martes, 17 de mayo de 2016

El Leoncho, del "doctor" Agustín Yza

Oasis de actividad social en el Treinta y Tres rural del siglo XX

El Club de Leoncho

Pese a que quedan poco más que paredes de un metro de alto delimitando el recuadro donde otrora se erigió el Club Armonía de Leoncho, en la novena sección de nuestro departamento, su breve pero fecunda existencia ha dejado una huella indeleble en todos y cada uno de quienes de una manera u otra fueron partícipes de esa experiencia, casi con toda seguridad única en los parajes rurales olimareños, y me animaría a decir quizá de todo el país.
Apenas algunas ruinas del otrora fastuoso club...

En efecto, en el alto de la Cuchilla de Olmos, en plena zona de Leoncho, a una distancia de unas 5 leguas de Vergara y aproximadamente 4 de la ruta 8 a la altura de los Cerros de Amaro, funcionó durante unos cuarenta años de forma ininterrumpida un club social rural, que fue testigo de la mayor parte de los acontecimientos sociales de ese paraje por entonces numerosamente poblado, que extendió sus influencias a zonas adyacentes un poco más lejanas.
El Club Social Armonía de Leoncho, también conocido popularmente como el “Club de Leoncho” o el “Club de Yza”, fue fundado precisamente a instancias de un destacado poblador de la zona, don Agustín Yza Pérez, y construido por él mismo personalmente con la ayuda de algunos de sus hijos y unos pocos vecinos. El propio Yza, según narraron distintas fuentes consultadas, nucleó alrededor del año 1929 a algunos vecinos con familias numerosas y les convenció de la necesidad de contar con un lugar donde poder desarrollar una actividad social periódica que estrechara lazos en la comunidad y facilitara la buena vecindad y armonía y de esa convocatoria nació el club que según los mismos narradores citados, juntaba entre 5 o 6 familias vecinas varias decenas de personas que fueron el núcleo inicial del mismo: los propios Yza, que tenían 9 hijos, los Batista, que eran otros tantos, los Chaves, los Pimienta, los Piñeyro, los Sosa, también familias de muchos descendientes y otros que con el tiempo se fueron sumando, los Cardozo, Alderete, Salvarrey, Ferreira Chavez, Cuello, Lucas, Quiroga, De León y tantos otros. Fue una verdadera pena enterarnos que hace muy pocos años, los libros de actas y registros de socios del club fueron destruidos por una fatalidad climática, cuando tras volarse el techo de la vivienda donde se les conservaba celosamente resultaron arruinados por el agua y no hubo más opción que desecharlos. Pero sin dudas, de acuerdo a las decenas de testimonios recaudados, en su apogeo el club alcanzó fácilmente el centenar de familias asociadas, la gran mayoría de la zona. El profesor Ferreira Chavez, uno de los consultados, recordó que su padre fue durante algún tiempo el cobrador de las cuotas sociales, tarea que realizaba recorriendo a caballo las distintas estancias de la zona en una tarea que le insumía varias jornadas.


El club, aunque apenas se puede apreciar en las notas gráficas que acompañan esta nota, era un edificio amplio, de aproximadamente 20 metros de largo por 15 de ancho, con su frente presidido por una magnífica puerta de madera de dos hojas y que contaba con dos amplios ventanales vidriados y de exquisito enrejado a cada lado de ella. Al cruzar el umbral, recibía a los visitantes un encerado y lustrado piso de tablas de pinotea amplísimo que tenía rodeado por una galería de bancos que cumplía funciones de pista de baile; unos metros más hacia el fondo se alzaba una alta tarima en dos niveles también de madera destinada a los músicos que amenizaban las reuniones, y sobre el flanco derecho, un prolijo mostrador oficiaba de cantina adyacente a una serie de mesas y sillas que nunca eran suficientes. A cada lado, o sea, en cada esquina del fondo, bien separados, los baños para damas y varones: el de damas, precedido por una amplia habitación usada como “toilette” poblada de espejos, y el de caballeros junto a otra habitación que funcionaba como ropería. Sobria pero completamente decorado, se destacaban amplios espejos en los rincones y una prolija pintura de las paredes le otorgaba la nota de color y prolijidad que su función merecía.
La institución que mantuvo su actividad, según hemos podido establecer, por lo menos hasta el año 1960, y se regía en base a unos estatutos que fueron redactados por su propio fundador Agustín Iza que además era el propietario del terreno donde estaba enclavado, bien pegado a su casa familiar, confiaba su administración y funcionamiento a una Comisión Directiva electa entre los socios, y nuestros entrevistados aún recuerdan con mucho cariño a varios de sus presidentes, Manuel Chaves, Santos Tomás Costa Barrios y Aristóbulo Ramos, entre otros.
Múltiples eran las actividades de la institución, ya que además de las actividades inherentes a este tipo de organizaciones, como la realización de bailes en fechas clave como feriados, fiestas patrias y Carnaval, su tradicional elección de la Miss (que dicho sea de paso tuvimos oportunidad de conocer dos de ellas que aún viven en nuestra ciudad), también eran usadas sus instalaciones para casamientos, cumpleaños, bautismos y confirmaciones, relatándonos algunos testigos que periódicamente concurría el cura de Vergara en su labor pastoral.

