domingo, 19 de febrero de 2017

Javier de Viana

El periodista combativo de los primeros años treintaitresinos

                      



                     Javier de Viana (1868 - 1926), periodista, escritor y político uruguayo de filiación blanca, nacido en Canelones, vino muy joven a Treinta y Tres con tan solo 22 años, en 1890, convocado por el Coronel Agustín de Uturbey, a quien le unían lazos familiares, con el fin de hacerse cargo del periódico “La Verdad”, dirigido a combatir desde las letras el gobierno constitucionalista de Joaquín Suarez, y enfrentarse radicalmente a “La Paz”, periódico oficialista que respondía a Lucas Urrutia.

                    Dueño de una sólida cultura general emanada de estudios realizados en la capital del país donde incluso cursó algunos años de facultad de medicina, estudios interrumpidos en 1886 para sumarse a las filas revolucionarias de la Revolución del Quebracho y abandonados totalmente por motivos económicos en 1890, Viana había adquirido además un nutrido conocimiento del gaucho y el entorno campesino, ya en la propia estancia paterna de infante, como en campamentos revolucionarios como combatiente o incipiente bohemio en cantinas y piringundines capitalinos.
                  Dotado de un sensible poder de observación, una notable habilidad para transportar esas observaciones a las letras y además un espíritu combativo y agresivo, Viana vive azarosamente en nuestra ciudad algunos años, hasta 1894, desde su condición de opositor, y basten para ejemplo los párrafos concluyentes de un artículo de Viana publicado en el Nº 12 de "La verdad" con el título "Se esperaba", el 23 de julio de 1891, que decía, refiriéndose a un editorial de “La Paz” firmado por Ricardo Hierro:




  • En él se ve a D. Ricardo Hierro última escoria de la escoria social que comanda Urrutia, ese Urrutia de sombría historia. Ese cocinero enriquecido con infamias, ese ladrón de Ejidos que pretende imponerse como personalidad austera y centro obligado de todo el elemento sano y puro de todo un Departamento. En él aparece Hierro uno vez mas como el perro guardián de la horda en que figura el audaz procesado Gabriel Télez, el necio petulante Saturnino Aguiar, los célebres aventureros Hontou, Tanco, Salvarrey, el ebrio consuetudinario Pantaleón Rodríguez, el individuo Laureano Céspedes cogido en infraganti delito de abigeato, Marcos Bodean recientemente salido de la Penitenciaría; el negro Pedro Guebara y el ebrio también don Joaquín Suárez, fantasmón ridículo, figura inconsciente, cuyo imbecilidad se presta, como la cera, a toda clase de moldeados.



                  A este estilo periodístico agresivo, agrega las zozobras derivadas de su conducta personal. Humillaciones en el cuartel del "Yerbalito", noches de vigilia armada en la "azotea" de los Acosta, prisión por desorden y desacato, pleitos. Todo parece una descabellada aventura; pero es un estilo de vida hace madurar al escritor, esboza su futura bohemia y le va dando prestigio en un amplio sector de la población aunque sea en el marco estrecho de la localidad en la época. 

                 En 1894, al terminar el largo pleito que le iniciara Urrutia, director de "La Paz" donde apenas salva su decoro personal, gracias a que dijo ignorar ciertas verdades sobre las personas a quienes combatía y confesarse “testaferro” de Uturbey, regresa a Montevideo, se casa con Eulalia Darribas, viuda de un próspero comerciante, con quien tiene dos hijos. 

               Se dedica durante algún tiempo al comercio familiar, y escribe su primer libro de cuentos, “Campo”, publicado en 1896.  Cuatro años más tarde, en 1898, regresa a la zona, tomando en arrendamiento un campo en el paraje Los Molles, en Lavalleja, muy cerca de José Pedro Varela. 
                Poco tiempo después, muy atraído por las tertulias de juego del cercano Treinta y Tres tan conocido y por sus noches de bohemia, y cuando comienza a ser alguien en la dirección de la política departamental del partido blanco comienzan zozobras económicas y asume, en 1901, la dirección de "La Prensa", ya prácticamente culminada su aventura estanciera. En ese ínterin, había escrito y publicado su primer novela, “Gaucha” y un nuevo libro de cuentos, “Gurí”. Colabora además como columnista en diversos medios de prensa locales. 
                  En 1904 se adhiere a la revolución liderada por Aparicio Saravia, es hecho prisionero en Melo y escapándose, se exilia en Buenos Aires, de donde regresa a Uruguay en 1918, radicándose en su Canelones natal hasta su fallecimiento.  
                  Nunca volverá a Treinta y Tres, pero sin dudas el eco de su pluma y su impronta periodística fue ejemplo sobresaliente que marcó una etapa en el periodismo comarcano.

                   A continuación, transcribo un artículo de su autoría que fuera publicado en setiembre de 1902 y cuyo tenor –salvando las distancias de más de un siglo en lo que refiere al cambio de costumbres del diario vivir-, sorprende por su actualidad.





