lunes, 23 de enero de 2017

De letra propia del Jefe: la División Blanca de 33 en el '97

Actuación de la 3ª División Revolucionaria en la Campaña del 97

Narrada por su Jefe Coronel Bernardo G. Berro



Publicada originalmente en 10 entregas en el semanario “La Revista Uruguaya” Mayo/Julio 1905, dirigida por el Dr. Luis Santiago Botana. Transcripción que intenté fuera lo más fiel posible...


Treinta y tres, marzo 17 de 1898
 Doctor Don Luis Santiago Botana, Montevideo.
 Querido Luis:
Van los apuntes que me pides. Si alguna injusticia se cometiera en ellos, lo que no creo, sería hija de mi mala memoria, nunca de falta de voluntad para mis compañeros de la 3ª División, tan valientes y sobre todo tan sufridos, tan honrados, tan patriotas que en el Estado Mayor no se tendrá conocimiento, por faltas cometidas en el ejército y fuera de él, más que del arresto pasajero de un teniente.
Debido al valor y sufrimiento de esos compañeros se ha reflejado en mi, algo de su valor y sus virtudes. Para ellos el honor y la gloria, para mí, el grato recuerdo de haber hecho poco, muy poco por la patria, pero todo lo que podía…
 Tengo a la vista tu carta de fecha 28 de febrero próximo pasado. Empiezo por decirte que no me parece correcto el tratamiento de “V.S.” y “Señor Jefe” que me das. Yo no debiera ser para ti más que el Bernardo querido y distinguido por tu padre, como tú no eres, ni serás nunca, más que “mi querido Luis”.
Me pides planos de una batalla y yo no te los puedo dar, porque mí tiempo lo empleo en pelear y cuidar a mis soldados: no tengo la doble vista, ni la de águila que poseen algunos. Te relacionaré a la ligera -porque no tengo tiempo ni secretario, como tu crees, para escribir, largo, tendido y correctamente-, algo de lo que se refiere al proceder de la 3ª División que tuve la honra de mandar.
Tuyo, Bernardo G. Berro

1

Era el 12 de marzo de 1897, y el que estas líneas escribe, jefe de la escolta de su amigo el Coronel don Atilio Pigurina.
A las 11 de la noche, llegó al campo el mayor Urán, trayendo la orden de replegarme a la plaza. Pregunté a Urán que noticias particulares tenía y me contestó: “lo que se dice en el pueblo es que Aparicio ya ha invadido y que viene por la Cuchilla Grande, en dirección a Nico Pérez”.
Hice formar, ordené a Urán fuese a buscar algunos blancos que hubiese en lo de Quintela, y, como el comandante y los oficiales del primer escuadrón eran colorados y ese escuadrón estaba armado a máuser, hice formar mis lanceros a pie en el flanco izquierdo y me fui a buscar una guardia de doce hombres, los únicos de mi confianza que tenían arma de fuego. Le di orden al teniente Baudean de que, cuando yo volviese con la guardia, si aquellos hombres no me obedecían después de yo hacerles una descarga, los cargase a lanza que nosotros, descargadas las armas, cargaríamos a sable.
Volví con la guardia, formé al frente del primer escuadrón y llamé a su comandante, teniente 1º don Ramón Etchart, mientras yo me adelantaba solo a recibirlo, cuando llegué a donde estaba él, que venía desconfiado y de mala gana, me tiré del caballo, lo tomé fuertemente por una mano, y le dije: “Soy blanco y me voy con los míos, pero en atención a las distinciones que el coronel Pigurina ha tenido conmigo, voy a permitir a Ud. y a todos aquellos que no quieran seguirme que se retiren con sus armas”. Mandé dar dos pasos al frente a los colorados, e hice desfilar a la izquierda por retaguardia a los que se resolvieron a acompañarme.
Coronel Bernardo Berro

Entonces el teniente Etchart y todos los colorados que lo acompañaban prorrumpieron en vivas al comandante Berro y mueras a la canalla. Dejé a Etchart con 18 hombres en atención a mi amistad con el coronel Pigurina.
Al otro día, 13, estaba, al salir el sol, en la estancia de Urtubey. El coronel se resolvió a marchar con unos 10 o 12 hombres que tenía reunidos, y ese mismo día nos incorporamos al general Saravia, con 80 hombres que yo llevaba y más los doce de Urtubey. El General me dio un cariñoso abrazo, recordando mi vieja y estrecha amistad con su malogrado hermano Gumersindo. Me dijo que sentía que les hubiese dejado las armas a los 18 soldados, y después que le hice conocer los motivos, aprobó mi conducta. Presente el Coronel Urtubey, quiso el General darme algunas órdenes; entonces, dije a este último: “Señor General, desde este momento me pongo a órdenes del Coronel Urtubey, que es un patriota y una bandera para nuestra causa”. Desde ese momento, el Coronel Urtubey fue el Jefe de la 3ª División y yo su segundo.
El día 18, aumentada la 3ª División a 200 hombres, mandó el General en comisión a Tomás Borches, Antonio Mena y un cuñado del general, a cortar a Derquin y Gumersindo Collazo, que habían salido de Melo el día antes, buscando la incorporación de Muniz.

