Actuación de la 3ª División Revolucionaria en la Campaña del 97
Narrada por su
Jefe Coronel Bernardo G. Berro
Publicada originalmente en 10 entregas en el semanario “La Revista Uruguaya” Mayo/Julio 1905, dirigida por el Dr. Luis Santiago Botana. Transcripción que intenté fuera lo más fiel posible...
Treinta y tres, marzo 17 de 1898
Doctor Don Luis Santiago Botana,
Montevideo.
Querido Luis:
Van los apuntes que me pides. Si alguna
injusticia se cometiera en ellos, lo que no creo, sería hija de mi mala
memoria, nunca de falta de voluntad para mis compañeros de la 3ª División, tan
valientes y sobre todo tan sufridos, tan honrados, tan patriotas que en el
Estado Mayor no se tendrá conocimiento, por faltas cometidas en el ejército y
fuera de él, más que del arresto pasajero de un teniente.
Debido al valor y sufrimiento de esos
compañeros se ha reflejado en mi, algo de su valor y sus virtudes. Para ellos
el honor y la gloria, para mí, el grato recuerdo de haber hecho poco, muy poco
por la patria, pero todo lo que podía…
Tengo a la vista tu carta de fecha 28 de
febrero próximo pasado. Empiezo por decirte que no me parece correcto el
tratamiento de “V.S.” y “Señor Jefe” que me das. Yo no debiera ser para ti más
que el Bernardo querido y distinguido por tu padre, como tú no eres, ni serás
nunca, más que “mi querido Luis”.
Me pides planos de una batalla y yo no te
los puedo dar, porque mí tiempo lo empleo en pelear y cuidar a mis soldados: no
tengo la doble vista, ni la de águila que poseen algunos. Te relacionaré a la
ligera -porque no tengo tiempo ni secretario, como tu crees, para escribir,
largo, tendido y correctamente-, algo de lo que se refiere al proceder de la 3ª
División que tuve la honra de mandar.
Tuyo, Bernardo G. Berro
1
Era el 12 de marzo de 1897, y el que
estas líneas escribe, jefe de la escolta de su amigo el Coronel don Atilio
Pigurina.
A las 11 de la noche, llegó al campo el
mayor Urán, trayendo la orden de replegarme a la plaza. Pregunté a Urán que
noticias particulares tenía y me contestó: “lo que se dice en el pueblo es que
Aparicio ya ha invadido y que viene por la Cuchilla Grande, en dirección a Nico
Pérez”.
Hice formar, ordené a Urán fuese a buscar
algunos blancos que hubiese en lo de Quintela, y, como el comandante y los
oficiales del primer escuadrón eran colorados y ese escuadrón estaba armado a
máuser, hice formar mis lanceros a pie en el flanco izquierdo y me fui a buscar
una guardia de doce hombres, los únicos de mi confianza que tenían arma de
fuego. Le di orden al teniente Baudean de que, cuando yo volviese con la
guardia, si aquellos hombres no me obedecían después de yo hacerles una
descarga, los cargase a lanza que nosotros, descargadas las armas, cargaríamos
a sable.
Volví con la guardia, formé al frente del
primer escuadrón y llamé a su comandante, teniente 1º don Ramón Etchart,
mientras yo me adelantaba solo a recibirlo, cuando llegué a donde estaba él,
que venía desconfiado y de mala gana, me tiré del caballo, lo tomé fuertemente
por una mano, y le dije: “Soy blanco y me voy con los míos, pero en atención a
las distinciones que el coronel Pigurina ha tenido conmigo, voy a permitir a
Ud. y a todos aquellos que no quieran seguirme que se retiren con sus armas”.
Mandé dar dos pasos al frente a los colorados, e hice desfilar a la izquierda
por retaguardia a los que se resolvieron a acompañarme.
Coronel Bernardo Berro |
Entonces el teniente Etchart y todos los
colorados que lo acompañaban prorrumpieron en vivas al comandante Berro y
mueras a la canalla. Dejé a Etchart con 18 hombres en atención a mi amistad con
el coronel Pigurina.
Al otro día, 13, estaba, al salir el sol,
en la estancia de Urtubey. El coronel se resolvió a marchar con unos 10 o 12
hombres que tenía reunidos, y ese mismo día nos incorporamos al general
Saravia, con 80 hombres que yo llevaba y más los doce de Urtubey. El General me
dio un cariñoso abrazo, recordando mi vieja y estrecha amistad con su malogrado
hermano Gumersindo. Me dijo que sentía que les hubiese dejado las armas a los
18 soldados, y después que le hice conocer los motivos, aprobó mi conducta.
Presente el Coronel Urtubey, quiso el General darme algunas órdenes; entonces,
dije a este último: “Señor General, desde este momento me pongo a órdenes del
Coronel Urtubey, que es un patriota y una bandera para nuestra causa”. Desde
ese momento, el Coronel Urtubey fue el Jefe de la 3ª División y yo su segundo.
El día 18, aumentada la 3ª División a 200
hombres, mandó el General en comisión a Tomás Borches, Antonio Mena y un cuñado
del general, a cortar a Derquin y Gumersindo Collazo, que habían salido de Melo
el día antes, buscando la incorporación de Muniz.
2
El día 19, marchamos de mañana temprano
en dirección al Arbolito, y como una legua antes me mandó llamar el general y
me dijo: “Coronel, ahí está el enemigo; pero Derquin se ha entregado con un
carro de municiones y la fuerza de su mando: saque todos los tiradores de su
división, que este día va a pelear con el coronel Mena”. Entonces le dije:
“Pero, señor general, ¿voy a órdenes del coronel Mena?” – “No señor, me dijo:
va usted a desplegar por retaguardia de la cabeza, apoyando la derecha de sus
tiradores en la izquierda del coronel Mena”.
Di cumplimiento a lo ordenado, llevando
15 lanceros a órdenes de los oficiales Juan Francisco Ferrer y Teodoro Berro.