Los más populares músicos de la época, tanto de Vergara como de Treinta y Tres, eran contratados para amenizar las actividades bailables. Los más memoriosos recuerdan incluso la presencia en una oportunidad de una orquesta que no era de la zona.
Muchísimas más son, también, las anécdotas recordadas por los entrevistados. Desde testimonios de grandes “campamentos” donde ponían a dormir a los infantes en ponchos y mantas acomodadas en el suelo de algún sulky o de las piezas adyacentes a los baños, hasta la memoria sorprendida de quienes recuerdan a los encargados de darle “bomba” a los faroles a mantilla que iluminaban la noche de Leoncho. De las “montoneras” de sulkys, carros y “cachilas” formado largas filas frente al Club hasta el “piquete” de don Agustín lleno de caballos y el alambrado adornado por decenas de recados aguardando la madrugada y el largo retorno a casa. “Particularmente recuerdo una acerca del comportamiento de una pareja ya veterana que eran de los primeros en llegar al baile”, me confiaba uno de los entrevistados, “que siempre ocupaban una mesa en un rincón desde donde podían observar la actividad, y allí pasaban la noche “relojeando” el comportamiento de los muchachos y muchachas. A eso de las 3 de la mañana, cuando el baile estaba en lo mejor, la doña se perdía por unos minutos y aparecía de mate y termo y se cascaban a matear mientras todo el mundo seguía de bailongo”.

Agustín Yza: un hombre extraordinario

Sin dudas y a pesar que el tema central de estas líneas es dar un pantallazo del insólito Club descrito, es imposible no hacer una mención especial y detallada de don Agustín Yza Pérez, hombre que a medida que se comienza a conocer, destaca innegablemente

Agustín Yza Pérez, español de nacimiento, vino a nuestro país a la edad de 14 años, aproximadamente en el año 1889, con toda seguridad en busca de oportunidades, y contando con alguna parentela en el noroeste de nuestro departamento fue que arribó a tierras olimareñas. Si bien no ha quedado constancia ni siquiera oral de sus primeros años en nuestro país, se sabe con certeza que pocos años más tarde estuvo trabajando en el paraje de la Buena Vista, en las cercanías de Vergara, y todo hace suponer que fue en esos tiempos, ya alrededor de 1900, que conoció a quien sería su esposa, doña Rosa Batista Baudean, hija del también español venido de las Islas Canarias don Andrés Batista. Con ella tuvo sus primeros hijos en los albores del siglo XX, afincándose en un campo de pocas cuadras vecino a la casa de su suegro, comenzando una vida de trabajo intensivo e innovaciones que le permitieron con el paso de los años ampliar sus propiedades y sostener una numerosa familia sin grandes apuros económicos.