2

El día 19, marchamos de mañana temprano en dirección al Arbolito, y como una legua antes me mandó llamar el general y me dijo: “Coronel, ahí está el enemigo; pero Derquin se ha entregado con un carro de municiones y la fuerza de su mando: saque todos los tiradores de su división, que este día va a pelear con el coronel Mena”. Entonces le dije: “Pero, señor general, ¿voy a órdenes del coronel Mena?” – “No señor, me dijo: va usted a desplegar por retaguardia de la cabeza, apoyando la derecha de sus tiradores en la izquierda del coronel Mena”.
Di cumplimiento a lo ordenado, llevando 15 lanceros a órdenes de los oficiales Juan Francisco Ferrer y Teodoro Berro. Marchamos en dirección al Este, dejando la casa de Amilivia a la derecha: al enfrentar a ella, variamos a la derecha e hicimos alto un momento; seguimos con rumbo al Sur y atamos los caballos en un alambrado, adonde ya llegaban las balas del enemigo. Allí quedaron los oficiales Ferrer y Berro con los quince lanceros de referencia para cuidar los caballos, ponchos, etc., y alcanzarlos después su fuese conveniente. Haciendo fuego, dimos un medio cuarto de conversión a la derecha y vi caer al viejo y valiente mayor Floro Sabattel, gravemente herido. El fuego enemigo en ese momento era muy nutrido. Los soldados de mi izquierda flaquearon algo, sin avanzar con la decisión que yo les requería. Mandé a mi ayudante Barrios que lancease a unos que se escondían detrás de unas piedras en vez de seguir el movimiento de avance, acometiéndolos yo con la espada para volver a media rienda sobre la derecha de mis tiradores, que desde ese momento pelearon como bravos: fue un bautismo de fuego que honraría a verdaderos veteranos.
Avanzamos al Oeste bajo un fuego mortífero y casi agotadas nuestras municiones, cuando el valiente coronel Mena me gritó: “Coronel Berro, se me ha concluido la munición”, y, dirigiéndose a sus soldados, les dijo: “desgraciados, corran a tomar sus caballos porque se han agotado las municiones”. A mí ya no me quedaban más que ocho o diez hombres que las tuviesen: con ellos inicié la retirada, cuando ya iban huyendo muchos soldados y algunos jefes y oficiales, que en vez de protegernos y llevarse por delante al enemigo que flaqueaba, nos abandonaban cobardemente. Allí me balearon el caballo cuando me retiraba haciendo fuego con un wínchester, y después de haber marchado unas tres o cuatro cuadras, empezó a temblar y cayó. Salí yo con el freno en la mano, y fui hasta donde estaba el coronel Urtubey, a la cabeza de 80 lanceros que no prestaban ni siquiera el servicio de alcanzar un caballo al segundo jefe de la división, quien anduvo enancado en el caballo de su ayudante hasta encontrar un jamelgo miserablemente enalbardado, y así fue a buscar a su general y a sus hijos Pedro y Carlos, que venían en retirada hacia la casa de Amilivia, y Teodoro, que andaba con el alférez Ferrer allegando caballos a nuestros pobres compañeros que bajo un fuego vivísimo se retiraban muertos de cansancio, en tanto que el valiente oficial Cirilo Garrido me dijo en presencia del coronel Urtubey y sus lanceros: “Coronel, mándeme un caballo, porque me muero de cansado, no puedo más” Puedes figurarte lo que le contestaría quien estaba a pie y pidiendo al coronel Urtubey, su superior, que le hiciese llevar el recado hasta la caballada.



Encontré a mis hijos, pero no a mi valiente y querido general que, sabedor de la muerte de su hermano, se había corrido a la derecha y de allí me mandó decir que me retirase en dirección al paso del Tacuarí. Yo tenía todos mis tiradores reunidos y a caballo: yo mismo había mudado en la caballada y ensillado con mi recado que me lo trajeron los soldados Loreto Medina y Aurelio Martínez; ya los lanceros que habían estado en comisión se me habían reunido, cuando me encontré con el coronel Mena, que también ayudaba organizando su gente, y me dijo: “Coronel, traiga su gente organizada, porque si estos nos persiguen y usted piensa como yo, debemos darle una carga de lanza conforme salgamos a campo raso, y verá si vamos a llevar por adelante a esos maulas”. De acuerdo en un todo con mi compañero y amigo el coronel Mena, nos retiramos prontos y con opinión hecha de cómo deberíamos obrar, pero nadie nos persiguió, y a nuestra retaguardia, hasta una legua del campo, no se veían amigos ni enemigos, con excepción de uno que otro hombre bien montado, que nos siguieron unas cuadras haciendo algunos disparos. No es cierto que Derquin viniese a nuestra retaguardia hasta ese momento: después podrá haberla tomado en nuestra izquierda – derecha antes de nuestro cambio de frente en retirada, pero entonces no.



3

En esa acción se distinguieron por su valor y serenidad en la pelea el capitán Pedro J. Berro, el distinguido Carlos A. Berro, el teniente 2°. Garrido, el mayor Floro Sabattel, que salió gravemente herido, muriendo de resultas. Se portaron como buenos el sargento mayor don Manuel Urán, los tenientes 1os. Francisco Baudean é Isabelino Barrios, mi ayudante, que no se separó de mi más que para desempeñar las comisiones que le ordené, y los alféreces Teodoro Berro y Juan Francisco Ferrer, al primero de los cuales le hirieron tres caballos. Salieron heridos el capitán Pedro J. Berro, el mayor Floro Sabattel, el teniente Cirilo Garrido, el sargento Benjamín Serna y los soldados Antonio Cañas y Ramón Santurio.
 Pasamos el Tacuarí, y fuimos á campar del otro lado de Melo, siguiendo después hasta Aceguá, donde permanecimos varios días sin que nadie nos incomodara. El objeto principal era mandar nuestros heridos al hospital de Cuchilla Seca y hacernos de algunas municiones.
De allí mandó el general algunas personas con licencia y otras en comisión, pero tuvimos también muchas deserciones de jefes, oficiales y soldados. ¡Lástima que hubiesen formado con nosotros hombres indignos de ostentar nuestra divisa y de ser mandados por Aparicio Saravia!
¡Sí!; lástima grande que formaran con nosotros los desilusionados y pusilánimes que entonces se fueron; con nosotros, hombres humildes, ¡pero orgullosos ciudadanos que habíamos jurado morir por la patria antes que abandonar la causa santa por que luchábamos!
De Aceguá marchó en comisión el coronel Urtubey: iba, según me dijo el general, á influir con Derquin y Borches para que se incorporaran al ejército, y no llevaría más de doce hombres; pero lo cierto es con él se fueron esa noche más de treinta hombres, entre ellos algunos jefes y oficiales de verdadero mérito, y que, culpables ó no, el ejército perdía con ellos un importante concurso. Ese mismo día se me desertó el comandante.
Después tomamos rumbo al Río Negro, y cambiamos dirección hacia Tupambaé, por cuyas alturas se nos incorporó el coronel Lamas, siguiendo hasta las puntas del cerro Largo. El 1º de Abril alcanzamos á Otazo, y, habiendo ido á visitar yo al general bajo una lluvia torrencial y estando departiendo con él, vino un vecino á avisar que Muniz se hallaba cerca, carneando. Inmediatamente se tocó á ensillar; pero los vaqueanos eran malos, y nos llevaron á una picada por donde no podía pasar más que un hombre de frente. El general mandó de vanguardia al coronel Mena, valiente jefe y distinguido amigo mío, pero á quien no le correspondía esa comisión, porque no era él el jefe de la división del departamento donde se operaba; y a los jefes de división se nos había prometido que haríamos la vanguardia en nuestros respectivos departamentos.
Después pagué bien la falta de confianza ó el olvido de mi general. Perdimos de alcanzar á Muniz ese día, porque las descubiertas, fuese quien fuere el que las mandó, no se hicieron en forma. Habíamos campado á dos leguas de donde estaba Muniz campado y carneando, después nos llevaron á una picada por la que se necesitaban horas para pasar.
Llegamos tarde al campamento de Muniz en las puntas de Leoncho, encontrando reses carneadas y ranchos muy bien hechos que nadie había utilizado: el enemigo con su gente iba en marcha precipitada con rumbo al paso de los corrales.
El día 2 de Abril lo perseguimos sin descanso hasta los Ceibos; pero el hombre iba á marchas forzadas y se nos fue por el paso de la Laguna, del río Olimar, mientras nosotros vinimos a pasar el mismo río á las 11 de la noche en el paso real de la villa de Treinta y Tres. Seguimos a marchas forzadas hasta Retamosa.
Habíamos pasado el paso del Rey del Cebollatí y  lo repasamos en una picada para el Norte. Volvimos á repasarlo en el paso del Sarandí del mismo río y marchamos de noche hasta cerca de la Manguera Azul adonde llegó en comisión el comandante Juan José Muñoz, quien volvió con la noticia de que Vergara se nos había ido, ó, más bien dicho, lo habíamos dejado ir, y que un ejército numeroso venía en marcha sobre nosotros.
Esa misma noche retrocedimos, llena el alma de desencanto por el mal resultado de la operación.