Marchamos en dirección al Este, dejando la casa de Amilivia a la derecha: al
enfrentar a ella, variamos a la derecha e hicimos alto un momento; seguimos con
rumbo al Sur y atamos los caballos en un alambrado, adonde ya llegaban las
balas del enemigo. Allí quedaron los oficiales Ferrer y Berro con los quince
lanceros de referencia para cuidar los caballos, ponchos, etc., y alcanzarlos
después su fuese conveniente. Haciendo fuego, dimos un medio cuarto de
conversión a la derecha y vi caer al viejo y valiente mayor Floro Sabattel, gravemente
herido. El fuego enemigo en ese momento era muy nutrido. Los soldados de mi
izquierda flaquearon algo, sin avanzar con la decisión que yo les requería.
Mandé a mi ayudante Barrios que lancease a unos que se escondían detrás de unas
piedras en vez de seguir el movimiento de avance, acometiéndolos yo con la
espada para volver a media rienda sobre la derecha de mis tiradores, que desde
ese momento pelearon como bravos: fue un bautismo de fuego que honraría a
verdaderos veteranos.
Avanzamos al Oeste bajo un fuego
mortífero y casi agotadas nuestras municiones, cuando el valiente coronel Mena
me gritó: “Coronel Berro, se me ha concluido la munición”, y, dirigiéndose a
sus soldados, les dijo: “desgraciados, corran a tomar sus caballos porque se
han agotado las municiones”. A mí ya no me quedaban más que ocho o diez hombres
que las tuviesen: con ellos inicié la retirada, cuando ya iban huyendo muchos
soldados y algunos jefes y oficiales, que en vez de protegernos y llevarse por
delante al enemigo que flaqueaba, nos abandonaban cobardemente. Allí me
balearon el caballo cuando me retiraba haciendo fuego con un wínchester, y
después de haber marchado unas tres o cuatro cuadras, empezó a temblar y cayó.
Salí yo con el freno en la mano, y fui hasta donde estaba el coronel Urtubey, a
la cabeza de 80 lanceros que no prestaban ni siquiera el servicio de alcanzar
un caballo al segundo jefe de la división, quien anduvo enancado en el caballo
de su ayudante hasta encontrar un jamelgo miserablemente enalbardado, y así fue
a buscar a su general y a sus hijos Pedro y Carlos, que venían en retirada
hacia la casa de Amilivia, y Teodoro, que andaba con el alférez Ferrer
allegando caballos a nuestros pobres compañeros que bajo un fuego vivísimo se
retiraban muertos de cansancio, en tanto que el valiente oficial Cirilo Garrido
me dijo en presencia del coronel Urtubey y sus lanceros: “Coronel, mándeme un
caballo, porque me muero de cansado, no puedo más” Puedes figurarte lo que le
contestaría quien estaba a pie y pidiendo al coronel Urtubey, su superior, que
le hiciese llevar el recado hasta la caballada.
Encontré a mis hijos, pero no a mi
valiente y querido general que, sabedor de la muerte de su hermano, se había
corrido a la derecha y de allí me mandó decir que me retirase en dirección al
paso del Tacuarí. Yo tenía todos mis tiradores reunidos y a caballo: yo mismo
había mudado en la caballada y ensillado con mi recado que me lo trajeron los
soldados Loreto Medina y Aurelio Martínez; ya los lanceros que habían estado en
comisión se me habían reunido, cuando me encontré con el coronel Mena, que
también ayudaba organizando su gente, y me dijo: “Coronel, traiga su gente
organizada, porque si estos nos persiguen y usted piensa como yo, debemos darle
una carga de lanza conforme salgamos a campo raso, y verá si vamos a llevar por
adelante a esos maulas”. De acuerdo en un todo con mi compañero y amigo el
coronel Mena, nos retiramos prontos y con opinión hecha de cómo deberíamos
obrar, pero nadie nos persiguió, y a nuestra retaguardia, hasta una legua del
campo, no se veían amigos ni enemigos, con excepción de uno que otro hombre
bien montado, que nos siguieron unas cuadras haciendo algunos disparos. No es
cierto que Derquin viniese a nuestra retaguardia hasta ese momento: después
podrá haberla tomado en nuestra izquierda – derecha antes de nuestro cambio de
frente en retirada, pero entonces no.
3
En esa acción se distinguieron por su
valor y serenidad en la pelea el capitán Pedro J. Berro, el distinguido Carlos
A. Berro, el teniente 2°. Garrido, el mayor Floro Sabattel, que salió
gravemente herido, muriendo de resultas. Se portaron como buenos el sargento
mayor don Manuel Urán, los tenientes 1os. Francisco Baudean é Isabelino
Barrios, mi ayudante, que no se separó de mi más que para desempeñar las
comisiones que le ordené, y los alféreces Teodoro Berro y Juan Francisco
Ferrer, al primero de los cuales le hirieron tres caballos. Salieron heridos el
capitán Pedro J. Berro, el mayor Floro Sabattel, el teniente Cirilo Garrido, el
sargento Benjamín Serna y los soldados Antonio Cañas y Ramón Santurio.
Pasamos el Tacuarí, y fuimos á campar del otro
lado de Melo, siguiendo después hasta Aceguá, donde permanecimos varios días
sin que nadie nos incomodara. El objeto principal era mandar nuestros heridos
al hospital de Cuchilla Seca y hacernos de algunas municiones.
De allí mandó el general algunas personas
con licencia y otras en comisión, pero tuvimos también
muchas deserciones de jefes, oficiales y soldados. ¡Lástima que hubiesen
formado con nosotros hombres indignos de ostentar nuestra divisa y de ser
mandados por Aparicio Saravia!
¡Sí!; lástima grande que formaran con
nosotros los desilusionados y pusilánimes que entonces se fueron; con nosotros,
hombres humildes, ¡pero orgullosos ciudadanos que habíamos jurado morir por la
patria antes que abandonar la causa santa por que luchábamos!
De Aceguá marchó en comisión el coronel
Urtubey: iba, según me dijo el general, á influir con Derquin y Borches para
que se incorporaran al ejército, y no llevaría más de doce hombres; pero lo
cierto es con él se fueron esa noche más de treinta hombres, entre ellos
algunos jefes y oficiales de verdadero mérito, y que, culpables ó no, el
ejército perdía con ellos un importante concurso. Ese mismo día se me desertó
el comandante.