Fueron junto a su esposa Rosa padres de ocho hijos. Contando con corta edad, una de sus primeras hijas, Elena, sufrió una enfermedad (quizá poliomielitis) que le produjo invalidez, y el tenaz español sin dejarse vencer por la contrariedad, adquirió varios libros de medicina que hoy llamaríamos “alternativa”: cómo curar con agua, con plantas, con miel, con barro…  los estudió a fondo y confiado en su aprendizaje intentó (aunque sin éxito) curar a su hija. Sin amilanarse tampoco por ello, comenzó poco a poco ejerciendo el arte aprendido en beneficio de vecinos y amigos, ganándose con los años buena fama con sus prácticas curativas que se fue extendiendo hasta traspasar las fronteras de la zona al punto que venían a consultarle enfermos desde lejanos parajes.
Hombre de amplia visión, y convencido de las necesidades básicas del aprendizaje, fue el constructor de la escuela Nº 46 en uno de los límites de su propiedad a pocos metros de su casa, donando además el terreno a primaria en el lugar que hasta el presente ocupa la mencionada escuela, que supo contar con más de 50 alumnos en su época más floreciente.
Pocos años antes, había construido en piedra su domicilio, en el año 1925 tal como reza el cartel sobre la puerta principal de su casa y que se puede apreciar en la foto de esta misma página, e inmediatamente después que la escuela, erigió el Club.

En el transcurso de esos años, además de productor agropecuario tradicional, fue de los primeros apicultores de la zona, propietario de una extensísima quinta de árboles frutales, principalmente cítricos, de los que también pocos rastros quedan. Cuentan los testimonios que mediando los años 50, varios viajes de camión hacía hacia Treinta y Tres don Kapek en épocas de cosecha, cargando cajones y más cajones de fruta.
Ya en épocas cercanas al fin de las actividades en el Club, Yza y su esposa festejan en él sus bodas de oro, ocasión en la que posan junto a toda su familia, hijos, cónyuges y nietos para la única foto tomada en la institución que me fue posible conseguir, y que también publicamos a continuación.

Sin dudas, la historia y la obra de este hombre excepcional, fallecido hace casi 50 en setiembre de 1967, es un ejemplo más de la vida de otras épocas, de los ilustres desconocidos y olvidados trabajadores rurales que construyeron desde su pequeño mundo la grandeza de nuestro Uruguay actual. 


(Articulo publicado originalmente en "Panorama 33" en Mayo de 2014)

lunes, 9 de mayo de 2016

Las leyendas de Dionisio

Dionisio Díaz: la leyenda del Héroe del Arroyo El Oro cumplió 87 años



     Cuenta la leyenda que nunca lloró.
      Según la mayoría de los testigos que le vieron, las lágrimas no existieron para Dionisio ni aquella mañana del 10 de mayo cuando llegó al pequeño poblado “El Oro”, herido y cargando penosamente a su hermanita de casi 15 meses, ni cuando el doctor en horas de la tarde “agrandó” su herida para practicarle los primeros auxilios, y ni siquiera aún cuando, delirante ya en su postrer viaje rumbo a Treinta y Tres al otro día, falleció reclamando que cuidaran a “la hijita”.

     Hasta los hombres más valientes lloran en alguna oportunidad: cuando se quebranta su voluntad, cuando el dolor físico es intenso, cuando se le arrebatan los afectos, cuando se pierden las esperanzas o simplemente cuando se llega al límite de la resistencia física. Como dice el adagio popular, “el hombre cansado, o pelea o llora”. Pero Dionisio Díaz no era un hombre. Era apenas un niño de 9 años, un niño rural, “gaucho”, si se quiere, criado en la rusticidad de la campaña, del “interior profundo”. Un niño que según relata la leyenda, vio destrozada su voluntad, vio sus afectos y su mundo destruidos y tuvo sin dudas su resistencia física al límite, tras caminar más de una legua, gravemente lastimado, portando en brazos todo lo que le quedaba, su preciada hermanita, para regalarle el futuro. Su esperanza estaba intacta.
      Y seguramente fue esa esperanza que alimentó su voluntad, secó sus lágrimas, le otorgó las fuerzas necesarias para vencer el cansancio e hizo superar la tragedia y las perdidas, para concretar lo que hoy conocemos como la “hazaña del Oro o de Dionisio”, y que a continuación relatamos no solo como manera de mantener viva la memoria del hecho, sino también a modo de homenaje a la memoria, el heroísmo y valentía del protagonista del más claro ejemplo de amor fraterno en los anales históricos de nuestro país.

