedor de frankfurters y pildoritas de la zona. Con el correr de los años, formó, ayudó y palanqueó a muchos en iniciarse a su profesión llegando incluso a tener 4 o 5 “pancheras” con gente trabajando “a comisión”.

Obviamente que no faltan anécdotas de sus más de 45 años vendiendo panchos. De las solidarias, como darle “un panchito” a algún gurí que veía hambriento sin que este se lo pidiera, o vender “medio pancho”, partiéndolo a la mitad cuando al adquirente no le alcanzaba el efectivo para uno entero, o el famoso cuento que se le adjudica de cuando estaba vendiendo en la estación del tren y se le habían terminado los panchos y cuando comienza a moverse el motocar alguien le alcanza un billete por la ventana y le pide uno, y él, de rápida reacción, introduce el dedo en un pan, lo cubre de mostaza y se lo alcanza acompañando el movimiento del tren que se va… anécdota que quizá sea inventada, pero que es simpática y de mucho arraigo popular.

Don Rey es uno de esos “ilustres anónimos” que merecen recordarse con el paso del tiempo. Fue un ejemplo de trabajo, constancia y perseverancia. Fue un hombre de bien, que estaba orgulloso de su trabajo, de su vida, de sus logros, y fundamentalmente de su familia. “Son gente de trabajo, en cosas honestas, personas correctas, delicadas… hijos ejemplares: ¡¡ahí están para verse!!”, señalaba orgulloso.

martes, 5 de abril de 2016

Fútbol de salón peculiar

Entre “gordos” y “flacos”, un show de solidaridad de los 70


Hurgar en el pasado es, sin dudas, tarea apasionante y que ocasionalmente nos regala sorpresas, ya sea en la consecución de un “dato” relevante, el descarte o la confirmación de alguna teoría elucubrada con pocas pistas, o simplemente el descubrimiento de un testimonio gráfico que pese a ser noticia nueva para el hurgador, esconde una historia particular, un hecho o suceso que merecería ser recordado más detalladamente.
De izquierda a derecha: ¿Isaza? , Néstor Forni, Julio “Colorín” Correa, Walter “Serrano” Abella, Aníbal “Fajita” Martínez, “Italiano” Peralta, “Pato” Sosa, ¿Suárez?, Lewin y Sapere.

Eso me pasó hace algunas semanas, mirando algunas fotos viejas del archivo del Museo Histórico departamental, cuando descubrí una serie de fotografías de un partido de fútbol de salón realizado en el gimnasio del Club Centro Progreso, que tenía la particularidad que los jugadores no eran futbolistas en actividad, y por el contrario, en su gran mayoría gente de mediana edad en la época, de diversas profesiones y algunos poco vinculados al fútbol, y casi todos utilizando algún disfraz.  Este descubrimiento, la verdad, me picó la curiosidad, y tras reconocer algunas caras, comencé a intentar conocer la anécdota detrás de las fotos, algunas de las cuales acompañan estas páginas.
Al fondo, Miguel Angel Gómez a la izquierda y Artigas Lago a la derecha; al frente, Enrique Londinsky y “Pajarito” Rosales.

Según relató uno de los participantes de ese encuentro, la ocasión fue tan improvisada como repentina, y aunque le memoria no le ayudaba a recordar de quien o donde partió la iniciativa, aseguró que todo nació a partir del trascendido hecho público en aquel entonces acerca de las grandes carencias que tenía en su infraestructura y funcionamiento el Hogar de Varones de nuestra ciudad.
Corrían avanzados los años 70, y recientemente se habían construido los primeros dos gimnasios cerrados de la ciudad (en el Progreso y el del Club San Lorenzo) y el fútbol de salón que había comenzado tímidamente, se había convertido en una disciplina popular. A alguien, entonces, se le ocurrió la idea de organizar un beneficio cuyo producido se pudiera volcar a la mencionada institución, e invitando amigos y conocidos se llegó a la conclusión que la mejor posibilidad consistía en organizar un partido de fútbol de salón enfrentando a “gordos” y “flacos”, pero encarándolo más como un espectáculo que como una competencia deportiva.