4

Repasamos el Cebollatí y marchamos hasta las Pavas y allí se nos incorporó el coronel Lamas por segunda vez, con 380 hombres: el resto había quedado con el traidor Núñez y otros que no se llaman Núñez, pero que obraban de acuerdo con él.
A los pocos días estábamos en San Jerónimo, departamento de la Florida; tomamos unos cuantos prisioneros de una policía y Julio de Barros se tiroteó con la vanguardia de Muñoz. El general me ordenó proteger á Mena, que estaba en el paso de la Tranquera, de Santa Lucia chico; que marchara a trote y galope y forzáramos el paso, adonde, según le habían avisado, se dirigía una fuerza numerosa del gobierno. Marché á trote y galope y pasamos el paso sin encontrar el anunciado enemigo.
El día 16 de abril campamos en el cerro Colorado. A poco de haber desensillado, vi que algunas divisiones ensillaban, y en seguida vino el ayudante Rodolfo Ponce de León, y me dijo: “Coronel, ordena el general que marche inmediatamente á trote y galope al lugar del fuego” (ya se sentían algunos tiros. Di cumplimiento á la orden, dejando á retaguardia dos divisiones que estaban á mi vanguardia y tomé una posición magnifica detrás del terraplén de la vía férrea a Nico Pérez. A mi derecha entraron después el comandante Juan José Muñoz y el coronel Marín con gente de las divisiones de Minas y San José, más a la derecha estaba el coronel Lamas con poca gente y una ·partida de Juan José Muñoz en observación: y á la izquierda el general Saravia con las demás divisiones.

La infantería enemiga avanzó de frente hasta una cañada que había a nuestro frente y de allí nos hizo un fuego vivísimo, hasta que apareció una fuerza dé caballería, poca, que no era más que el estado mayor con Domínguez á la cabeza. Estos vinieron hasta la citada cañada, la vadearon, amenazaron una carga hacia donde estaba el general y cambiaron de dirección á la izquierda, esto es, hacia dónde yo me encontraba.
Pareciéndome que traían una bandera de parlamento, mandé suspender el fuego, subí al terraplén contra las súplicas de mi gente y enarbolé mi pañuelo blanco. Se me recibió á mi subidla al terraplén con una rociada de confites; mandé romper el fuego y la caballería enemiga repasó la cañada para el sur en dirección a unos ranchos, llevando cuando menos un herido o muerto que vimos caer a nuestro frente.
Ese día conocí que el comandante Juan José Muñoz era un buen compañero: desde entonces tomamos parte juntos en varias peleas, siendo siempre buenos amigos. ¡Que Dios dé á la patria muchos ciudadanos como el comandante Muñoz, modesto, de valor sereno, honrado y patriota! Esto es poco en relación a las ponderaciones que hacen personas autorizadas de otros que el comandante Muñoz y yo conocemos bien. Yo prefiero para mi patria ciudadanos como Muñoz a algunos que conocemos y han sido, por quien no debía, ponderados oficialmente.
De tarde recibí orden del coronel Lamas para retirarme en dirección a la estancia del cerro Colorado, dejándola á la izquierda, cuando ya se habían retirado algunas otras divisiones. Dimos cumplimiento á la orden marchando en batalla al tranco, dando frente al enemigo de trecho en trecho y en el más perfecto orden de escalonamiento. Al rato marchábamos en columna para el paso de Mansavillagra, que pasamos, y acampamos al Norte. Yo acampé á la derecha del paso, hice carnear tres vacas, di de comer á mis soldados, y después dormimos tranquilamente.
En Cerro Colorado no tuve más que un muerto y ningún herido: las posiciones eran inexpugnables.
Nos dirigimos al Norte del Río Negro, pasando en el paso de Pereira, y, después de algunas marchas y contramarchas, incorporado ya el coronel Jara con la división de Cerro Largo, Celestino Alonso, el comandante Vélez, Acevedo Díaz, mi hijo Pedro, que venía del hospital de Cuchilla Seca, y otros.
El 14 de Mayo por la mañana marchamos del arroyo de la Coronilla en dirección á Cerros Blancos, yendo mi división de servicio cubriendo la retaguardia del ejército. Cerca de Cerros Blancos recibí orden de hacer replegar las caballadas y no dejar salir a nadie por los flancos, porque el enemigo estaba cerca. Inmediatamente mandé dar cumplimiento a lo ordenado por el estado mayor y mandé á mi ayudante don Antonio Prieto á decirle á mi general que me permitiera entrar en línea con mi división, porque por retaguardia no había peligro y yo quería como siempre, entrar en pelea.
El general, accediendo á mi pedido, me contestó que podía replegarme, tomando el lugar que me correspondía en la columna. Para hacerlo, tuve que marchar á trote y galope hasta que alcancé la primer división, que había cambiado de dirección al Oeste para dar frente al Norte, y le dije al comandante Basilio Muñoz, hijo, que allí mismo debía dar frente al enemigo para yo apoyar mi derecha sobre su izquierda, porque faltaba la división 2ª y la 4ª venía á retaguardia. Inmediatamente de pasar al frente de la columna di frente á la izquierda y en orden de batalla avancé un par de cuadras para ocupar unas posiciones que me parecieron ventajosas, las que ocupé efectivamente bajo un fuego nutrido y sin advertir que las divisiones 1ª y 4ª, que debieran haber entrado á mi izquierda, habían quedado un par de cuadras á mi retaguardia, lo mismo que el primer escuadrón de mi división, que comandaba el teniente coronel don Francisco Ledesma.
Tuve, pues, que abandonar aquella posición bajo un fuego mortífero y con las bajas del valiente y leal capitán don Pedro Garat, del patriota teniente don Fructuoso del Puerto y soldado Eustaquio Cuello, que cayeron el primero mortalmente herido y los otros de alguna gravedad. Volví á entrar en línea, apoyando mi derecha en la 4ª división, mandada por mi valiente compañero Juan José Muñoz.


