La
campaña olimareña en épocas de la fundación
Secuestro de
esclavos a mediados del siglo XIX
El desolado paisaje del este uruguayo,
concretamente en los vastos territorios que hoy componen el departamento de
Treinta y Tres, fue escenario durante el siglo XIX de múltiples episodios de
sangre, ya sea en el marco primero de la gesta artiguista, en las luchas por la
independencia luego, en los confrontamientos internos o en las sucesivas
invasiones luso brasileñas más adelante, hablando concretamente del plano
militar, pero también en el plano civil ocurrieron hechos que narrados hoy,
cualquier lector desprevenido podría tomarlos como sucedidos en alguna novela
de la conquista del Lejano Oeste norteamericano, cambiando gauchos por
“cow-boys”.
Partidas de malhechores más o menos
numerosas, “matreros” solitarios o en conjunto, milicias de cualquiera de ambos
bandos en conflicto coyuntural, eran dueños y señores de las amplias praderas y
serranías, a pesar de -o quizá a consecuencia- de la reducida cantidad de
poblaciones establecidas en la zona, sumado a los muy pocos establecimientos o
estancias existentes, ya que eran pocos latifundistas los propietarios de tan
vasto territorio.
Tal como se menciona en los argumentos
para la fundación de nuestra ciudad, en el extenso trecho desde Minas hasta la
incipiente Melo, o hasta la fronteriza
ciudad hoy denominada Río Branco, de casi 60 leguas, a mediados de siglo no
existía ninguna población digna de ese nombre, tan solo algunos caseríos más o
menos desperdigados: algunas postas de diligencia que servían asimismo de
parada a las caravanas de carretas tiradas por bueyes que traían los productos
de primera necesidad a la zona, y algunas estancias y “puestos” que apenas
salpicaban intermitentemente el paisaje.
Por ejemplo, uno de los grandes problemas que acuciaban a la
campaña uruguaya una vez terminada la “Guerra Grande”, en octubre de 1851, lo
constituían las bandas y partidas formadas como consecuencia de la
desmovilización de la soldadesca, y el estado calamitoso en que había quedado
luego de más de una década de guerra la campaña oriental, diezmada de ganados y
pobladores. Centenares de brasileros
fundamentalmente venidos de Rio Grande, se venían instalando en los
departamentos fronterizos, sobre todo en los del norte y este del país ya desde
los tiempos de la Guerra de los Farrapos (1835-1845), al punto que en 1851, cuando las únicas poblaciones fronterizas del
Norte uruguayo eran Tacuarembó y Melo, y en el Este, la hoy Río Branco y la
villa de Rocha los territorios de la frontera norte eran estancias en su
mayoría propiedad de brasileños.
Un censo de los propietarios brasileños en la frontera
ordenado en 1850 por el gobierno imperial reveló la situación: frontera del
Chuy, 35 hacendados con 342 leguas cuadradas, 154 propietarios en Cerro Largo y
Treinta y Tres, en el distrito de Cerros Blancos 87 estancieros con 331 leguas,
en Arapey grande y chico, cuchilla de Haedo y Cuareim 281 propietarios. La
lista general de propietarios brasileños en la frontera revelaba la existencia
de 1.181 propietarios que sumaban 3.403 leguas de campo, es decir casi 8
millones y medio de hectáreas. (DA COSTA FRANCO, Sergio. 2001. Gentes e coisas da fronteira sul. Porto
Alegre)
¡¡¡Más de la mitad de las 16 millones de hectáreas que componen el
territorio nacional!!!
En nuestro país, ya desde la propia
constitución de 1830 se proclamaron los primeros intentos abolicionistas, luego
en 1841 el gobierno de Rivera había
aprobado la primera liberación de esclavos, hecho que se complementó desde el
gobierno del Cerrito con la emancipación decretada por Oribe. A pesar que esta
última declaraba que “desde 1814 nadie pudo nacer esclavo en el territorio
nacional” y que “desde la Jura de la Constitución no estaba permitida la
introducción de esclavos”, no todos los afrodescendientes en nuestro país
fueron liberados.
La mayoría de estancieros brasileños
habían traído gran cantidad de esclavos y los avatares de la guerra y las
concesiones que hubieron de hacerse a los “vencedores” brasileños, hacían que
en la práctica, la esclavitud negra no había prácticamente cambiado su situación
en la zona.
Sin embargo, existían en el territorio nacional al final de
la Guerra Grande, gran cantidad de afrodescendientes libres, ocupando puestos
de trabajo asalariado o viviendo en pequeñas poblaciones “de negros” o
minifundios desparramados por casi toda la campaña. A ellos se sumaban, casi
constantemente, decenas de esclavos que aprovechaban
las coyunturas bélicas para fugar a territorio oriental ,
principalmente de Río Grande del Sur donde aún persistía la esclavitud colonial
en todo su apogeo (en Brasil recién fue abolida en mayo de 1888).
Mientras tanto, los estancieros brasileños habían logrado
evadir las leyes de abolición uruguayas, ingresando sus “negros” con formas de esclavización encubiertas bajo el genérico y
amplio nombre de "contratos de trabajo" de 15, 20 y más años de plazo
(Barrán y Nahum,
1971), que jurídicamente tenían validez pero que en la práctica
era la continuidad del suplicio de
quienes volvían a su calidad de esclavos al retornar a tierras
brasileras.