Después tomamos rumbo al Río Negro, y
cambiamos dirección hacia Tupambaé, por cuyas alturas se nos incorporó el
coronel Lamas, siguiendo hasta las puntas del cerro Largo. El 1º de Abril
alcanzamos á Otazo, y, habiendo ido á visitar yo al general bajo una lluvia
torrencial y estando departiendo con él, vino un vecino á avisar que Muniz se
hallaba cerca, carneando. Inmediatamente se tocó á ensillar; pero los vaqueanos
eran malos, y nos llevaron á una picada por donde no podía pasar más que un
hombre de frente. El general mandó de vanguardia al coronel Mena, valiente jefe
y distinguido amigo mío, pero á quien no le correspondía esa comisión, porque
no era él el jefe de la división del departamento donde se operaba; y a los
jefes de división se nos había prometido que haríamos la vanguardia en nuestros
respectivos departamentos.
Después pagué bien la falta de confianza
ó el olvido de mi general. Perdimos de alcanzar á Muniz ese día, porque las
descubiertas, fuese quien fuere el que las mandó, no se hicieron en forma.
Habíamos campado á dos leguas de donde estaba Muniz campado y carneando,
después nos llevaron á una picada por la que se necesitaban horas para pasar.
Llegamos tarde al campamento de Muniz en
las puntas de Leoncho, encontrando reses carneadas y ranchos muy bien hechos
que nadie había utilizado: el enemigo con su gente iba en marcha precipitada
con rumbo al paso de los corrales.
El día 2 de Abril lo perseguimos sin
descanso hasta los Ceibos; pero el hombre iba á marchas forzadas y se nos fue por
el paso de la Laguna, del río Olimar, mientras nosotros vinimos a pasar el
mismo río á las 11 de la noche en el paso real de la villa de Treinta y Tres.
Seguimos a marchas forzadas hasta Retamosa.
Habíamos pasado el paso del Rey del
Cebollatí y lo repasamos en una picada
para el Norte. Volvimos á repasarlo en el paso del Sarandí del mismo río y
marchamos de noche hasta cerca de la Manguera Azul adonde llegó en comisión el
comandante Juan José Muñoz, quien volvió con la noticia de que Vergara se nos
había ido, ó, más bien dicho, lo habíamos dejado ir, y que un ejército numeroso
venía en marcha sobre nosotros.
Esa misma noche retrocedimos, llena el
alma de desencanto por el mal resultado de la operación.
4
Repasamos el Cebollatí y marchamos hasta
las Pavas y allí se nos incorporó el coronel Lamas por segunda vez, con 380
hombres: el resto había quedado con el traidor Núñez y otros que no se llaman Núñez,
pero que obraban de acuerdo con él.
A los pocos días estábamos en San Jerónimo,
departamento de la Florida; tomamos unos cuantos prisioneros de una policía y Julio
de Barros se tiroteó con la vanguardia de Muñoz. El general me ordenó proteger
á Mena, que estaba en el paso de la Tranquera, de Santa Lucia chico; que
marchara a trote y galope y forzáramos el paso, adonde, según le habían
avisado, se dirigía una fuerza numerosa del gobierno. Marché á trote y galope y
pasamos el paso sin encontrar el anunciado enemigo.
El día 16 de abril campamos en el cerro
Colorado. A poco de haber desensillado, vi que algunas divisiones ensillaban, y
en seguida vino el ayudante Rodolfo Ponce de León, y me dijo: “Coronel, ordena
el general que marche inmediatamente á trote y galope al lugar del fuego” (ya
se sentían algunos tiros. Di cumplimiento á la orden, dejando á retaguardia dos
divisiones que estaban á mi vanguardia y tomé una posición magnifica detrás del
terraplén de la vía férrea a Nico Pérez. A mi derecha entraron después el
comandante Juan José Muñoz y el coronel Marín con gente de las divisiones de
Minas y San José, más a la derecha estaba el coronel Lamas con poca gente y una
·partida de Juan José Muñoz en observación: y á la izquierda el general Saravia
con las demás divisiones.
La infantería enemiga avanzó de frente hasta una cañada que había a nuestro frente y de allí nos hizo un fuego vivísimo, hasta que apareció una fuerza dé caballería, poca, que no era más que el estado mayor con Domínguez á la cabeza. Estos vinieron hasta la citada cañada, la vadearon, amenazaron una carga hacia donde estaba el general y cambiaron de dirección á la izquierda, esto es, hacia dónde yo me encontraba.
Pareciéndome que traían una bandera de
parlamento, mandé suspender el fuego, subí al terraplén contra las súplicas de
mi gente y enarbolé mi pañuelo blanco. Se me recibió á mi subidla al terraplén
con una rociada de confites; mandé romper el fuego y la caballería enemiga
repasó la cañada para el sur en dirección a unos ranchos, llevando cuando menos
un herido o muerto que vimos caer a nuestro frente.
Ese día conocí que el comandante Juan
José Muñoz era un buen compañero: desde entonces tomamos parte juntos en varias
peleas, siendo siempre buenos amigos. ¡Que Dios dé á la patria muchos
ciudadanos como el comandante Muñoz, modesto, de valor sereno, honrado y patriota!
Esto es poco en relación a las ponderaciones que hacen personas autorizadas de
otros que el comandante Muñoz y yo conocemos bien. Yo prefiero para mi patria
ciudadanos como Muñoz a algunos que conocemos y han sido, por quien no debía,
ponderados oficialmente.
De tarde recibí orden del coronel Lamas
para retirarme en dirección a la estancia del cerro Colorado, dejándola á la
izquierda, cuando ya se habían retirado algunas otras divisiones. Dimos
cumplimiento á la orden marchando en batalla al tranco, dando frente al enemigo
de trecho en trecho y en el más perfecto orden de escalonamiento. Al rato
marchábamos en columna para el paso de Mansavillagra, que pasamos, y acampamos
al Norte. Yo acampé á la derecha del paso, hice carnear tres vacas, di de comer
á mis soldados, y después dormimos tranquilamente.
En Cerro Colorado no tuve más que un
muerto y ningún herido: las posiciones eran inexpugnables.
Nos dirigimos al Norte del Río Negro,
pasando en el paso de Pereira, y, después de algunas marchas y contramarchas,
incorporado ya el coronel Jara con la división de Cerro Largo, Celestino
Alonso, el comandante Vélez, Acevedo Díaz, mi hijo Pedro, que venía del
hospital de Cuchilla Seca, y otros.