Se empezó a convocar gente, y la mayoría se sumaron gustosos a la idea. Por el lado del cuadro de los “gordos”, jugaban entre otros, tal como lo muestran las imágenes el óptico Néstor Forni, el comerciante Herman Lewin (el popular “gordo Kizner”), el juez de fútbol “Pato” Sosa, los recordados “Italiano” Peralta, Aníbal “Fajita” Martínez y el “Ñato” Mario Sapere.  Por el lado de los “flacos”, lo hacían Enrique Londinsky (dueño de la tienda y mueblería La Palma), “Pajarito” Julio Rosales, el “Brasilero” Ricardo Petry, “Cheche” Latorre y “La Muerte” Miguel Angel Gómez, según testimonios que hemos podido recoger entre algunos participantes directos del evento y otros que o bien fueron espectadores o bien pertenecientes a la misma generación.
Quizá un poco por el paso del tiempo, otro poco por la modestia de haber relegado a un segundo plano el recuerdo de ese momento solidario, o tal vez por respeto a la memoria de quienes ya no están vivos, que son la mayoría, los recuerdos de los protagonistas consultados no han sido todo lo claros que nuestras intenciones preveían. Sin embargo, en las fotos se puede apreciar además de los mencionados a otras varias personas caracterizadas, formando parte de algunos de los cuadros. Están por ejemplo claramente identificables Walter “Serrano” Abella y el “Colorín” Julio Correa, de túnica blanca el “Tartamudo” Artigas Baltasar Lago y oficiando de juez, de traje y zapatos, el inconfundible Tydeo José Quintana.
Titànica y despareja lucha sin pelota mientras el juez Tydeo Quintana intenta mantener vigentes las reglas del juego y los demás jugadores son sonrientes espectadores de primera plana
Del resultado del partido, ninguno de los consultados se acuerda, porque no era lo importante; si coincidieron todos en asegurar que el propósito por el cual se organizó el evento, fue todo un éxito, ya que se recaudó una cifra muy importante con una concurrencia masiva de público que colmó las instalaciones del Progreso hasta la línea misma que delimita la cancha.
En el otro aspecto que todos los relatos coinciden, además, es en destacar que para los protagonistas, fue un hecho sumamente divertido, ya que “más que un partido fue un show de humor”, como sentenció Rosales, uno de nuestros consultados.
Hubo de todo y valía todo, según recuerdan, y la sorpresa estaba a la orden del día: el “Serrano” Abella, por ejemplo, construyó para la ocasión una honda gigante (que puede observarse portándola en una de las notas gráficas), y en un tiro libro o un penal hacia al arco contrario, fue utilizada para “disparar” el balón: mientras algunos la sujetaban con la horqueta apoyada en el suelo, otros la estiraban y apuntaban para lograr el tiro perfecto.
En un partido lleno de “protestas” jocosas y muchos “tiempos” de descanso y exageraciones (como cuando los “gordos” les daban comida a los “flacos” para que agarraran energía, por ejemplo). En una oportunidad el cuadro de los “flacos” se sintió en real desventaja, comparando los goleros, y aduciendo que era injusto que el arquero rival “tapara” casi todo el arco con su corpulencia, extendió un poncho de paño (seguramente el mismo que en las fotos se le ve usando al “Ñato” Sapere) para cubrir casi todo el arco y tratar de evitar que se le convirtieran goles. La memoria recuerda que pese a ello, se convalidó un gol convertido “con la mano empujando la pelota por la boca del poncho”, con lo que se armó una discusión extendida y una nueva carcajada colectiva festejando la ocurrencia.
En definitiva, se sucedieron una serie de anécdotas simpáticas, todas protagonizadas por este grupo heterogéneo de gente que se combinaron en un emprendimiento solidario, característico además de una etapa de la vida de nuestro pueblo donde la solidaridad y la sana diversión acercaba gentes de diferentes profesiones e intereses.