LEYENDA DEL NIÑO HÉROE



         Juan Díaz era un carrero venido a menos, que nació en Montevideo en 1855, se crió en Florida, y terminó mudándose en 1902 con su familia a un campito de 80 cuadras cercano al pueblo El Oro, que había adquirido, en compañía de su esposa María Rosa, cuatro hijos de ésta de un matrimonio anterior, ya adultos, y dos nietos de ella muy chicos: Eduardo Fasciolo y María Luisa, a quien Díaz había reconocido como su propia hija brindándole su apellido.
         Cuando Díaz enviudó, ya los cuatro hijos de su esposa habían abandonado el rancherío: los dos mayores heredaron el trabajo de carrero, el menor de los varones, Marcelo, arrendó un campito cercano y trabajaba por su cuenta y Felicia, la madre de Eduardo y María Luisa, se había casado con Quintín Núñez y formado su propio hogar.
         Durante mucho tiempo, reinó la paz en el rancherío de los Díaz.
         Siendo apenas una jovencita, María Luisa queda sorpresivamente embarazada, y el 8 de mayo de 1920 da a luz a su primogénito Dionisio, a quien su propio abuelo presenta en Vergara días después con indisimulable alegría, al decir posterior de los testigos del momento.
          No se sabe con certeza quién fue el padre de Dionisio. El libro de los maestros Pinho y Rivero, habla con claridad de Quintín Núñez, el marido de la madre de María Luisa; Serafín J García, quien conoció a los protagonistas, se refiere a un contrabandista "de bien ganada fama de valiente"; y Pedro de Santillana, el primer investigador periodístico de los hechos no se atreve a señalar a nadie.
         Pasan los años, la vida rural prosigue con su monotonía y continuidad, y mientras tanto Dionisio crece alegrando el rancherío. Tiempo después, María Luisa inicia amores con un vecino de la zona, Luis Ramos, de quien queda embarazada y tiene a su hija Marina, el 19 de febrero de 1928.
Juan Díaz no veía con buenos ojos la unión de su hija con Luis Ramos, hijo del Zurdo Ramos, su vecino y rival. Su carácter se había agriado con los años, a medida que había visto desaparecer su oficio por la llegada del tren y otros medios de transporte. Y de todas maneras, hay coincidencia en los testimonios en que siempre se trató de un hombre callado y de carácter introvertido. No se sabe bien alrededor de qué giraba la rivalidad entre estas dos personas, pero parece haber sido muy dura. Sumado esto al hecho de que el hijo de Ramos se metiera a vivir en su casa, y empezase a trabajar allí, casi contra su voluntad, habría generado en él un resentimiento muy grande.
Juan Díaz era un hombre callado, bastante bruto según lo pintan, pero bueno, de acuerdo a la mayoría de los testimonios. Luis Ramos –años más tarde- fue el único en definirlo como "un hombre de mala intención".
          La noche del 9 de mayo, al otro día del festejo de los nueve años de Dionisio, Juan Díaz arremetió sorpresivamente contra su hija, la apuñaló varias veces. Según narra la historia oficial, María Luisa se disponía a acostar en la misma habitación que su padre cuando se produce el ataque y Dionisio, intentando cubrirla, recibió un corte en el brazo derecho, uno en la ingle y otro en el abdomen. Llamando a gritos a su tío Eduardo al ver caer a su madre muerta, se hizo tiempo para tomar a su hermanita, y huyendo buscó cobijo en el otro rancho mientras su tío va a enfrentar a su abuelo. Eduardo era rengo. Apenas siendo un niño, le había mordido una víbora y se le debió amputar un pie, y a pesar que él utilizaba uno que él mismo se había hecho de ceibo, utilizaba una muleta para movilizarse.
         Fasciolo se traba en lucha con el atacante bajo un parral que separaba los dos ranchos principales del caserío, siendo gravemente herido. Se arrastra con sus últimas fuerzas hasta el rancho donde se cobijaba Dionisio con su hermanita, y ahí fallece, dejando a Dionisio y Marina solos e indefensos en medio de la oscura noche.
         Nadie más se acercó al rancho donde permanecían los niños. Inexplicablemente, la sed de sangre del matador había sido saciada.
          Seguramente se demora más en contar lo sucedido que el tiempo en que realmente sucedieron.             Si como expresa la leyenda sucedió todo aproximadamente a las 9 de la noche, es fácil suponer que ambos menores pasaron fácilmente 8 horas encerrados en la oscuridad, con frio, miedo, inseguridad, hambre e incertidumbre.
          A la madrugada, apenas asomaban las primeras luces del día que le permitieron armarse de valor para enfrentar el campo abierto y cuidarse del posible atacante, Dionisio opta por dirigirse hasta la seguridad del poblado donde encontraría quien le brindara ayuda. Tras haberse "cortado una grasita" que asomaba de su vientre (verificado por los médicos que lo atendieron después), el niño se envuelve unos trapos sostener la herida, abriga a su hermanita y con su hermanita Marina en brazos, recorre la legua y pico hasta El Oro, a campo abierto y atravesando alambrados, cañadas y cerros y bañados, para arribar cerca del mediodía a la comisaría donde informa de lo sucedido, no sin antes dejar en la casa de unos vecinos a su hermanita para ser cuidada.