El 14 de Mayo por la mañana marchamos del
arroyo de la Coronilla en dirección á Cerros Blancos, yendo mi división de
servicio cubriendo la retaguardia del ejército. Cerca de Cerros Blancos recibí
orden de hacer replegar las caballadas y no dejar salir a nadie por los
flancos, porque el enemigo estaba cerca. Inmediatamente mandé dar cumplimiento
a lo ordenado por el estado mayor y mandé á mi ayudante don Antonio Prieto á
decirle á mi general que me permitiera entrar en línea con mi división, porque
por retaguardia no había peligro y yo quería como siempre, entrar en pelea.
El general, accediendo á mi pedido, me
contestó que podía replegarme, tomando el lugar que me correspondía en la
columna. Para hacerlo, tuve que marchar á trote y galope hasta que alcancé la
primer división, que había cambiado de dirección al Oeste para dar frente al
Norte, y le dije al comandante Basilio Muñoz, hijo, que allí mismo debía dar
frente al enemigo para yo apoyar mi derecha sobre su izquierda, porque faltaba
la división 2ª y la 4ª venía á retaguardia. Inmediatamente de pasar al frente
de la columna di frente á la izquierda y en orden de batalla avancé un par de
cuadras para ocupar unas posiciones que me parecieron ventajosas, las que ocupé
efectivamente bajo un fuego nutrido y sin advertir que las divisiones 1ª y 4ª,
que debieran haber entrado á mi izquierda, habían quedado un par de cuadras á
mi retaguardia, lo mismo que el primer escuadrón de mi división, que comandaba
el teniente coronel don Francisco Ledesma.
Tuve, pues, que abandonar aquella
posición bajo un fuego mortífero y con las bajas del valiente y leal capitán
don Pedro Garat, del patriota teniente don Fructuoso del Puerto y soldado
Eustaquio Cuello, que cayeron el primero mortalmente herido y los otros de
alguna gravedad. Volví á entrar en línea, apoyando mi derecha en la 4ª
división, mandada por mi valiente compañero Juan José Muñoz.
5
Por nuestro frente desfilaron en retirada
todas las infanterías de Villar, haciendo excelente blanco para nuestros
tiradores: se dirigieron en marcha precipitada hacia una sierra que nos quedaba
a la izquierda, cuyo rumbo ya habían tomado otras fuerzas enemigas, en columna
algunas y en desorden otras.
El comandante Muñoz reservó los tiros de
sus carabinas rémington, de acuerdo conmigo, para la retirada, que preveíamos obligada
una vez que el enemigo se apercibiese del agotamiento de las municiones, en la
izquierda mucho más, cuando ya se notaba que aflojaban nuestros fuegos en la
derecha, que al principio eran nutridos. Sucedió lo que preveíamos: los fuegos
de nuestra derecha fueron debilitándose hasta cesar completamente. Mis
tiradores habían quedado a cuatro cartuchos, que les hice reservar como defensa
personal, y, por consiguiente, ya no hacían fuego más que algunos hombres de
Muñoz.
Recibimos orden de retirarnos en esos
momentos, cuando el enemigo apercibido ya de la escasez de nuestras municiones,
volvía sobre nosotros. El comandante Muñoz tomó nuestra retaguardia,
tiroteándose con el enemigo un rato antes de anochecer. Íbamos en dirección al
paso de hospital.
Ya cerrada la noche, alcancé mi general
en las inmediaciones á una casa de comercio. Luego que me saludó, me dijo:
- Coronel, necesito que Vd., Mariano y
Basilio Muñoz se encarguen esta noche del flanqueo y retaguardia del ejército,
no sea que estos locos (se refería á la gente de Villar) les dé por hacernos
una diablura, entonces, le respondí:
- Voy a dar cumplimiento, general; pero
para salvar responsabilidades, debo hacerle presente que mi división entró de
servicio antes de ayer y por eso viene mal dormida y fatigada.
- Bueno, coronel, tenga paciencia,
repuso: Yo deseo que V d. preste ese servicio.
- Se cumplirá lo ordenado, señor general;
buenas noches.
- Coronel, haga encender algunos fogones
para que vean esos enemigos que no les tenemos miedo y para que no se nos
extravíen algunos hombres.
La noche era obscura; marchábamos
haciendo paradas y soportando una lluvia torrencial. Tenía que recorrer
personalmente y hacer recorrer por mis ayudantes la línea de flanqueadores,
porque, aunque iban a cargo del comandante Francisco Ledesma y de los sargentos
mayores Marta y Denis, la gente se me dormía, perdía la distancia, se venía
sobre la columna o se alejaba demasiado.
A retaguardia de mis flanqueadores traía
un retén de gente de confianza. Fui así de servicio hasta las Tres Vendas, en
la frontera, adonde llegamos al otro día lloviendo. Al rato de campar, se tocó
a ensillar y el ejército se puso en marcha.
Al llegar a la Cerrillada, arroyo de
Guaviyú, el general me mandó llamar, y me dijo: “Coronel, a la izquierda
tenemos el ejército de Villar y al frente parte de ese ejército que nos ataja
la puerta.
Le contesté, hallándose presente el
estoico coronel Lamas: “General, mi gente está mal municionada: ayer salió a
cuatro tiros; pero, con las municiones de los heridos y algunas que tenían los
caballerizos, hoy está á diez tiros y, si hay que abrir la puerta, la
abriremos, ó si no, quedaremos en la estacada para ejemplo de los cobardes que
nos abandonan”.
-
“Bueno, coronel; saque,
entonces, su gente; despliegue los tiradores en guerrilla en aquella cuchilla y
protéjalos Vd. mismo con los lanceros”.
Ya habían marchado algunas fuerzas, que
no acudieron al lugar donde se inició el fuego.
Yo iba con los lanceros inmediatamente
detrás de los tiradores, donde iban mis hijos y otros seres todos queridos,
porque todos eran valientes y buenos compañeros, pero eran pocos, muy pocos,
30, próximamente. El comandante Ledesma, de mi división, iba más a la izquierda
con otros 3O hombres; en la extrema izquierda, el comandante Isidoro Noblía con
veintitantos; por todos, con mis 36 lanceros, ciento veintitantos hombres.