Muchos detalles del desarrollo de aquella jornada quedan aún sin descubrir, y me gustaría solicitar la ayuda de los lectores para intentar completar lo más posible este relato, así como completar la lista de los “jugadores” de ambos equipos, que está a todas luces incompleta. Por ejemplo, solamente entre quienes aparecen en las fotos, hay dos personas que no hemos podido identificar satisfactoriamente a pesar de las más de 30 personas contemporáneas consultadas al respecto, más allá que a muchos les resultaron “cara conocida” y que varios elaboraron teorías acerca de sus identidades, creyendo reconocer al “Negro” Isaza y al “Mosca” Suárez, pero sin una total seguridad. Sinceramente espero que quienes puedan reconocerles, nos hagan llegar la información.

lunes, 4 de abril de 2016

Casi donde termina el Olimar...

Passano: el italiano que dio nombre a un pueblo



                                             Generalmente cuando hablamos de los primeros pobladores de Treinta y Tres, nos referimos concretamente a los primeros habitantes establecidos en nuestra ciudad al momento de su fundación, en el año 1853, pero sin dudas, la zona que hoy ocupa nuestro departamento, desde mucho antes era habitada por pioneros, en una cantidad que nunca censada y de los cuales no han quedado prácticamente testimonios que les liguen a nuestros días.
                                          Distintos historiadores y estudiosos de la época de las luchas independentistas y de los primeros años del Uruguay independiente, coinciden en informar sobre escasas poblaciones en toda la campaña, pero especialmente pocas en las zonas como la que hoy ocupa nuestro departamento, de las más alejadas en ese entonces de los grandes centros poblados.
                                      Hacia 1830, la escasez de caminos y la gran distancia existente en la zona este del país entre sus ciudades (de Minas a Melo unos 270 kilómetros, o sea unas 54 leguas) hacía que “a pata de yegua”, o en los incipientes servicios de diligencia, se debiera recorrer en varias jornadas, siempre contando con el clima a favor, lo que era un impedimento más para la radicación en la zona.
                                             Abundaban, según los mismos cronistas, los “gauchos” errantes, los indios, matreros, contrabandistas y malvivientes, mucho más que las familias.
                                   Sin embargo, fueron no pocos los decididos aventureros que se lanzaron en ese entonces a la conquista de estas nuevas tierras, la gran mayoría dedicados a emprendimientos ganaderos, y algunos pocos, al comercio, a pesar que poco o nada ha quedado de las vicisitudes  y padecimientos de aquellos en nuestra historia.

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                                   Uno de estos personajes que en los primeros años del siglo XIX arribó a este territorio y dejó profunda huella fue, sin dudas, don Angel Passano, italiano originario probablemente del norte piamontés, que a muy corta edad abandonó su tierra natal desde el puerto de Génova junto a un hermano para probar suerte en el nuevo mundo.

                                          Una de sus descendientes directas, quien amablemente compartió datos, anécdotas, recuerdos y documentos invaluables aunque prefirió guardar el anonimato, relató que la historia familiar transmitida oralmente contaba que los hermanos se separaron al llegar al río de la Plata, y que nunca más volvieron a tomar contacto. Don Angel, según consta en su certificado de nacimiento Angelo Raffaelle Passano Raffo, nacido en Leira el 4 de diciembre de 1813, ya en el año 1830 contando con apenas 17 años, sacó un permiso ante el novel gobierno uruguayo, que le habilitaba para ejercer el comercio en todo el territorio nacional.