5

Por nuestro frente desfilaron en retirada todas las infanterías de Villar, haciendo excelente blanco para nuestros tiradores: se dirigieron en marcha precipitada hacia una sierra que nos quedaba a la izquierda, cuyo rumbo ya habían tomado otras fuerzas enemigas, en columna algunas y en desorden otras.
El comandante Muñoz reservó los tiros de sus carabinas rémington, de acuerdo conmigo, para la retirada, que preveíamos obligada una vez que el enemigo se apercibiese del agotamiento de las municiones, en la izquierda mucho más, cuando ya se notaba que aflojaban nuestros fuegos en la derecha, que al principio eran nutridos. Sucedió lo que preveíamos: los fuegos de nuestra derecha fueron debilitándose hasta cesar completamente. Mis tiradores habían quedado a cuatro cartuchos, que les hice reservar como defensa personal, y, por consiguiente, ya no hacían fuego más que algunos hombres de Muñoz.
Recibimos orden de retirarnos en esos momentos, cuando el enemigo apercibido ya de la escasez de nuestras municiones, volvía sobre nosotros. El comandante Muñoz tomó nuestra retaguardia, tiroteándose con el enemigo un rato antes de anochecer. Íbamos en dirección al paso de hospital.
Ya cerrada la noche, alcancé mi general en las inmediaciones á una casa de comercio. Luego que me saludó, me dijo:
- Coronel, necesito que Vd., Mariano y Basilio Muñoz se encarguen esta noche del flanqueo y retaguardia del ejército, no sea que estos locos (se refería á la gente de Villar) les dé por hacernos una diablura, entonces, le respondí: 
- Voy a dar cumplimiento, general; pero para salvar responsabilidades, debo hacerle presente que mi división entró de servicio antes de ayer y por eso viene mal dormida y fatigada. 
- Bueno, coronel, tenga paciencia, repuso: Yo deseo que V d. preste ese servicio.
- Se cumplirá lo ordenado, señor general; buenas noches.
- Coronel, haga encender algunos fogones para que vean esos enemigos que no les tenemos miedo y para que no se nos extravíen algunos hombres.
La noche era obscura; marchábamos haciendo paradas y soportando una lluvia torrencial. Tenía que recorrer personalmente y hacer recorrer por mis ayudantes la línea de flanqueadores, porque, aunque iban a cargo del comandante Francisco Ledesma y de los sargentos mayores Marta y Denis, la gente se me dormía, perdía la distancia, se venía sobre la columna o se alejaba demasiado.
A retaguardia de mis flanqueadores traía un retén de gente de confianza. Fui así de servicio hasta las Tres Vendas, en la frontera, adonde llegamos al otro día lloviendo. Al rato de campar, se tocó a ensillar y el ejército se puso en marcha.
Al llegar a la Cerrillada, arroyo de Guaviyú, el general me mandó llamar, y me dijo: “Coronel, a la izquierda tenemos el ejército de Villar y al frente parte de ese ejército que nos ataja la puerta.
Le contesté, hallándose presente el estoico coronel Lamas: “General, mi gente está mal municionada: ayer salió a cuatro tiros; pero, con las municiones de los heridos y algunas que tenían los caballerizos, hoy está á diez tiros y, si hay que abrir la puerta, la abriremos, ó si no, quedaremos en la estacada para ejemplo de los cobardes que nos abandonan”.
-          “Bueno, coronel; saque, entonces, su gente; despliegue los tiradores en guerrilla en aquella cuchilla y protéjalos Vd. mismo con los lanceros”.
Ya habían marchado algunas fuerzas, que no acudieron al lugar donde se inició el fuego.
Yo iba con los lanceros inmediatamente detrás de los tiradores, donde iban mis hijos y otros seres todos queridos, porque todos eran valientes y buenos compañeros, pero eran pocos, muy pocos, 30, próximamente. El comandante Ledesma, de mi división, iba más a la izquierda con otros 3O hombres; en la extrema izquierda, el comandante Isidoro Noblía con veintitantos; por todos, con mis 36 lanceros, ciento veintitantos hombres.
A los de la derecha nos recibieron con un fuego nutrido que contestaron mis tiradores de la misma mano, dando vivas a nuestra causa y a nuestro general, que llegó momentos después. El fuego era tan vivo que mandé a los lanceros desmontar y echar cuerpo a tierra. Cuando llegó el General, el fuego enemigo aflojaba, las primeras guerrillas enemigas montaban a caballo y se ponían en retirada.


6

Entonces el general me dijo: “Vamos a amagarles una carga con los lanceros”, y nos pusimos en marcha.
El ordenó á mis 30 tiradores de la derecha, por intermedio del ayudante Rodolfo Ponce de León, que marcharan hasta ponerse á 200 metros del enemigo, cosa que trataron de efectuar y no pudieron, porque el enemigo se retiraba de ese lado.
Marchamos con el general y mis lanceros al galope, pero con unos caballos flacos y transidos como Rocinantes. Hicimos algunas cuadras, habiendo yo utilizado el clarín del general, haciéndole tocar á la carga y á degüello, cuando llegó un ayudante y dijo al general: “Comunica el coronel Saavedra que no puede cu1nplir la orden de protegerlo, porque no tiene ni munición ni caballos”.
Entonces me dijo el general: “Coronel, yo tengo que hacer en otra parte; queda V d. encargado de esta operación, pero creo que no debe pasar de aquella cuchilla”.
 Fui hasta donde el general me ordenaba, y aun me excedí: pasé aquella cuchilla, y otra, y otra, hasta que descubrí todo el ejército enemigo pasando el Guaviyú para el otro lado: es una vergüenza, porqué se componía de orientales. Estos parecían una majada: la mitad de un lado y la otra del otro.
Momentos después, viendo que yo no les llevaba la carga, desplegaban una fuerte guerrilla de tiradores sobre nuestra izquierda.  Había cumplido con exceso la orden del genera: había abierto la puerta, y puerta grande: había corrido a más de 600 hombres con ciento veintitantos; era casi de noche, y mandé orden al valiente comandante Isidoro Noblía de que se moviese al tranco, iniciando yo mismo la retirada á ese aire. Nadie más que Noblía con sus 30 hombres, el general algunos momentos con los ayudantes patriotas y buenos amigos Luís y Rodolfo Ponce de León y mi querido y valiente amigo el comandante Cabris, que andaba de voluntario, me acompañaron ese día.
Rodolfo y mi teniente Ladislao Moreno entraron por la derecha y sacaron una caballada flaca de cerca del campamento enemigo mientras yo llevaba al centro el amago de carga de lanza, al que mi distinguido jefe y excelente amigo el coronel Lamas, que nos miraba a la derecha por hallarse gravemente herido, dio el nombre de brillante. El mismo jefe me preguntaba algún tiempo después:  “Coronel ¿que oficial mandaba aquellos lanceros? ¡qué linda carga de lanza! Quiero tener los nombres del oficial y de los lanceros que lo seguían …”