Sobre la campaña


La pena máxima por abigeato es de ocho meses, lo mismo para el que roba una oveja como para el que roba una majada, que también se roban majadas.
El raro ladrón que está esos meses en la cárcel, no hace nada en ella, si no es educarse, como antes he dicho. Allí come, toma mate, engorda, charla, canta y recibe visitas. Allí goza y se ríe del vecino laborioso, del estanciero que aún siendo rico, no desdeña trabajar igual que sus peones, y del pobre, el verdadero pobre que suda con el arado y la pala, el imbécil que no va a las pulperías, que no sabe manejar el naipe ni la taba, ni cuida parejeros, pero que cuida sus animales y siembra su huerta y manda sus hijos a la escuela.
Si un día un vecino, aburrido, desesperado, ronda sus haciendas y le pega un tiro a uno de esos bandidos ahí está la ley y la justicia para hundirlo en una cárcel, y de la cárcel no sale hasta que no haya aflojado la mitad de su caudal en gastos de procedimientos, porque  es un axioma que tanto más rica es una persona, tanto más difícil le es probar su inocencia en cualquier proceso.
Se dirá que la ley es benigna respecto del cuatrero porque robar para comer es el menor delito. Habría alguna razón si fuese cierto que en el país falta trabajo y que hay quien no tiene alimentos porque no encuentra como ganarlo. Es mentira. En campaña faltan brazos y todo el que desea ganarse la vida honestamente puede hacerlo. El que roba es de haragán y de pícaro.
Es infame, en cambio, lo que ocurre con frecuencia. Un pobre tiene una majadita, siembra, economiza, no carnea para conservar sus animales a fin de obtener la lana, y un bandido le roba en la noche sus ovejas más gordas para ir a comerlas en alegre tertulia con su concubina, riendo del zonzo que trabaja y ahora y hasta se impone privaciones.
Yo mismo, como pobre que soy, hago matar para el sustento mío y de mi familia los animales más viejos, más duros, más insípidos, y mis vecinos se regalan con mis borregas más grandes y más finas. Sin ir más lejos, anoche nomás, me carnearon una borrega que valía 20 pesos y me pusieron el cuero allí al lado, para mofa, para unir el sarcasmo a la infamia, la burla al hecho delictuoso. El autor de ese hecho tiene casa, probablemente frecuenta pulperías, juega a la taba y al naipe, bebe caña y se divierte, y si improbablemente llega a ser habido, irá a pasear a Minas  y vendrá dentro de 15 días a robarme de nuevo, con más ganas, porque yo he cometido la infamia de denunciarlo. En cambio yo, que voy con mis hijos a cavar la tierra para ganarme el sustento, no saldré de la cárcel en diez años el día que, fin paciencia, deje a uno de esos bandidos junto a la oveja robada.
En resumen, en todas partes se juega de una manera bochornosa al aire libre, los mayores y los menores de edad, y las autoridades están presente, jugando y coimeando. Los contrabandistas van por los caminos nacionales ofreciendo su mercadería a domicilio, y no hay ninguna casa de comercio que no venda tabaco de contrabando. Día a día, noche a noche, se corta alambrados, se roba haciendas, se asalta casas y se asesina sin que la policía pueda aprehender a los delincuentes y sin que los puedan penar a los criminales. Si a todo esto se agrega que no hay escuelas y que las que hay son casi inútiles y se añade que se están gastando sumas cuantiosas para echar a perder los caminos nacionales, se tendrá una idea del estado actual de la campaña.
Y aquí debiera concluir, pero es necesario que antes cumpla la promesa hecha en el artículo anterior, diciendo cual es a mi juicio, de todos los vecinos sinceros el mejor comisario. Lo que voy a decir ha de parecer una monstruosidad, pero es verdad que está en todos los labios, aunque todos los labios no tengan el valor de decir la verdad desnuda, fría, como es la realidad. Hace muchos años que tengo este ingrato y poco productivo oficio, y no me arrepiento ni cedo en mi propósito. Algún día se me agradecerá.

El mejor comisario, el que usa espada –no obstante la prohibición superior-, el que hecha  la ley en el bolsillo, desarma al pícaro y deja las armas al vecino; el que no ocupa sus guardias civiles en remitir presos a la capital del departamento ni en custodiar presos en la cuadra de la policía; el que utiliza la barra, los maneadores y la espada, el que surte de voluntarios  los batallones de línea, el que al tomar infraganti un cuatrero le levanta un sumario en las costillas y le pone a disposición de su miedo.
Será esto una herejía. Estoy conforme. Pero mayor, mucho mayor herejía es que se tenga consideraciones con los pícaros y no se piense en amparar a los honestos. Yo me río de las almas tiernas, de los corazones sensibles, de los moralistas a sueldo, de los hipócritas y de los imbéciles que gimen y se conduelen del asesino condenado a muerte y que no tienen una lágrima, un recuerdo, un dolor para el infeliz asesinado.
Esto es caridad de expectación, magnanimidad a revaluar y, en el mejor de los casos, obtusidad de inteligencia o cobardía rural.

Javier de Viana, “La Lucha”, Nº 63, 28/09/1902

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