lunes, 28 de mayo de 2018

La otra versión de la fundación



La penca que creó a Treinta y Tres



                                                         Hay una historia que no es historia, anécdotas que toman vuelo y que quedan en cuento, una quimera devenida en mito, una ilusión convertida en esperanza…
                                                         Para muchos, Treinta y Tres y su crónica es un constante repetir de fechas y personajes. La “historia oficial” – y verídica, sin dudas,- cuenta de la fundación de la ciudad, de las razones políticas, económicas y sociales de las que emanó la decisión propuesta por quien sabe quién, apoyada desde sus diferentes tribunas por los embanderados de la empresa Dionisio Coronel y José Reventós y hecha realidad por el gobierno nacional de la época encabezado por Giró.
                                                          La que también habla del decreto del 10 de marzo de 1853 como fecha oficial, de la previamente existente casa de comercio del español Miguel Palacios que se cuenta tomó como referencia el agrimensor Joaquín Travieso en la primera demarcación del terreno donde se erigiría el pueblo, que está cumpliendo oficialmente 171 años.
                                                          Pero hay otra historia, como en casi todos los aconteceres del pasado. Hay una historia “chiquita”, de tradiciones orales, de cuentos incomprobables, de tantas versiones como contadores tenga, que a mi –a veces-, me gusta recordar, para que no se apague esa llamita, en la que muchos no creen, en la que a muchos no les importa, pero que en mi opinión, tiene todo lo necesario para reflejar algunos aspectos de la idiosincrasia de este pueblo que hoy, muchos años después, conjuga modernidad con reminiscencias de su origen campesino, y empieza casi, casi, como un cuento de hadas…

Había una vez, en un tiempo muy lejano…

                                                                          Doña Teodora y don Frutos Medina Valdenegro eran dos de los hijos de don Juan Francisco Medina, quién ya en 1811 figura con extensa propiedad en lo que hoy es nuestro departamento, incluyendo, según un prestigioso libro, todo el territorio al noreste de la confluencia del Yerbal y el Olimar y hasta la Cañada de las Piedras.
Camilo, otro de los Barreto Medina

                                                                         Tras el alejamiento que suponemos por razones “amorosas” de don Francisco Medina (quien queda viudo alrededor de 1824 y se vuelve a casar y se radica en pagos de su nueva esposa) hemos de suponer que legado o testamento mediante, sus hijos heredan sus posesiones, y la pauta nos las dan algunas pruebas innegables: el Presidente Giró y su comitiva, en noviembre de 1852 al pasar por estas tierras en su viaje desde Minas a Melo, “hacen noche” en la casa “de D. Frutos Medina en las caídas del Yerbal”; y Doña Teodora es una de las integrantes de la “Suc. Medina”, que junto con la sucesión de Téliz fueron los vendedores de la “legua cuadrada” que se compra para la efectiva fundación de la ciudad.
                                                                         Ambos hermanos Medina, son casados con dos también hermanos Barreto. La esposa de Frutos, Graciana y el marido de Teodora, Marcelo.
                                                                         José Marcelino Barreto Ferreira, militar y estanciero, hombre de su época, había nacido en la ciudad de Minas un 26 de abril de 1795, y casado con  Teodora hizo casa en terreno de los Medina donde criaron a sus diez hijos, algunos de cuyos descendientes aún transitan en las calles olimareñas.
                                                                         En las cercanías de la llamada “Estancia del Banco”, a poco menos de una legua aguas abajo del “Paso Real” del Olimar, quedan vestigios de algunas ruinas de lo que se dice era su casa a mediados del siglo XIX. Marcelino (o Marcelo, que también así le llamaban) había seguido desde joven la carrera militar, según algunas versiones  en las luchas por la independencia criolla, alcanzó a cruzar los Andes con San Martín, y sus cualidades le permitieron  ganar prestigio al punto de constituirse en un caudillo de referencia en el pago,  cuando ya había ascendido a Coronel. Había ganados sus más recientes galones en la cruenta guerra civil que la historia ha designado como Guerra Grande, integrando las fuerzas oribistas, como también lo hizo el también entonces Coronel Dionisio Coronel, quien a su vez, también caudillo de amplio prestigio, llegó a ser jefe militar de la zona y político de amplia trayectoria.