A los de la derecha nos recibieron con un
fuego nutrido que contestaron mis tiradores de la misma mano, dando vivas a
nuestra causa y a nuestro general, que llegó momentos después. El fuego era tan
vivo que mandé a los lanceros desmontar y echar cuerpo a tierra. Cuando llegó
el General, el fuego enemigo aflojaba, las primeras guerrillas enemigas
montaban a caballo y se ponían en retirada.
6
Entonces el general me dijo: “Vamos a
amagarles una carga con los lanceros”, y nos pusimos en marcha.
El ordenó á mis 30 tiradores de la
derecha, por intermedio del ayudante Rodolfo Ponce de León, que marcharan hasta
ponerse á 200 metros del enemigo, cosa que trataron de efectuar y no pudieron,
porque el enemigo se retiraba de ese lado.
Marchamos con el general y mis lanceros
al galope, pero con unos caballos flacos y transidos como Rocinantes. Hicimos
algunas cuadras, habiendo yo utilizado el clarín del general, haciéndole tocar
á la carga y á degüello, cuando llegó un ayudante y dijo al general: “Comunica
el coronel Saavedra que no puede cu1nplir la orden de protegerlo, porque no
tiene ni munición ni caballos”.
Entonces me dijo el general: “Coronel, yo
tengo que hacer en otra parte; queda V d. encargado de esta operación, pero
creo que no debe pasar de aquella cuchilla”.
Fui
hasta donde el general me ordenaba, y aun me excedí: pasé aquella cuchilla, y
otra, y otra, hasta que descubrí todo el ejército enemigo pasando el Guaviyú
para el otro lado: es una vergüenza, porqué se componía de orientales. Estos
parecían una majada: la mitad de un lado y la otra del otro.
Momentos después, viendo que yo no les
llevaba la carga, desplegaban una fuerte guerrilla de tiradores sobre nuestra
izquierda. Había cumplido con exceso la orden
del genera: había abierto la puerta, y puerta grande: había corrido a más de
600 hombres con ciento veintitantos; era casi de noche, y mandé orden al
valiente comandante Isidoro Noblía de que se moviese al tranco, iniciando yo
mismo la retirada á ese aire. Nadie más que Noblía con sus 30 hombres, el
general algunos momentos con los ayudantes patriotas y buenos amigos Luís y
Rodolfo Ponce de León y mi querido y valiente amigo el comandante Cabris, que
andaba de voluntario, me acompañaron ese día.
Rodolfo y mi teniente Ladislao Moreno
entraron por la derecha y sacaron una caballada flaca de cerca del campamento
enemigo mientras yo llevaba al centro el amago de carga de lanza, al que mi
distinguido jefe y excelente amigo el coronel Lamas, que nos miraba a la
derecha por hallarse gravemente herido, dio el nombre de brillante. El mismo
jefe me preguntaba algún tiempo después:
“Coronel ¿que oficial mandaba aquellos lanceros? ¡qué linda carga de
lanza! Quiero tener los nombres del oficial y de los lanceros que lo seguían …”
Le dije que no sabía quién era el
oficial, ni los soldados, pero que todos pertenecían á mi división: mi general
estaba oyendo, y le dijo: “Son lanceros de la 3ª división, mandados por el
coronel Berro”. - Gracias, mi coronel; gracias, mi general... con eso me han
pagado mis humildes servicios á la patria.
Muy entrada la noche, llegué á la carpa
del coronel Lamas, le di cuenta de la operación y me felicitó por ella. Eran
las 9 pm, - y el general no había vuelto todavía.
Me pareció que mi querido jefe de estado
mayor sufriera mucho esa noche, moral y físicamente. Comprendí la razón de
aquel grande y noble dolor: la división de ......................... (en blanco
en el original) con sus jefes a la cabeza, se había rehusado á protegerme y
había desertado cobardemente.
Algunos días después estábamos en las
puntas del Arapey chico, disminuido el ejército en más de mil hombres, entre
éstos muchos jefes y oficiales: de unos y otros se habían improvisado en gran
número, y, por consiguiente, había para todo, para héroes y para miserables.
¡Que Dios, y la patria premien á los primeros y pidan cuenta
á los segundos por su cobarde deserción...!
En los primeros días de Junio estábamos
en el Salto, paso de las Piedras del Dayman, rio que pasamos al Sur por orden
del coronel Lamas. Íbamos á inutilizar el telégrafo y la vía férrea hasta
Chapicuí y á observar el enemigo sobre
el Guaviyú. Se dio cumplimiento a esa
orden de acuerdo con el comandante Juan José Muñoz que me acompañaba en esa
comisión.
El día 10 de .Junio, al anochecer recibí orden
del general para bajar esa misma noche al Hervidero, donde él me esperaría con
algunas fuerzas para una operación importante. No llegué tan temprano como
deseaba, porque el baqueano se perdió esa
noche; pero llegué á tiempo para divertirme.
Después de saludar al general, llegaron á
avisarle que unos buques remontaban el Uruguay. Entonces me ordenó que pasase
al Sur del arroyo inmediato a la casa del señor Amaro y esperase allí la escuadrilla.
Me dijo el general: “Tenga mucho cuidado, porqué, conforme pueden ser enemigos,
pueden ser amigos, pues esperamos á Smith y José Britos”.
De modo que los primeros que tenían que
habérselas con la escuadrilla eran tu servidor y treinta y dos tiradores, que
fueron los únicos que pude llevar por lo precipitado de la orden y porque en mi
división ya éramos muy pocos, 90 próximamente.
Llegué al punto indicado por el general,
cuando ya la escuadrilla venia cerca. Estábamos en un desplayado sobre el
Uruguay, sin más defensa que un barquichuelo de sarandí, que más estorbaba que
servía de parapeto. Al aproximarse los buques, Teodoro y el sargento Rodríguez
me dijeron: “Son enemigos: Vi uno de kepis blanco en el castillo de proa del
Vidiella y les dije: “Fuego al del kepis blanco; apunten bien...” Pensaba que
fuese un caballero con quien tengo una cuenta pendiente, pero por desgracia no
lo era, sino mi querido amigo José Carrasco, supongo, porque después supe que
había salido herido.
7
La escuadrilla se componía del “Vidiella”
y dos chatas á vapor, una de las cuales
huyó a los primeros disparos de nuestros tiradores: la otra y el Vidiella
hicieron alto un poco más de cien metros de nosotros y nos empezaron á menudear
fuego de cañón y fusilería, fuego que duró cerca de media hora, siendo muy
nutrido.