Así estaban las cosas en las épocas de la fundación de
Treinta y Tres a este respecto. En 1853, el todavía presidente Giró, atento a
esta situación, aprobó una ley limitando estos contratos, liberando a los niños
nacidos de las personas ingresadas mediante ese sistema, y declarando piratería
el tráfico de esclavos.
Como consecuencia de todo esto que hemos detallado, uno
de los “negocios” de los bandidos fronterizos, era venir a tierras uruguayas a
“cazar esclavos” y llevarlos a Río Grande para venderlos o retornarlos a sus “dueños”
originales a cambio de una recompensa. Casi impunemente, bandas de estos
“cazadores” recorrían leguas y leguas en busca de sus botines.
Registros de reclamos diplomáticos entre ambos países,
dan cuenta con creces de lo común que era en una época esta práctica, inclusive
destacando que había distintos grupos con diferentes “especializaciones”:
estaban quienes capturaban a todas las personas de color que pudieran, los que
solamente se dedicaban a “robar” niños y bebés nacidos libres por ley en nuestro
país para anotarlos como hijos de esclavos en Brasil y así convertirlos en
esclavos “legales” brasileros, o también los que secuestraban solamente hombres
y mujeres en su plenitud laboral, despreciando a niños y ancianos y muchas
veces abandonándoles a su suerte.
En su libro “Antes y después de la Triple Alianza”, Luis
Alberto de Herrera da cuenta de varias de estas situaciones acaecidas en
nuestro actual departamento.
En efecto, entre los múltiples reclamos que hace el
gobierno de la época al de Brasil, se encuentra por ejemplo el caso de “Domingo
Carvallo”, “negro libre de entre 50 y 60 años” arrebatado de un puesto de la
estancia del coronel Marcelo Barreto el 24 de marzo de 1854, por una banda
compuesta por los brasileros Feliciano do Povo Novo, Marcelino, Firminio y
Albino. Según pudieron averiguar las autoridades uruguayas y que consta en la
reclamación, Carvallo fue llevado a la ciudad de Río Grande, donde puso
evadirse de sus captores para refugiarse en el Consulado uruguayo de esa
ciudad, quienes elevaron el caso a la justicia brasileña. Ante ella, Carvallo
narró sus peripecias, haciendo hincapié que sus raptores habían asesinado
además a otro negro que se resistió a ser capturado. El reclamo de la
cancillería uruguaya, finaliza pidiendo explicaciones, destacando que “los
criminales plenamente identificados no habían sido ni eran perseguidos” y que
“la Legación tiene conocimiento que Carvallo continuaba en su depósito de
esclavitud, sin haberlo devuelto al territorio uruguayo”.
Otra de las reclamaciones mencionadas por Herrera
referidas a sucesos acontecidos en esta zona, dice textualmente que: “El 4 de
enero de 1850 fue salteada en la Costa del Olimar la casa de la mujer Anacleta
Olivera, por José Saraiva (vecino de Moscardas) acompañado por Martín Chavarría
y tres individuos de la familia Silveira vecinos de Carpiva. Se apoderaron de
Anacleta Olivera, la amarraron y la colgaron de las manos de las maderas del
techo de la casa, dejándole allí y robándose a sus tres hijos: Inés Josefa, de
13 años, Cleto Marcelino, de once e Higinio, de tan solo siete años”.
“Apoderados de estas criaturas – continúa la reclamación-, se embarcaron en
canoas y descendieron el Olimar y después el Cebollatí y entraron en la Laguna
Merin viniendo a desembarcar con sus presas en la Capilla del Taulin. En ese
lugar pusieron en venta a los tres infantes”.
Según prosigue relatando el documento, la propia madre
tras librarse de sus ataduras siguió la pista de sus atacantes en pos de
rescatar a sus hijos, pudiendo encontrar a uno de ellos, que rescató y trajo de
retorno a su casa, conociendo por su relato no sólo todos los detalles de lo
vivido por ellos, sino la filiación de los autores del crimen, a quienes
denunció ante las autoridades brasileñas con el respaldo del Cónsul uruguayo.
El escrito continúa reclamando “conocer el destino de los otros dos hijos de
Anacleta y restituirlos a su madre” y además exige de las autoridades
brasileras “el cabal cumplimiento de su deber, evitando que queden impunes los
autores, bien conocidos, de esta barbarie”.
Por otra parte, existen también casos en los que nunca
más se supo nada de las víctimas, como por ejemplo el del secuestro el 20 de
abril de 18 58, de la afrodescendiente oriental, Emilia, de 30 años, y sus dos
hijos menores que solo se supo que fueron trasladados a Jaguarón, al igual que
el del “moreno” Juan Vicente, nacido en Cerro Largo de vientre libre, soldado
en el ejercito oriental al mando del capitán Gutiérrez, y que sirviendo como
policía fue capturado por una partida del ejército brasileño que se retiraba en
1852 (al finalizar la Guerra Grande) y conducido por el capitán Oroño a una
casa también situada en Jaguarón.
Estos son solamente algunos ejemplos bien documentados de
este tipo de hechos, aunque la prensa nacional denuncia decenas de casos
similares en toda la frontera uruguayo-brasileña hasta por lo menos la década
de 1860.
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