                                   Entre los innumerables documentos que conserva la entrevistada bisnieta, figuran algunos de los primeros años de la década de 1830 (1834/36) fechados ya en “Olimar”,  “Parado” y “Artigas” (hoy Río Branco) lo que denota, además su permanente movilidad en la zona concretando negocios. La mayor parte de los documentos, son pagarés emitidos a su favor, que cuentan la historia de un comerciante pujante, en buena relación de vecindad con los afincados en la zona, o relaciones de ventas de artículos de primera necesidad que obviamente eran una especie de “libreta de almacén” donde los clientes retiraban la mercadería y pagaban seguramente con el producido de las zafras ganaderas. Obviamente, Passano tenía una o varias pulperías.
                              Lo concreto es que a mediados de la década del 30, “a media legua de la barra del Olimar Grande con el Cebollatí, en la margen derecha del primer nombrado”, tal lo consigna Oscar Prieto en un completo trabajo de investigación, Angelo Passano se instala con lo que seguramente sea la primer industria de nuestro actual departamento: una grasería de yeguas, donde se producía además del mencionado producto destinado al consumo en el alumbrado público y a la fabricación de jabón, otros productos de exportación tales como cueros de caballos, cerda, huesos quemados para fertilizantes y los vasos de los caballos, en ese entonces muy demandados para la fabricación de botones, elementos todos que se “exportaban” para Brasil por vía fluvial.

                                     La vida de don Angelo Passano, en si misma, estuvo plagada de anécdotas que hoy a casi dos siglos parecen más cuestión de leyenda que espejo de la realidad.
                                 Por ejemplo, su bisnieta nos relató, además, que una vez se hubo establecido en la zona y tras lograr una relativa comodidad económica y estabilidad en sus negocios –recordemos que a la sazón Passano era un hombre joven, de no más de 30 años-, decidió formar una familia, y ante la escasez de candidatas de la zona, al regreso de uno de sus viajes al norte, retornó casado con una indígena, que según la tradición familiar era de origen guaraní.
                                         Con ella, Passano tuvo cuatro hijos, tres mujeres: Ana (casada con Becerra, radicados en Treinta y Tres y madre  –entre otros- del recordado maestro Becerra), Aurelia (casada con Nuñez, quien a principios de siglo XX era peluquero en Vergara) y Rita (quién nunca se casó, a consecuencia según la tradición familiar de haberse enamorado perdidamente del conocido matrero “El Paraguay” un día que casualmente se lo encontró sorpresivamente en el monte del Olimar), y un único hijo varón, Hermenegildo, quien falleció a edad avanzada pero sin dejar descendencia en la zona, lo que generó la desaparición del apellido en el medio.
                                   La industria que generó ese pionero en el primer tercio del siglo XIX que ocupaba sin dudas por lo menos algunas docenas de personas, y la influencia y poderío de su fundador, a pesar que no quedan de ellos más huellas que los recuerdos, fueron seguramente el origen del centro poblado que lleva su nombre, que cada vez más despoblado, aún palpita al sureste del departamento, sin industria, casi sin gente, y sin Passanos

domingo, 3 de abril de 2016

Batalla del Olimar

El Combate del Paso Real del Olimar



El 9 de julio de 1816 se declaró en el Congreso de Tucumán la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, pero en el mismo no fueron representadas las provincias pertenecientes a la Liga de los Pueblos Libres. El constante crecimiento en influencia y prestigio de la Liga Federal atemorizó tanto a los unitarios de Buenos Aires y Montevideo por su federalismo como al Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve por su republicanismo, dando comienzo a la denominada Invasión luso-brasileña que tuvo como resultado la anexión de la Banda Oriental al Reino del Brasil, con el nombre de Provincia Cisplatina.

En agosto de 1816, numerosas tropas luso-brasileñas invadieron la Provincia Oriental con complicidad tácita de los unitarios que se habían fortalecido en la ciudad de Buenos Aires, con la intención de destruir al caudillo oriental y su revolución. Junto a Artigas, participaron en la defensa de su provincia sus lugartenientes: Juan Antonio Lavalleja, Fernando Otorgués, Andrés Latorre, Manuel Oribe, Fructuoso Rivera, entre otros.