Cuando pensaba que nos iban a concluir á
todos, el vapor y la chata se pusieron en marcha, haciendo fuego al pasar bajo
los disparos de nuestros compañeros, que con el general ocupaban la casa de don
Nicanor Amaro y sus adyacencias. Momentos antes de ponerse en marcha el vapor,
me pareció que la voz de mi hijo Teodoro, que daba vivas haciendo fuego a la
derecha, no era su voz entera. Me corrí a ese costado y lo encontré que venía
caminando con mucha dificultad: acababan de herirlo en un muslo. Teodoro me
dijo: “Han muerto al comandante Ledesma mientras me retiraba del fuego, porque
yo no podía caminar”.
Fueron heridos en esa acción, además de
los nombrados, el capitán Gregorio Guevara, contuso, y el sargento 1º Francisco
Rodríguez.
Allí se batieron como tiradores los
capitanes: Modesto Morales, Pedro J. Berro, Pedro Pellejero y Gregorio Guevara,
los tenientes Blanco, Luis Brun, Gregorio Barreto y Ladislao Moreno alféreces
Teodoro Berro y Felipe Ledesma, cabos Bernabé y Fabián Malvárez y como veinte
más entre clases y soldados.
En los primeros días de Julio llegamos á
Aceguá, yendo yo de vanguardia y en marcha paralela con el comandante Basilio
Muñoz. Allí encontré al coronel Fulión y a mi valiente y querido mayor De Anca,
que con unos pocos hombres desde el día anterior se tiroteaban con el enemigo.
Busqué una buena posición y estuve
haciendo fuego intermitente durante el día entero á la gente de Muniz; pero
eligiendo blanco, porque nuestras municiones nunca sobraban. De noche me hizo
retirar el general.
Al otro día, 8 de julio, vino el
comandante Eladio Blanco y me dijo: “Coronel, ordena el general que ensille y
marche a trote y galope á tomar la altura de los cerros”. Me pareció que la
orden no estaba bien explicada y mandé pedir su rectificación, poniéndome en
marcha inmediatamente.
Díjome mi ayudante: le ordena el general
que marche hasta aquella altura en protección del coronel Imas que va á atacar
al enemigo por nuestra izquierda; que deje los caballos á distancia conveniente
y haga echar á sus hombres cuerpo á tierra para proteger la retirada que debe
efectuar Imas.
Cumplí lo ordenado: pero es el caso que
el coronel Imas seguía adelantando y yo tuve que combinar mi movimiento de
avance, porque no podía ni debía abandonar a aquellos pocos hombres tan
valientes, que llevaban a su cabeza a uno de los jefes más simpáticos que
sirvieron en nuestro ejército. -Instruido, honrado, valiente y pundonoroso, el
coronel Imas quería lavar la mancha que habían echado á su gente los jefes,
oficiales y soldados que lo abandonaron, desertando miserable y cobardemente.
La lavó bien con su noble y generosa
sangre, con la sangre y el denuedo de sus bravos compañeros, que pelearon como
verdaderos orientales. Viendo batirse como se batían Imas y sus compañeros, se
puede pelear, se puede morir contento y con orgullo.
Llegó el momento de protegerlo. La gente
de Imas se retiraba, y se retiraba mal, peleando en desorden unos, disparando
otros. Nosotros veníamos haciendo fuego en la derecha y vimos descolgarse como
á cortar á los de Imas, por una quebrada que tiene nacimiento en la punta del
cerro, frente á la manguera ó cerco de piedra de Garmendia, una fuerza de 200
hombres próximamente.
No se oían las voces de mando, porque las
descargas producían un estrépito infernal. Marché á vanguardia de mi gente á
paso de trote y con la espada y á gritos les indicaba que era necesario correr
á morir peleando ó salvar á nuestros amigos. La carga fue recia: el momento de
grande ansiedad: llegamos hasta el fondo de la quebrada del otro lado, y muy
cerca desfilaba el enemigo, á quien hicimos remolinear y detenerse un momento,
aunque se rehízo y siguió su movimiento de avance hacia nuestra izquierda, por
donde ya había pasado en retirada la gente de Imas y donde peleaban como bravos
los tiradores de la 1ª división á órdenes del comandante Basilio Muñoz...
8
Se habían agotado las municiones y había
corrido sangre de mi sangre: mi valiente y querido hijo Teodoro había caído
gravemente herido... Corrí adonde estaba; lo examiné ... Había recibido un
balazo en la parte izquierda de la frente.; tenía cono un bulto en esa misma
sien, y me pareció que allí estaba la bala, haciéndomelo creer así algunos
compañeros, diciéndome que estaba atontado del golpe. ¡Pobre mi hijo tan
valiente, tan noble y grande en su desinteresada y patriótica sencillez: ya tus
labios no vivarían más á la santa causa que defendimos!; ¡ya no apostrofarían á
los miserables acobardados, ni sonreirían ante los mayores peligros! Tuve
esperanzas de que mi hijo viviría; busqué municiones y me preparé para
continuar la pelea, cuando vino el general y apretándome la mano, me dijo, con
los ojos llenos de lágrimas: “Lo acompaño en su dolor”.
Entonces recién me di cuenta de 1ni
horrible, eterna desgracia, y pedí licencia para ir á ver á mi hijo. Es una
página que no puedo continuar escribiendo ¡es tan triste!
Con nosotros iban algunos hombres de la
división 4ª, nuestros queridos y valientes compañeros, el capitán Mesones, los
dos Orique y dos ó tres más. El comandante Juan José Muñoz no estaba: vino más
tarde con el malogrado Ramón Suárez, atribuyendo yo á eso el haber concurrido
tan pocas personas de su división.
El distinguido y valiente capitán Alberto
Maldonado estuvo con nosotros y con nosotros cargó cuando cayó mortalmente
herido, Jo mismo que Orique. De los míos, además de mi hijo, cayeron heridos el
teniente 1º Ladislao Moreno, el alférez Eulalio Espinosa, los sargentos Juan
Roldán, Hipólito Franco, Juan Peña y Manuel Peña y algunos soldados cuyos nombres
no recuerdo.