Le dije que no sabía quién era el oficial, ni los soldados, pero que todos pertenecían á mi división: mi general estaba oyendo, y le dijo: “Son lanceros de la 3ª división, mandados por el coronel Berro”. - Gracias, mi coronel; gracias, mi general... con eso me han pagado mis humildes servicios á la patria.
Muy entrada la noche, llegué á la carpa del coronel Lamas, le di cuenta de la operación y me felicitó por ella. Eran las 9 pm, - y el general no había vuelto todavía.
Me pareció que mi querido jefe de estado mayor sufriera mucho esa noche, moral y físicamente. Comprendí la razón de aquel grande y noble dolor: la división de ......................... (en blanco en el original) con sus jefes a la cabeza, se había rehusado á protegerme y había desertado cobardemente.
Algunos días después estábamos en las puntas del Arapey chico, disminuido el ejército en más de mil hombres, entre éstos muchos jefes y oficiales: de unos y otros se habían improvisado en gran número, y, por consiguiente, había para todo, para héroes y para miserables.
¡Que Dios, y la  patria premien á los primeros y pidan cuenta á los segundos por su cobarde deserción...!
En los primeros días de Junio estábamos en el Salto, paso de las Piedras del Dayman, rio que pasamos al Sur por orden del coronel Lamas. Íbamos á inutilizar el telégrafo y la vía férrea hasta Chapicuí y  á observar el enemigo sobre el Guaviyú.  Se dio cumplimiento a esa orden de acuerdo con el comandante Juan José Muñoz que me acompañaba en esa comisión.
El día 10 de .Junio, al anochecer recibí orden del general para bajar esa misma noche al Hervidero, donde él me esperaría con algunas fuerzas para una operación importante. No llegué tan temprano como deseaba, porque el baqueano se perdió esa  noche; pero llegué á tiempo para divertirme.

Después de saludar al general, llegaron á avisarle que unos buques remontaban el Uruguay. Entonces me ordenó que pasase al Sur del arroyo inmediato a la casa del señor Amaro y esperase allí la escuadrilla. Me dijo el general: “Tenga mucho cuidado, porqué, conforme pueden ser enemigos, pueden ser amigos, pues esperamos á Smith y José Britos”.
De modo que los primeros que tenían que habérselas con la escuadrilla eran tu servidor y treinta y dos tiradores, que fueron los únicos que pude llevar por lo precipitado de la orden y porque en mi división ya éramos muy pocos, 90 próximamente.
Llegué al punto indicado por el general, cuando ya la escuadrilla venia cerca. Estábamos en un desplayado sobre el Uruguay, sin más defensa que un barquichuelo de sarandí, que más estorbaba que servía de parapeto. Al aproximarse los buques, Teodoro y el sargento Rodríguez me dijeron: “Son enemigos: Vi uno de kepis blanco en el castillo de proa del Vidiella y les dije: “Fuego al del kepis blanco; apunten bien...” Pensaba que fuese un caballero con quien tengo una cuenta pendiente, pero por desgracia no lo era, sino mi querido amigo José Carrasco, supongo, porque después supe que había salido herido.

7

La escuadrilla se componía del “Vidiella” y  dos chatas á vapor, una de las cuales huyó a los primeros disparos de nuestros tiradores: la otra y el Vidiella hicieron alto un poco más de cien metros de nosotros y nos empezaron á menudear fuego de cañón y fusilería, fuego que duró cerca de media hora, siendo muy nutrido.
Cuando pensaba que nos iban a concluir á todos, el vapor y la chata se pusieron en marcha, haciendo fuego al pasar bajo los disparos de nuestros compañeros, que con el general ocupaban la casa de don Nicanor Amaro y sus adyacencias. Momentos antes de ponerse en marcha el vapor, me pareció que la voz de mi hijo Teodoro, que daba vivas haciendo fuego a la derecha, no era su voz entera. Me corrí a ese costado y lo encontré que venía caminando con mucha dificultad: acababan de herirlo en un muslo. Teodoro me dijo: “Han muerto al comandante Ledesma mientras me retiraba del fuego, porque yo no podía caminar”.
Fueron heridos en esa acción, además de los nombrados, el capitán Gregorio Guevara, contuso, y el sargento 1º Francisco Rodríguez.
Allí se batieron como tiradores los capitanes: Modesto Morales, Pedro J. Berro, Pedro Pellejero y Gregorio Guevara, los tenientes Blanco, Luis Brun, Gregorio Barreto y Ladislao Moreno alféreces Teodoro Berro y Felipe Ledesma, cabos Bernabé y Fabián Malvárez y como veinte más entre clases y soldados.
En los primeros días de Julio llegamos á Aceguá, yendo yo de vanguardia y en marcha paralela con el comandante Basilio Muñoz. Allí encontré al coronel Fulión y a mi valiente y querido mayor De Anca, que con unos pocos hombres desde el día anterior se tiroteaban con el enemigo.
Busqué una buena posición y estuve haciendo fuego intermitente durante el día entero á la gente de Muniz; pero eligiendo blanco, porque nuestras municiones nunca sobraban. De noche me hizo retirar el general.
Al otro día, 8 de julio, vino el comandante Eladio Blanco y me dijo: “Coronel, ordena el general que ensille y marche a trote y galope á tomar la altura de los cerros”. Me pareció que la orden no estaba bien explicada y mandé pedir su rectificación, poniéndome en marcha inmediatamente.
Díjome mi ayudante: le ordena el general que marche hasta aquella altura en protección del coronel Imas que va á atacar al enemigo por nuestra izquierda; que deje los caballos á distancia conveniente y haga echar á sus hombres cuerpo á tierra para proteger la retirada que debe efectuar Imas.
Cumplí lo ordenado: pero es el caso que el coronel Imas seguía adelantando y yo tuve que combinar mi movimiento de avance, porque no podía ni debía abandonar a aquellos pocos hombres tan valientes, que llevaban a su cabeza a uno de los jefes más simpáticos que sirvieron en nuestro ejército. -Instruido, honrado, valiente y pundonoroso, el coronel Imas quería lavar la mancha que habían echado á su gente los jefes, oficiales y soldados que lo abandonaron, desertando miserable y cobardemente.