         Una vez en la comisaría, se dispara el procedimiento policial, y se pide un médico para atender al pequeño, quien recién es atendido en horas de la tarde por el médico proveniente de Vergara, Antonio Pissano, quien tras practicarle las primeras curas ordena su traslado hasta Treinta y Tres, cosa que no se produce hasta la mañana siguiente. En el transcurrir del viaje, ya a la vista de la ciudad de Treinta y Tres, en las inmediaciones del molino de Perinetti, muere Dionisio a causa de sus heridas, según cuenta la leyenda, sin derramar una sola lágrima.
         Juan Díaz fue encontrado cuatro meses después, muerto en una laguna que alimentaba el arroyo, a pocas cuadras de su casa, sin haberse aclarado nunca en forma concreta la causa de su fallecimiento


Juan Díaz: ¿culpable o chivo expiatorio?

Las “leyendas negras” de la tragedia


         Muchos claroscuros tiene la “historia oficial” de la tragedia de El Oro, pese a que en ella víctimas y victimarios mueren todos, cerrando un círculo perfecto. No obstante, existen en los diferentes relatos diversidad de versiones fundamentalmente en lo que se refiere tanto a los motivos que llevaron al desenlace fatal de aquella noche del 9 de mayo, así como a la identidad del autor o autores de la matanza.
        Muchas anécdotas contadas en voz baja, algunas de contemporáneos y otras incluso provenientes de fuentes oficiales de la época o testigos, difieren en la narración de los hechos, en detalles a veces banales, a veces importantes, al punto que la verdad se convierte más en un acto de fe que en una afirmación contundente.
        Existen al menos un par de “leyendas negras” respecto a lo sucedido, que en realidad son tan sostenibles en su desarrollo como la “versión oficial”, y en ambas la pregunta que prevalece es si en realidad no habría habido más actores en la tragedia, y si la desaparición de Juan Díaz no fue solamente una manera crear un “chivo expiatorio”, de intentar cerrar el círculo sin involucrar a terceras personas en los sucesos.
        La versión oficial extraída de los anales policíacos y judiciales, de la que se han hecho eco la mayoría de los narradores de la leyenda, expone a Juan Díaz culpable de los asesinatos, a causa de haberse vuelto loco y se imputa ese cambio de conducta a diferencias del anciano con Luis Ramos, el padre de Marina, hijo de su “enemigo” el “Zurdo” Ramos, y aún los más maliciosos, presumen celos de Díaz respecto a su hija.
        Sin embargo, y a pesar de ser una de las menos creíbles, una de las versiones que cobró mayor notoriedad en épocas cercanas al hecho, relaciona a Juan Díaz (ex combatiente colorado de la revolución) con el sonado caso del “Crimen de la Ternera”, donde José Saravia contrata sicarios para asesinar a su esposa, hecho sucedido algunos días antes que los de El Oro. Esta versión cuenta que José Saravia habría mandado llamar a Díaz para encargarle del asesinato de su esposa, y al éste negarse y retornar a su casa, manda gente a matarlo para cerrarle la boca, y quienes vinieron a cumplir el encargo tuvieron además que matar a su hija y su entenado que salieron a defenderle. Uno de los argumentos utilizados por los defensores de esta versión, serían los días de ausencia de Juan Diaz de su hogar los días previos al hecho, que suponen se trató de la visita a Saravia, aunque tiene muy poco asidero en otras aristas de los sucesos.

