El periodista combativo de los primeros años treintaitresinos
Javier de Viana (1868 - 1926), periodista, escritor y político uruguayo de filiación blanca, nacido en Canelones, vino muy joven a Treinta y Tres con tan solo 22 años, en 1890, convocado por el Coronel Agustín de Uturbey, a quien le unían lazos familiares, con el fin de hacerse cargo del periódico “La Verdad”, dirigido a combatir desde las letras el gobierno constitucionalista de Joaquín Suarez, y enfrentarse radicalmente a “La Paz”, periódico oficialista que respondía a Lucas Urrutia.
Dueño de una sólida cultura general emanada de estudios realizados en la capital del país donde incluso cursó algunos años de facultad de medicina, estudios interrumpidos en 1886 para sumarse a las filas revolucionarias de la Revolución del Quebracho y abandonados totalmente por motivos económicos en 1890, Viana había adquirido además un nutrido conocimiento del gaucho y el entorno campesino, ya en la propia estancia paterna de infante, como en campamentos revolucionarios como combatiente o incipiente bohemio en cantinas y piringundines capitalinos.
Dotado de un sensible poder de observación, una notable habilidad para transportar esas observaciones a las letras y además un espíritu combativo y agresivo, Viana vive azarosamente en nuestra ciudad algunos años, hasta 1894, desde su condición de opositor, y basten para ejemplo los párrafos concluyentes de un artículo de Viana publicado en el Nº 12 de "La verdad" con el título "Se esperaba", el 23 de julio de 1891, que decía, refiriéndose a un editorial de “La Paz” firmado por Ricardo Hierro:
- En él se ve a D. Ricardo Hierro última escoria de la escoria social que comanda Urrutia, ese Urrutia de sombría historia. Ese cocinero enriquecido con infamias, ese ladrón de Ejidos que pretende imponerse como personalidad austera y centro obligado de todo el elemento sano y puro de todo un Departamento. En él aparece Hierro uno vez mas como el perro guardián de la horda en que figura el audaz procesado Gabriel Télez, el necio petulante Saturnino Aguiar, los célebres aventureros Hontou, Tanco, Salvarrey, el ebrio consuetudinario Pantaleón Rodríguez, el individuo Laureano Céspedes cogido en infraganti delito de abigeato, Marcos Bodean recientemente salido de la Penitenciaría; el negro Pedro Guebara y el ebrio también don Joaquín Suárez, fantasmón ridículo, figura inconsciente, cuyo imbecilidad se presta, como la cera, a toda clase de moldeados.
A este estilo periodístico agresivo, agrega las zozobras derivadas de su conducta personal. Humillaciones en el cuartel del "Yerbalito", noches de vigilia armada en la "azotea" de los Acosta, prisión por desorden y desacato, pleitos. Todo parece una descabellada aventura; pero es un estilo de vida hace madurar al escritor, esboza su futura bohemia y le va dando prestigio en un amplio sector de la población aunque sea en el marco estrecho de la localidad en la época.
En 1894, al terminar el largo pleito que le iniciara Urrutia, director de "La Paz" donde apenas salva su decoro personal, gracias a que dijo ignorar ciertas verdades sobre las personas a quienes combatía y confesarse “testaferro” de Uturbey, regresa a Montevideo, se casa con Eulalia Darribas, viuda de un próspero comerciante, con quien tiene dos hijos.
Se dedica durante algún tiempo al comercio familiar, y escribe su primer libro de cuentos, “Campo”, publicado en 1896. Cuatro años más tarde, en 1898, regresa a la zona, tomando en arrendamiento un campo en el paraje Los Molles, en Lavalleja, muy cerca de José Pedro Varela.
Poco tiempo después, muy atraído por las tertulias de juego del cercano Treinta y Tres tan conocido y por sus noches de bohemia, y cuando comienza a ser alguien en la dirección de la política departamental del partido blanco comienzan zozobras económicas y asume, en 1901, la dirección de "La Prensa", ya prácticamente culminada su aventura estanciera. En ese ínterin, había escrito y publicado su primer novela, “Gaucha” y un nuevo libro de cuentos, “Gurí”. Colabora además como columnista en diversos medios de prensa locales.
En 1904 se adhiere a la revolución liderada por Aparicio Saravia, es hecho prisionero en Melo y escapándose, se exilia en Buenos Aires, de donde regresa a Uruguay en 1918, radicándose en su Canelones natal hasta su fallecimiento.
Nunca volverá a Treinta y Tres, pero sin dudas el eco de su pluma y su impronta periodística fue ejemplo sobresaliente que marcó una etapa en el periodismo comarcano.
A continuación, transcribo un artículo de su autoría que fuera publicado en setiembre de 1902 y cuyo tenor –salvando las distancias de más de un siglo en lo que refiere al cambio de costumbres del diario vivir-, sorprende por su actualidad.
Sobre la campaña
La pena máxima por abigeato es de ocho
meses, lo mismo para el que roba una oveja como para el que roba una majada,
que también se roban majadas.