El 1º, después de haber velado á mi hijo
en casa del señor Sanás, fuimos a dar cristiana y patriótica sepultura á sus
restos queridos, al lado de las fosas de Imas, Maldonado, Teófilo Martínez y
Sellanes, á media cuadra de la casa de comercio del señor Acuña. Al enterrarlo,
pronuncié las siguientes palabras:
¡Sangre de mi sangre, que todos los que llevan
tu nombre sepan honrarlo tan bien como tú lo has honrado y sirva á tu patria
tan bien como tú la has servido!
Después? ¡ay! después sufrir, llorar, orar...
esconder en lo posible el dolor amargo que sentía.
Con el armisticio que se produjo y los
preliminares de paz por iniciativa del patriota ciudadano Dr. Aureliano
Rodríguez Larreta, vino un dolor más á apoderarse de mi alma. Y ese dolor patriótico
era hijo en parte de la particular estimación que yo sentía por el jefe del
estado mayor; era hijo de la estimación y verdadero cariño que tenía para mi
jefe y uno de mis amigos más queridos, el general Aparicio Saravia. Parece
mentira, pero es lo cierto: se había pactado, se había firmado el armisticio,
se trataba de la paz, y para ello no se había consultado a los jefes de
división. Un día no podía sufrir más y subí á caballo para ir al estado mayor á
pedir mi retiro, no de la revolución, pero sí de aquel ejército, cuyos dos
jefes superiores habían firmado un armisticio y trataban de mandar un memorándum
al comité de guerra establecido en Buenos Aires, sin consultar a los jefes de
división, al ejército, en una palabra.
Antes de llegar á la carpa del coronel
Lanas, me llamó mi distinguido amigo el doctor Acevedo Díaz, que estaba en la
puerta de la suya, y me dijo: “Bájese, coronel; tome asiento; aquí está mejor;
¿qué vamos á tomar'?”... y continuaba mi estimado amigo con el modo atencioso y
lleno de cariño con que siempre me ha Tratado, cuando, de pronto, me preguntó:
“¿Qué tiene, coronel? ¿está enfermo? ¿qué
le sucede?”
Le dije á qué iba al Estado Mayor, y el
doctor repuso:
“No debe hacerlo, coronel; el coronel
Lamas y más el general sienten gran estimación por Vd. …Oiga, me repitió; y me empezó á contar cosas
que no son para repetirlas aquí, respecto de opiniones que le había oído al
general hablando de mí y del propósito que abrigaba de pedir un puesto importante
para mí, siempre que se hiciese la paz.
“Eso, que puede valer mucho para mí,
doctor, no vale nada, le dije, para los demás jefes de división, para el
ejército, en una palabra”
“Bueno, me replicó; yo le prometo ver al
coronel Lamas y al general, y eso, que no pasa de un olvido, se arreglará”.
Al otro día fuimos llamados los jefes de
división. El coronel Lamas nos dio cuenta de haberse firmado el armisticio y de
los trabajos que se hacían en favor de la paz. Era un día de triste recordación
para nuestro partido y de baldón para nuestros adversarios: pero, aniversario
considerado como fiesta cívica nacional.
9
Olvidé mi resentimiento para hacer
justicia á dos grandes servidores de la patria, el coronel Lamas y el general
Aparicio. Solicité permiso al jefe de
estado mayor, y, reseñando los servicios por ellos prestados á la patria, pedí
un viva para tan esclarecidos patriotas, viva que fue contestado por todos los
presentes...
¿Para qué continuar, recordando la
temporada triste, horrible, que pasamos en Aceguá?
En Tarariras no me tocó pelear:
desfilamos malísimamente montados por delante del ejército enemigo y cubrió
nuestra retaguardia la gente del comandante Francisco Saravia, que dos días
antes se había incorporado a nuestras filas; algunos de la 1ª división y el
escuadrón de Serafín Da Rosa. Esa gente la mandó él general en persona,
haciendo quemar bien á la de su hermano don Pancho.
Allí cayó herido mi querido amigo Rodolfo
Ponce de León, a quien he tenido el gusto de recibir varias visitas en Treinta
y Tres y Montevideo, encontrándolo la última vez que lo vi tan sano y robusto
como deseo que siempre se halle.
Hacíamos tan poco caso del ejército de
Benavente, que esa noche dormimos cuchilla por medio.
El 22 marchamos después de salir el sol.
Pancho Saravia seguía de servicio y otros compañeros que no nombro, porque no
tengo datos ciertos al respecto. Mientras ellos se tiroteaban á retaguardia, el
ejército llegaba, marchando en columna, á la sierra del Carmen, en cuya boca
tendimos línea de batalla y esperamos treinta y tantas horas al enemigo, que no
se animó á traer el ataque.
El 26 encontramos en la sierra de Sosa á
Manduquiña Caravajal con una fuerza que nos guerrilló un rato. El general
destacó mi división y la 4ª para guerrillarlo y cuidar el flanco que daba á Nico
Pérez.
Habíamos tendido línea con frente á ese
pueblo y desalojado de una cañada con piedras y algunos árboles á Caravajal,
cuando vimos dos que se retiraban.
El general que estaba á mi izquierda a
retaguardia de la gente de Muñoz, picó el caballo, pasó por entre esa gente,
alcanzó a uno, le dio un lanzazo y siguió al otro. Entretanto su hijo Aparicio
cargó al herido y fue entonces que
éste le quebró la pierna de un
balazo, mientras el general rompía su lanza en el basto de su perseguido
enemigo.
Más tarde, nos salió de vuelta la gente
de Manduquiña: las divisiones 3ª y 4ª marchaban a retaguardia. Entonces el
general nos ordenó a mí y a Muñoz atacarlo, resistiendo Manduquiña muy poco y
huyendo para no volver más.
Seguimos marcha hacia el Cebollatí. Mucha gente iba completamente a
pié. En la manguera Azul tuvimos la confirmación de la noticia de la muerte de
Borda, dando esto lugar a que todos hicieron proyectos más ó menos juiciosos.
Yo también di mi opinión, que era la siguiente: “Si, como creo, Cuestas va al
poder, hará mucho mal, ó mucho bien: es un hombre de condiciones y sobre todo,
conoce mucho á nuestros hombres, si quiere, lo repito, hará mucho mal ó mucho
bien, pero no dejará de hacer mucho”.