La lavó bien con su noble y generosa sangre, con la sangre y el denuedo de sus bravos compañeros, que pelearon como verdaderos orientales. Viendo batirse como se batían Imas y sus compañeros, se puede pelear, se puede morir contento y con orgullo.
Llegó el momento de protegerlo. La gente de Imas se retiraba, y se retiraba mal, peleando en desorden unos, disparando otros. Nosotros veníamos haciendo fuego en la derecha y vimos descolgarse como á cortar á los de Imas, por una quebrada que tiene nacimiento en la punta del cerro, frente á la manguera ó cerco de piedra de Garmendia, una fuerza de 200 hombres próximamente.
No se oían las voces de mando, porque las descargas producían un estrépito infernal. Marché á vanguardia de mi gente á paso de trote y con la espada y á gritos les indicaba que era necesario correr á morir peleando ó salvar á nuestros amigos. La carga fue recia: el momento de grande ansiedad: llegamos hasta el fondo de la quebrada del otro lado, y muy cerca desfilaba el enemigo, á quien hicimos remolinear y detenerse un momento, aunque se rehízo y siguió su movimiento de avance hacia nuestra izquierda, por donde ya había pasado en retirada la gente de Imas y donde peleaban como bravos los tiradores de la 1ª división á órdenes del comandante Basilio Muñoz...


8

Se habían agotado las municiones y había corrido sangre de mi sangre: mi valiente y querido hijo Teodoro había caído gravemente herido... Corrí adonde estaba; lo examiné ... Había recibido un balazo en la parte izquierda de la frente.; tenía cono un bulto en esa misma sien, y me pareció que allí estaba la bala, haciéndomelo creer así algunos compañeros, diciéndome que estaba atontado del golpe. ¡Pobre mi hijo tan valiente, tan noble y grande en su desinteresada y patriótica sencillez: ya tus labios no vivarían más á la santa causa que defendimos!; ¡ya no apostrofarían á los miserables acobardados, ni sonreirían ante los mayores peligros! Tuve esperanzas de que mi hijo viviría; busqué municiones y me preparé para continuar la pelea, cuando vino el general y apretándome la mano, me dijo, con los ojos llenos de lágrimas: “Lo acompaño en su dolor”.
Entonces recién me di cuenta de 1ni horrible, eterna desgracia, y pedí licencia para ir á ver á mi hijo. Es una página que no puedo continuar escribiendo ¡es tan triste!
Con nosotros iban algunos hombres de la división 4ª, nuestros queridos y valientes compañeros, el capitán Mesones, los dos Orique y dos ó tres más. El comandante Juan José Muñoz no estaba: vino más tarde con el malogrado Ramón Suárez, atribuyendo yo á eso el haber concurrido tan pocas personas de su división.
El distinguido y valiente capitán Alberto Maldonado estuvo con nosotros y con nosotros cargó cuando cayó mortalmente herido, Jo mismo que Orique. De los míos, además de mi hijo, cayeron heridos el teniente 1º Ladislao Moreno, el alférez Eulalio Espinosa, los sargentos Juan Roldán, Hipólito Franco, Juan Peña y Manuel Peña y algunos soldados cuyos nombres no recuerdo.
El 1º, después de haber velado á mi hijo en casa del señor Sanás, fuimos a dar cristiana y patriótica sepultura á sus restos queridos, al lado de las fosas de Imas, Maldonado, Teófilo Martínez y Sellanes, á media cuadra de la casa de comercio del señor Acuña. Al enterrarlo, pronuncié las siguientes palabras:
 ¡Sangre de mi sangre, que todos los que llevan tu nombre sepan honrarlo tan bien como tú lo has honrado y sirva á tu patria tan bien como tú la has servido!
 Después? ¡ay! después sufrir, llorar, orar... esconder en lo posible el dolor amargo que sentía.
Con el armisticio que se produjo y los preliminares de paz por iniciativa del patriota ciudadano Dr. Aureliano Rodríguez Larreta, vino un dolor más á apoderarse de mi alma. Y ese dolor patriótico era hijo en parte de la particular estimación que yo sentía por el jefe del estado mayor; era hijo de la estimación y verdadero cariño que tenía para mi jefe y uno de mis amigos más queridos, el general Aparicio Saravia. Parece mentira, pero es lo cierto: se había pactado, se había firmado el armisticio, se trataba de la paz, y para ello no se había consultado a los jefes de división. Un día no podía sufrir más y subí á caballo para ir al estado mayor á pedir mi retiro, no de la revolución, pero sí de aquel ejército, cuyos dos jefes superiores habían firmado un armisticio y trataban de mandar un memorándum al comité de guerra establecido en Buenos Aires, sin consultar a los jefes de división, al ejército, en una palabra.
Antes de llegar á la carpa del coronel Lanas, me llamó mi distinguido amigo el doctor Acevedo Díaz, que estaba en la puerta de la suya, y me dijo: “Bájese, coronel; tome asiento; aquí está mejor; ¿qué vamos á tomar'?”... y continuaba mi estimado amigo con el modo atencioso y lleno de cariño con que siempre me ha Tratado, cuando, de pronto, me preguntó:


“¿Qué tiene, coronel? ¿está enfermo? ¿qué le sucede?”
Le dije á qué iba al Estado Mayor, y el doctor repuso:
“No debe hacerlo, coronel; el coronel Lamas y más el general sienten gran estimación por Vd.  …Oiga, me repitió; y me empezó á contar cosas que no son para repetirlas aquí, respecto de opiniones que le había oído al general hablando de mí y del propósito que abrigaba de pedir un puesto importante para mí, siempre que se hiciese la paz.
“Eso, que puede valer mucho para mí, doctor, no vale nada, le dije, para los demás jefes de división, para el ejército, en una palabra”
“Bueno, me replicó; yo le prometo ver al coronel Lamas y al general, y eso, que no pasa de un olvido, se arreglará”.
Al otro día fuimos llamados los jefes de división. El coronel Lamas nos dio cuenta de haberse firmado el armisticio y de los trabajos que se hacían en favor de la paz. Era un día de triste recordación para nuestro partido y de baldón para nuestros adversarios: pero, aniversario considerado como fiesta cívica nacional.

9

Olvidé mi resentimiento para hacer justicia á dos grandes servidores de la patria, el coronel Lamas y el general Aparicio.  Solicité permiso al jefe de estado mayor, y, reseñando los servicios por ellos prestados á la patria, pedí un viva para tan esclarecidos patriotas, viva que fue contestado por todos los presentes...
¿Para qué continuar, recordando la temporada triste, horrible, que pasamos en Aceguá?
En Tarariras no me tocó pelear: desfilamos malísimamente montados por delante del ejército enemigo y cubrió nuestra retaguardia la gente del comandante Francisco Saravia, que dos días antes se había incorporado a nuestras filas; algunos de la 1ª división y el escuadrón de Serafín Da Rosa. Esa gente la mandó él general en persona, haciendo quemar bien á la de su hermano don Pancho.
Allí cayó herido mi querido amigo Rodolfo Ponce de León, a quien he tenido el gusto de recibir varias visitas en Treinta y Tres y Montevideo, encontrándolo la última vez que lo vi tan sano y robusto como deseo que siempre se halle.