Entre colorados y tordillos

                                                                               Cuenta la leyenda, que comienza a entremezclarse con la realidad, que Dionisio Coronel y Marcelino Barreto se conocieron en tiempos de guerra, cuando uno de ellos andaba solo y era perseguido por una patrulla de enemigos, y el otro, no importa cual, sin saber quién era y viendo la despareja persecución, fue rápidamente en su ayuda, enfrentando sorpresivamente a los perseguidores y logrando que éstos, al ver llegar ayuda, desistieran de sus propósitos, consiguiendo ambos salvar sus vidas, pero con el alto costo de la pérdida de una de las monturas de los caudillos, un “colorado mala cara” del que su dueño estaba muy orgulloso de su calidad y rapidez, y que se comentaba que era el caballo más corredor de la zona. El lamentarse de esta pérdida y las chanzas del otro sobre la lentitud del animal siniestrado poniendo énfasis en que un “colorado” no le podía ganar a un “tordillo” como el de él, se cuenta, fue el detonante para que los dos amigos se retaran a una carrera donde se demostrara la clase y sangre de los “créditos” de cada criador.
Colección Besnes e Irigoyen - Biblioteca Nacional



                                                                           Tras la primer penca que se corrió a los pocos meses entre el tordillo sobreviviente y una potranca colorada hija del colorado perdido en la contienda, el ganador otorgó la revancha para el año siguiente en la casa de su contrario, lo que dio inicio a algunos años de carreras anuales, que según algunas versiones coincidentes, terminaron de consolidar una amistad “de fierro”, incuestionable, entre ellos, pero que por la misma personalidad de ambos caudillos, no escapaba a una cruda competitividad, que canalizaron mediante una esas carreras anuales de pingos de los que ambos eran fanáticos y orgullosos criadores y compositores.
Año a año, entonces, una vez en la estancia de Dionisio Coronel en las cercanías de Melo y al año siguiente en la casa de Marcelino Barreto y Teodora, enfrentaban sus mejores pingos, entre chanzas, tomaduras de pelo, apuestas y festejos. Con el tiempo, estas ocasiones fueron concitando cada vez más público, y anunciadas con tiempo se convirtieron en motivo de reunión popular, congregando vecinos, amigos y curiosos…
                                                                           Las carreras, se hacían en primavera. Concretamente en octubre,
                                                                           Un año que era el turno de Barreto de organizar la carrera en la pista de sus campos a orillas del Olimar, parece ser que se empezó a juntar gente desde mucho antes de la fecha pactada, y se iban acomodando en campamentos improvisados, a la espera de la esperada competencia en las proximidades de la “cancha” que no era otra que la senda que llevaba al Paso del Olimar.
                                                                           Pocos días antes de la fecha fijada, llegaron los huéspedes, el Coronel Dionisio Coronel con su comitiva integrada por la familia, empleados y su cuerpo de guardia, acompañado además de algunos amigos entre ellos el cura Reventós.
Dionisio Coronel en 1864

                                                                           Y en eso empezó a llover… y la lluvia fue postergando la cosa, entre cancha pesada por el barro y crecientes, la cosa se fue dilatando un par de meses, y en ese tiempo algunos hicieron algún rancho de barro, otros, aripucas de fajina, algunas enramadas con reparo de cueros. Los mercachifles que habían venido a ofrecer sus mercancías pasajeras habían instalado “comercio” de venta y trueque, y hasta el cura Reventós, aprovechando que en la estancia de Marcelino y Teodora había un oratorio, hizo buena la oportunidad para extender su actividad pastoral, realizando casamientos, bautismos y misas, aprovechando la multitud concentrada.
                                                                          Según un magistral cuento del eximio narrador olimareño José María Obaldía, al cabo de algunos meses finalmente se realizó la esperada penca en la cual el zaino colorado de Dionisio Coronel le ganó con lo justo al tordillo de Barreto. Cuando éste un par de días  después fue a acompañar al melense y su comitiva, en la partida hacia sus pagos, cuenta Obaldía que al hacer una pausa en la cima de la cuchilla para abrazarse en la despedida, y mirando hacia el valle donde aún persistían las precarias construcciones de público y comerciantes,  Dionisio Coronel le dijo: 

- “No te podés quejar, Barreto… te pelé en las carreras pero te dejé un pueblo armado”…





2 comentarios:

  1. Preciosa nuestra Historia, trasmitida boca a boca, y ta'l cua'l eran esos Orientales,nuestros abuelos Con la aunte'ntica y u'nica Verdad! Tengo historias familiares charlas con mis abuelos y los mayores VERDAD que triste carencia Hoy!!!

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  2. Donde festejamos! El cumple Hoy?

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