10
El 31 de agosto, el otro lado de Barriga
Negra, se desprendieron del ejército las divisiones 3ª y 4ª, en dirección á la
ciudad de Minas. De tarde el ejército nos alcanzó en las costas del Soldado, y
nos pusimos en marcha, siguiendo hasta una portera que hay á la entrada del
cerro de Arequita. Marchábamos en columna, la 4ª de vanguardia porque operaba
en su departamento, siendo su gente, por lo tanto, más baqueana que la de la
3ª. Llevábamos una partida exploradora, compuesta de un oficial y ocho
soldados, á vanguardia, pero muy cerca, porque la noche era muy oscura. De
repente sentí un grito a vanguardia:
-” ¿Y ustedes quiénes son? “
- “Gente del gobierno”, contestaron.
Conjuntamente con la respuesta, sentí una
descarga. Mandé formar los tiradores al frente y corrí á vanguardia. Todo
estaba tranquilo: una guardia del gobierno nos había dado el “quién vive”; se
les preguntó quiénes eran, dijeron la verdad: se les hizo fuego; cayeron dos
para no levantarse más, y el resto huyó cobardemente.
Allí amanecimos con la línea tendida. Al
aclarar fui personalmente á descubrir hasta la costa del Campanero, é hice
ocupar por el teniente Blanco una posición muy buena en una casa existente á la
derecha del paso de dicho arroyo.
Más tarde vinos venir al ejército y
llevamos el ataque á las posiciones que ocupaba el enemigo en el paso
mencionado y cercos de piedra del Campanero.
Los gubernistas hicieron poca resistencia:
les quitamos los cercos de piedra, después el paso y toda la costa del arroyo,
y los echamos por delante hasta la orilla de la ciudad. El comandante Arostegui
les quitó una caballada: nosotros les matamos un sargento y les hicimos algunos
heridos.
Al día siguiente, 2 de septiembre, nos
tocó descansar, menos á mi amigo Muñoz, que todavía se tiroteó con el enemigo,
cayendo herido el valiente y dignísimo ciudadano don Bernardino Orique.
De Minas marchamos en varias jornadas
hasta el paso del Villar, de Solís Chico, donde fuimos llamados para
conferenciar con el doctor don José Pedro Ramírez, que venía á ofrecernos la
paz.
Una vez reunidos los dos jefes superiores
y los de división, el señor Ramírez dijo, entre otras cosas bonitas, que su
misión tenía por objeto proponernos una paz que él creía posible, aunque no
había hablado personalmente con el señor Presidente; que esa paz se haría en
las mismas condiciones propuestas por el doctor Berro al gobierno de Idiarte
Borda, Después de los jefes superiores, contestamos todos los de división que
aceptaríamos la paz sobre esas bases.
Entonces yo pedí la palabra al señor
general, siéndome concedida, y dije estas ó parecidas palabras:
"Señores, cuando nos lanzamos á la
lucha armada, fue con el patriótico propósito de combatir contra un orden de
cosas, contra un gobierno corrompido y corruptor. Y para mí no hay nada más
corrompido y corruptor que el general Muniz y los que lo acompañan llamándose
blancos al servicio del gobierno colorado. Si de las seis jefaturas que se nos
van á dar, una es para Muniz ó sus
amigos, para fomentar su influencia en Cerro Largo, nosotros, en vez de
combatir la corrupción, habríamos venido á servirla, y esto sería ignominioso
para un ejército, para un partido como el nuestro, que ama la paz, pero que
está en guerra y preparado á continuarla contra un sistema odioso.”
Dijo don José Pedro Ramírez que
efectivamente se deseaba que el jefe político para Cerro Largo fuese un amigo
de Muniz, aunque también lo fuese nuestro, y que por consiguiente el no podía
ofrecer nada al respecto. Entonces le repliqué: “Pero, doctor, que nos den otro
departamento y les ofrezcan a Muniz y a los suyos lo que merecen, un jefe
político colorado…”
“… O que lo borden en oro”, dijo mi
ocurrente y querido general.
Soldados de Aparicio formando, 1904 |
Nosotros seguimos marcha para San
Jacinto. Trias correteó á Melitón Muñoz, y don José Pedro se fue para
Montevideo.
Recuerdo que entonces le dije al general:
“antes de tres días vuelven á ofrecernos la paz.” Me equivoqué: fue a los cuatro
días que, yendo con mi división sirviendo la retaguardia del ejército me
alcanzaron el doctor Ramírez; don Pedro Echegaray y otros amigos que con ellos
venían. Hicieron parar el carruaje, y, después de saludar á tan distinguidas
personas nos retiramos á parte con el doctor Ramírez y le pregunté: « ¿Qué nos trae,
doctor? La paz como Vd. pedía; se les
dio Cerro Largo y los demás departamentos exigidos, con excepción de la Florida
en cambio del cual les acordarán el Durazno ó algún otro departamento: es la
única duda.
Una hora después formábamos parte · de la
rueda de jefes, que deliberaba respecto de la paz que se nos ofrecía. Allí
pedimos que se nos diese la jefatura de Minas en vez de la de Maldonado que se
nos ofrecía; pero no fuimos escuchados ni siquiera apoyados en nuestra opinión.
La pedía, no solo por lo bien
representado que estuvo en el ejército aquel departamento; la pedía por la
amistad que me ligaba á los queridos compañeros Juan José Muñoz, Celestino
Corbo y por otras razones que desde la niñez me hicieron amar aquel
departamento. Uno de mis recuerdos más gratos de entonces es el de mi patriota
y santa madre, cuando me hablaba de Dios, de la patria y de su querido Minas;
por eso mis plegarias a Dios, por la patria, por la familia querida o por el
prójimo, van llenas siempre del verídico espíritu religioso, santo, purísimo,
que les da el recuerdo de mi santa é inolvidable madre. Para mi amar a Dios es
amar la Patria, amar el terruño donde nací, amar a mis padres, amar lo que
ellos amaron… y ellos amaron a Minas…
El 10 se festejó la paz en nuestro
ejército y el 11 le tocaba á la 3ª división correr á balazos á los gubernistas
del paso de los Paraguayos de Santa Lucia chico, y á su jefe ser el último
herido del ejército nacional.
Te saluda con el cariño de siempre.
BERNARDO G. BERRO.
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