Hacíamos tan poco caso del ejército de Benavente, que esa noche dormimos cuchilla por medio.
El 22 marchamos después de salir el sol. Pancho Saravia seguía de servicio y otros compañeros que no nombro, porque no tengo datos ciertos al respecto. Mientras ellos se tiroteaban á retaguardia, el ejército llegaba, marchando en columna, á la sierra del Carmen, en cuya boca tendimos línea de batalla y esperamos treinta y tantas horas al enemigo, que no se animó á traer el ataque.
El 26 encontramos en la sierra de Sosa á Manduquiña Caravajal con una fuerza que nos guerrilló un rato. El general destacó mi división y la 4ª para guerrillarlo y cuidar el flanco que daba á Nico Pérez.
Habíamos tendido línea con frente á ese pueblo y desalojado de una cañada con piedras y algunos árboles á Caravajal, cuando vimos dos que se retiraban.
El general que estaba á mi izquierda a retaguardia de la gente de Muñoz, picó el caballo, pasó por entre esa gente, alcanzó a uno, le dio un lanzazo y siguió al otro. Entretanto su hijo Aparicio cargó al herido y fue entonces que  éste  le quebró la pierna de un balazo, mientras el general rompía su lanza en el basto de su perseguido enemigo.
Más tarde, nos salió de vuelta la gente de Manduquiña: las divisiones 3ª y 4ª marchaban a retaguardia. Entonces el general nos ordenó a mí y a Muñoz atacarlo, resistiendo Manduquiña muy poco y huyendo para no volver más.
Seguimos marcha hacia el  Cebollatí. Mucha gente iba completamente a pié. En la manguera Azul tuvimos la confirmación de la noticia de la muerte de Borda, dando esto lugar a que todos hicieron proyectos más ó menos juiciosos. Yo también di mi opinión, que era la siguiente: “Si, como creo, Cuestas va al poder, hará mucho mal, ó mucho bien: es un hombre de condiciones y sobre todo, conoce mucho á nuestros hombres, si quiere, lo repito, hará mucho mal ó mucho bien, pero no dejará de hacer mucho”.

10

El 31 de agosto, el otro lado de Barriga Negra, se desprendieron del ejército las divisiones 3ª y 4ª, en dirección á la ciudad de Minas. De tarde el ejército nos alcanzó en las costas del Soldado, y nos pusimos en marcha, siguiendo hasta una portera que hay á la entrada del cerro de Arequita. Marchábamos en columna, la 4ª de vanguardia porque operaba en su departamento, siendo su gente, por lo tanto, más baqueana que la de la 3ª. Llevábamos una partida exploradora, compuesta de un oficial y ocho soldados, á vanguardia, pero muy cerca, porque la noche era muy oscura. De repente sentí un grito a vanguardia:
-” ¿Y ustedes quiénes son? “
- “Gente del gobierno”, contestaron.
Conjuntamente con la respuesta, sentí una descarga. Mandé formar los tiradores al frente y corrí á vanguardia. Todo estaba tranquilo: una guardia del gobierno nos había dado el “quién vive”; se les preguntó quiénes eran, dijeron la verdad: se les hizo fuego; cayeron dos para no levantarse más, y el resto huyó cobardemente.
Allí amanecimos con la línea tendida. Al aclarar fui personalmente á descubrir hasta la costa del Campanero, é hice ocupar por el teniente Blanco una posición muy buena en una casa existente á la derecha del paso de dicho arroyo.
Más tarde vinos venir al ejército y llevamos el ataque á las posiciones que ocupaba el enemigo en el paso mencionado y cercos de piedra del Campanero.
Los gubernistas hicieron poca resistencia: les quitamos los cercos de piedra, después el paso y toda la costa del arroyo, y los echamos por delante hasta la orilla de la ciudad. El comandante Arostegui les quitó una caballada: nosotros les matamos un sargento y les hicimos algunos heridos.
Al día siguiente, 2 de septiembre, nos tocó descansar, menos á mi amigo Muñoz, que todavía se tiroteó con el enemigo, cayendo herido el valiente y dignísimo ciudadano don Bernardino Orique.
De Minas marchamos en varias jornadas hasta el paso del Villar, de Solís Chico, donde fuimos llamados para conferenciar con el doctor don José Pedro Ramírez, que venía á ofrecernos la paz.
Una vez reunidos los dos jefes superiores y los de división, el señor Ramírez dijo, entre otras cosas bonitas, que su misión tenía por objeto proponernos una paz que él creía posible, aunque no había hablado personalmente con el señor Presidente; que esa paz se haría en las mismas condiciones propuestas por el doctor Berro al gobierno de Idiarte Borda, Después de los jefes superiores, contestamos todos los de división que aceptaríamos la paz sobre esas bases.
Entonces yo pedí la palabra al señor general, siéndome concedida, y dije estas ó parecidas palabras:
"Señores, cuando nos lanzamos á la lucha armada, fue con el patriótico propósito de combatir contra un orden de cosas, contra un gobierno corrompido y corruptor. Y para mí no hay nada más corrompido y corruptor que el general Muniz y los que lo acompañan llamándose blancos al servicio del gobierno colorado. Si de las seis jefaturas que se nos van á dar, una es para Muniz  ó sus amigos, para fomentar su influencia en Cerro Largo, nosotros, en vez de combatir la corrupción, habríamos venido á servirla, y esto sería ignominioso para un ejército, para un partido como el nuestro, que ama la paz, pero que está en guerra y preparado á continuarla contra un sistema odioso.”
Dijo don José Pedro Ramírez que efectivamente se deseaba que el jefe político para Cerro Largo fuese un amigo de Muniz, aunque también lo fuese nuestro, y que por consiguiente el no podía ofrecer nada al respecto. Entonces le repliqué: “Pero, doctor, que nos den otro departamento y les ofrezcan a Muniz y a los suyos lo que merecen, un jefe político colorado…”
“… O que lo borden en oro”, dijo mi ocurrente y querido general.