         Otra de las versiones, contada en voz aún más baja, supone de la presencia de alguien más en el rancho en momentos que Juan Díaz regresa a su casa la noche del jueves 9. Nombres se manejan muchos, incluso hasta por parte de historiadores que han escrito acerca de la tragedia: únicamente se coincide en exculpar a Luis Ramos, quien estaba lejos del pago y cuya ausencia en el Oro está fehacientemente comprobada por testigos de la época.
         Esta versión, de la que hay tantas variantes como presuntos culpables, se centra en supuestas costumbres licenciosas de María Luisa, de las que tampoco existen pruebas. Una variante habla que la fiesta de cumpleaños de Dionisio, la noche anterior y pese a la ausencia de Juan Díaz, se celebró con un concurrido baile en el que no faltaron vecinos, policías y parientes. ¿Qué habría pasado si a la noche siguiente, confiado en que María Luisa estuviera durmiendo sola sin saber que el viejo había regresado a su asa, hubiera llegado sorpresivamente un visitante con intenciones amorosas?, se preguntan los defensores de esta versión. Y se responden: muy posiblemente se hubiera “armado lío”, y el viejo peleado con el intruso, su hija que se interpone y cae herida, viene Eduardo y se mete en la pelea, ya en el patio, Dionisio sale y se entrecruza siendo herido, en el medio del entrevero de una noche que como se destaca en la versión oficial era muy oscura.
Víctor Prigue: el taximetrista que trasladó a Dionisio

        Esta misma versión sostiene que si el “visitante” era alguien influyente y con “buenas amistades”, la mejor justificación para ocultar su presencia es culpar al desaparecido Juan Díaz, máxime si, como creen quienes se afilian a esta interpretación, el viejo ya estaba muerto y “fondeado” en la laguna cercana. Esto explicaría, además, algunas “imperfecciones” y cabos sueltos tanto en el parte policial emitido por el Comisario Da Rosa al dar cuenta de los hechos, como en el informe que el Juez de Paz de Vergara Correa eleva al Juez Letrado departamental, donde –según se indica en el libro de Pinho y Rivero-, hasta se cambia el nombre de uno de los testigos que concurren a presenciar el sitio del crimen y se miente acerca que no pudo interrogar a Dionisio porque el doctor le administró “anestesia general” para curarle. Este aspecto está refutado por las declaraciones de varios testigos que Dionisio fue curado sin anestesia, ya que lo afirman tanto el propio médico como el policía Yelós que estaba con el.
        El Dr. Antonio Pissano, quién atendió a Dionisio en la comisaría y realizó las autopsias de los fallecidos, 22 años después de los hechos en un reportaje a la revista “Mundo Uruguayo”, cuenta su conversación con el niño mientras le realizaba la cura, narración que coincide en muy poco con el relato oficial. El médico cuenta que Dionisio aseguró que él estaba durmiendo en otra piza contigua a la de su madre cuando sintió gritos. Al entrar a la habitación vio a su madre en el suelo y sintió ruido de pelea en el patio. Se asomó a la puerta y en eso ve que el “rengo” se acerca al parral y cuando lo ve le pide que le alcance su cuchillo, y que cuando se lo estaba acercando ve que éste caía al tiempo que siente que lo hieren a él. Pissano afirma entre otras cosas que “le preguntamos si sabía quién era el matador y nos manifestó categóricamente que en la oscuridad no había visto, pero creía que era el abuelo”.
        Aún cuando existen muchos detalles más que darían para un amplio debate acerca de casi todos y cada uno de los puntos de la tragedia, sin lugar a dudas todas las versiones son concordantes con respecto a que más allá de los motivos que provocaron los sucesos y por encima de quién fue el culpable del doble o triple asesinato, la hazaña del “pequeño héroe del arroyo El Oro” es de proporciones épicas y está por fuera de toda discusión. Que un niño de apenas 9 años con una peritonitis doble por herida de arma blanca, tras haberse desangrado toda la noche o al menos parte de ella, haya caminado más de una legua con su pequeña hermanita en brazos, es sin dudas un hecho excepcional, y cuya evocación en nuestro país, es hoy sinónimo del amor fraternal en su máxima expresión.