Jinetes en la campaña olimareña. Foto de archivo IMTT


Las fuerzas luso-brasileñas al mando de Carlos Federico Lecor, rápidamente impusieron su superioridad numérica y ocuparon Montevideo en enero de 1817, pero la lucha continuó por tres largos años en el medio rural en varios frentes, ya que Artigas le declaró la guerra a Buenos Aires indignado por la pasividad y complicidad de los unitarios liderados por Pueyrredón.

Tras de tres años y medio de confrontación, con el ejército diezmado por sucesivas derrotas, a fines de 1819, la resistencia del ejército oriental al mando del General José Artigas era casi insostenible; el frente de batalla era extenso (la totalidad del territorio actual del Uruguay, la Mesopotamia argentina y el sur del Brasil) y las columnas artiguistas, diseminadas por todo ese territorio, son convocadas a reunirse con la esperanza de reorganizar el ejército y renovar la lucha.

En ese contexto, se produce uno de los últimos y menos conocidos episodios de la gesta artiguista que tuvo lugar en el Paso Real del Olimar, en ese entonces conocido por “Paso de Pereira”, frente a donde actualmente se erige nuestra ciudad.

Enterado de la invasión por el río Yaguarón de dos cuerpos del ejército portugués comandados por Bentos Goncalvez da Silva y Diogo Félix Feijoo, Artigas designa a uno de sus más valientes lugartenientes, el capitán Gorgonio Aguiar, y poniendo a su mando una partida de unos 300 hombres, le ordena vigilar de cerca los movimientos de los invasores lusitanos, y cerrarles el avance hacia el sur del país.

Gorgonio Aguiar, veterano de la lucha libertadora, uno de los hombres de confianza de Artigas que inclusive había formado parte del Gobierno Federal de Purificación y que será posteriormente unos de los firmantes del “Pacto de Avalos”, no hace oídos sordos a la orden recibida, y se pone en camino a su misión.

El año nuevo de 1820, le encuentra acampado con sus fuerzas en la ribera sur del Olimar, frente al Paso de Pereira, llamado así por estar en el límite de las tierras de Joaquín Pereira de la Luz, posteriormente denominado también Paso de Dionisio, y actualmente el Paso Real del Olimar, frente a nuestra ciudad. Inmediatamente, despacha hacia todo el frente pequeñas partidas de investigación que de inmediato regresan con malas noticias: el ejército invasor está cerca y viene directamente hacia el lugar donde están acampadas las reducidas fuerzas orientales.

Se organiza la defensa del paso, y en la madrugada del 6 de enero de 1820, da comienzo el combate, con el ejército lusitano atacando el paso y los soldados de la patria defendiéndole paso a paso con guerrillas cubiertas desde los montes que bordean el Olimar.

La superioridad numérica de las fuerzas de Bentos y Feijoo termina por vencer la bravía de los orientales, y setenta y un orientales son abatidos en combate, según consignó el profesor Homero Macedo en un artículo al respecto sin citar fuentes, aunque otra version tampoco asignada a fuente concreta, expresada por Amílcar Brun en su “Cronología”, informa de sesenta y un bajas.

El resto de los defensores se da a la fuga en retirada hacia la ruta señalada por Aguiar, buscando unirse al grueso de la fuerza artiguista, aunque pocos días más tarde, un nuevo revés en Tacuarembó, el 22 de enero, significaría la derrota definitiva de Artigas, que debió abandonar el territorio oriental, al que ya no volvería. Varios de sus lugartenientes cayeron prisioneros o abandonaron la lucha. Fructuoso Rivera, por su parte, se pasó al ejército brasileño de ocupación.



Según algunas versiones no confirmadas, las tumbas de los heroicos soldados de la patria caídos en el mencionado combate que se llevó a cabo a pocas cuadras de nuestra ciudad, sirvieron años más tarde, tras la fundación de nuestra ciudad, como base para delimitar el primer cementerio de Treinta y Tres, que funcionó en algún lugar del ejido, situándolo Oliveres “a poco más de cien metros del mojón esquinero de la antigua chacra de Miguel Palacios”, que es el que aún se puede apreciar en la plazoleta del barrio Libertad.