El raro ladrón que está esos meses en la
cárcel, no hace nada en ella, si no es educarse, como antes he dicho. Allí
come, toma mate, engorda, charla, canta y recibe visitas. Allí goza y se ríe
del vecino laborioso, del estanciero que aún siendo rico, no desdeña trabajar
igual que sus peones, y del pobre, el verdadero pobre que suda con el arado y
la pala, el imbécil que no va a las pulperías, que no sabe manejar el naipe ni
la taba, ni cuida parejeros, pero que cuida sus animales y siembra su huerta y
manda sus hijos a la escuela.
Si un día un vecino, aburrido,
desesperado, ronda sus haciendas y le pega un tiro a uno de esos bandidos ahí
está la ley y la justicia para hundirlo en una cárcel, y de la cárcel no sale
hasta que no haya aflojado la mitad de su caudal en gastos de procedimientos,
porque es un axioma que tanto más rica
es una persona, tanto más difícil le es probar su inocencia en cualquier
proceso.
Se dirá que la ley es benigna respecto
del cuatrero porque robar para comer es el menor delito. Habría alguna razón si
fuese cierto que en el país falta trabajo y que hay quien no tiene alimentos
porque no encuentra como ganarlo. Es mentira. En campaña faltan brazos y todo
el que desea ganarse la vida honestamente puede hacerlo. El que roba es de
haragán y de pícaro.
Es infame, en cambio, lo que ocurre con
frecuencia. Un pobre tiene una majadita, siembra, economiza, no carnea para
conservar sus animales a fin de obtener la lana, y un bandido le roba en la
noche sus ovejas más gordas para ir a comerlas en alegre tertulia con su
concubina, riendo del zonzo que trabaja y ahora y hasta se impone privaciones.
Yo mismo, como pobre que soy, hago matar
para el sustento mío y de mi familia los animales más viejos, más duros, más
insípidos, y mis vecinos se regalan con mis borregas más grandes y más finas.
Sin ir más lejos, anoche nomás, me carnearon una borrega que valía 20 pesos y
me pusieron el cuero allí al lado, para mofa, para unir el sarcasmo a la
infamia, la burla al hecho delictuoso. El autor de ese hecho tiene casa,
probablemente frecuenta pulperías, juega a la taba y al naipe, bebe caña y se
divierte, y si improbablemente llega a ser habido, irá a pasear a Minas y vendrá dentro de 15 días a robarme de
nuevo, con más ganas, porque yo he cometido la infamia de denunciarlo. En
cambio yo, que voy con mis hijos a cavar la tierra para ganarme el sustento, no
saldré de la cárcel en diez años el día que, fin paciencia, deje a uno de esos
bandidos junto a la oveja robada.
En resumen, en todas partes se juega de
una manera bochornosa al aire libre, los mayores y los menores de edad, y las
autoridades están presente, jugando y coimeando. Los contrabandistas van por
los caminos nacionales ofreciendo su mercadería a domicilio, y no hay ninguna
casa de comercio que no venda tabaco de contrabando. Día a día, noche a noche,
se corta alambrados, se roba haciendas, se asalta casas y se asesina sin que la
policía pueda aprehender a los delincuentes y sin que los puedan penar a los
criminales. Si a todo esto se agrega que no hay escuelas y que las que hay son
casi inútiles y se añade que se están gastando sumas cuantiosas para echar a
perder los caminos nacionales, se tendrá una idea del estado actual de la
campaña.
Y aquí debiera concluir, pero es
necesario que antes cumpla la promesa hecha en el artículo anterior, diciendo
cual es a mi juicio, de todos los vecinos sinceros el mejor comisario. Lo que
voy a decir ha de parecer una monstruosidad, pero es verdad que está en todos
los labios, aunque todos los labios no tengan el valor de decir la verdad
desnuda, fría, como es la realidad. Hace muchos años que tengo este ingrato y
poco productivo oficio, y no me arrepiento ni cedo en mi propósito. Algún día
se me agradecerá.
El mejor comisario, el que usa espada –no
obstante la prohibición superior-, el que hecha
la ley en el bolsillo, desarma al pícaro y deja las armas al vecino; el
que no ocupa sus guardias civiles en remitir presos a la capital del
departamento ni en custodiar presos en la cuadra de la policía; el que utiliza
la barra, los maneadores y la espada, el que surte de voluntarios los batallones de línea, el que al tomar
infraganti un cuatrero le levanta un sumario en las costillas y le pone a
disposición de su miedo.
Será esto una herejía. Estoy conforme.
Pero mayor, mucho mayor herejía es que se tenga consideraciones con los pícaros
y no se piense en amparar a los honestos. Yo me río de las almas tiernas, de
los corazones sensibles, de los moralistas a sueldo, de los hipócritas y de los
imbéciles que gimen y se conduelen del asesino condenado a muerte y que no
tienen una lágrima, un recuerdo, un dolor para el infeliz asesinado.
Esto es caridad de expectación, magnanimidad
a revaluar y, en el mejor de los casos, obtusidad de inteligencia o cobardía
rural.
Javier de Viana, “La Lucha”, Nº 63, 28/09/1902
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