Soldados de Aparicio formando, 1904
Don José Pedro Ramírez me preguntó qué me parecía don Alejandro Bresque como candidato de transacción para el caso en que el gobierno lo aceptase; le contesté: que don Alejandro Bresque es un excelente ciudadano blanco, y lo creía revolucionario y capaz de hacer una buena administración. El doctor Ramírez me puso de testigo respecto de trabajos hechos por mi buen amigo Bresque en favor de la revolución y acerca de Muniz, y entonces le dijeron mis compañeros: Bresque no tomó parte en la revolución, porque no fue a ella Muniz: nombrarlo a él sería nombrar a Muniz.  Yo propuse a otro compañero que se descartó por enfermo, y a la verdad que fue desechado con razón. Por enfermo no fue á la revolución y cayó prisionero de Borda lo que en realidad importó una desgracia para nuestro partido.
Nosotros seguimos marcha para San Jacinto. Trias correteó á Melitón Muñoz, y don José Pedro se fue para Montevideo.
Recuerdo que entonces le dije al general: “antes de tres días vuelven á ofrecernos la paz.” Me equivoqué: fue a los cuatro días que, yendo con mi división sirviendo la retaguardia del ejército me alcanzaron el doctor Ramírez; don Pedro Echegaray y otros amigos que con ellos venían. Hicieron parar el carruaje, y, después de saludar á tan distinguidas personas nos retiramos á parte con el doctor Ramírez y le pregunté: « ¿Qué nos trae, doctor?  La paz como Vd. pedía; se les dio Cerro Largo y los demás departamentos exigidos, con excepción de la Florida en cambio del cual les acordarán el Durazno ó algún otro departamento: es la única duda.
Una hora después formábamos parte · de la rueda de jefes, que deliberaba respecto de la paz que se nos ofrecía. Allí pedimos que se nos diese la jefatura de Minas en vez de la de Maldonado que se nos ofrecía; pero no fuimos escuchados ni siquiera apoyados en nuestra opinión.
La pedía, no solo por lo bien representado que estuvo en el ejército aquel departamento; la pedía por la amistad que me ligaba á los queridos compañeros Juan José Muñoz, Celestino Corbo y por otras razones que desde la niñez me hicieron amar aquel departamento. Uno de mis recuerdos más gratos de entonces es el de mi patriota y santa madre, cuando me hablaba de Dios, de la patria y de su querido Minas; por eso mis plegarias a Dios, por la patria, por la familia querida o por el prójimo, van llenas siempre del verídico espíritu religioso, santo, purísimo, que les da el recuerdo de mi santa é inolvidable madre. Para mi amar a Dios es amar la Patria, amar el terruño donde nací, amar a mis padres, amar lo que ellos amaron… y ellos amaron a Minas…
El 10 se festejó la paz en nuestro ejército y el 11 le tocaba á la 3ª división correr á balazos á los gubernistas del paso de los Paraguayos de Santa Lucia chico, y á su jefe ser el último herido del ejército nacional.
Te saluda con el cariño de siempre.
BERNARDO G. BERRO.




domingo, 8 de enero de 2017

El trencito del Arrozal

De la “Central” al “Kilómetro”: un tren de recuerdos


Durante unos cuarenta años del siglo pasado, aproximadamente entre los años 1935 y 1975, funcionó en nuestro departamento, concretamente en instalaciones del Arrozal 33, una de las más extensas líneas de ferrocarril privado del país, que en sus épocas de esplendor contó con una importante infraestructura de más de 50 kilómetros de vías, decenas de “vagones”, varias máquinas propulsoras e inclusive algunos vehículos autopropulsados para el transporte exclusivo de pasajeros.

Pese a haber pasado ya otros cuarenta años largos del cese del funcionamiento del “trencito del arrozal”, aún se conserva vívido en la memoria de quienes le conocieron, y son decenas de treintaitresinos los que usaron esas instalaciones que por muchísimos años fue prácticamente la única forma de llegar al “pueblito” del Arrozal,y que fue parte sumamente importante en el desarrollo de la zona.
La historia de ese trencito de trocha angosta, comienza antes de la constitución oficial de la empresa Arrozal 33, que diera origen al pueblo del mismo nombre y fuera puntal fundamental de la explotación arrocera en la zona y el país. Recién iniciada la década de 1930, el dueño de una vasta área de planicies de más de 11 mil hectáreas de extensión entre el arroyo Ayala y la Laguna Merin, Justo Aramendía, se asocia comercialmente con una importante empresa chilena “Gianoli, Mustakis y cia” que ya operaba en el sector arrocero, y con los hermanos Werner y Waldemar  Qüincke, fuertes comerciantes montevideanos, para constituir la empresa agroindustrial que aún subsiste y cuyo objeto fue desde siempre la producción e industrialización de arroz.

Sin lugar a dudas, la construcción del ramal de ferrocarril desde Treinta y Tres hasta Río Branco, que ya vimos con detalle en un artículo anterior, que comenzó en esa misma época, y las posibilidades de transporte de insumos y cosecha en grandes volúmenes y a bajo costo, fue una de las razones que ameritó la constitución de esta empresa. Pero las autoridades de los ferrocarriles del estado, a pesar de la calidad e importancia del emprendimiento y de las reiteradas gestiones realizadas en tal sentido por los empresarios, no modificaron el trayecto planeado por el Ing. Quintana, y en cambio en compensación, el Ministerio de Obras Públicas cediera en comodato a la novel empresa una enrieladura Decauville usada de su propiedad, de “trocha angosta”, – es decir, que la distancia entre rieles, el ancho de vía, es menor a la red normal de ferrocarriles.
  El campo destinado al asiento del cultivo, estaba situado en zona aislada por completo, dado los medios de transporte de la época. El ferrocarril llegaba solo hasta la ciudad de Treinta y tres; y desde allí las diligencias y carretas continuaban hacia el Este, bien por un sendero casi intransitable, el “camino viejo” a Vergara por la “Cuchilla de Dionisio” ó bien vía La Charqueada por el camino usual de entonces, costeando el río Olimar.

  De las dificultades para acceder al lugar en aquellas épocas, da cuenta  gráficamente un folleto editado por la propia empresa en el año 1959 bajo el título “Cuando el trabajo hace patria...”
Ahí se destaca el hecho de que las primeras semillas que se usaron, importadas de Italia y Brasil, y el combustible necesario e inclusive las modernas maquinarias importadas en la época y técnicos y otros pasajeros, fueron transportados en su último tramo por vía fluvial: las provenientes de Montevideo desde el puerto La Charqueada en el río Cebollatí hasta la costa que la estancia poseía sobre la laguna Merín, y las ingresadas por Brasil directamente desembarcaban en la costa de la laguna.

El parque automotor y de arrastre


Una “locomotora” casi completa, pintada de vivos colores y objeto de juegos y fantasías infantiles, donada por la empresa en los años 90 a la intendencia, e instalada en el Parque del Río Olimar desde hace varios años, es quizá unos de los últimos vestigios del parque de vehículos que componían el “trencito” del Arrozal y constituye, sin dudas, una excelente pieza pasible de restauración, en el incipiente proyecto de “museo agrícola”, intento de conservación de maquinarias y tecnologías productivas  que varias instituciones del medio están proyectando.

Según un extenso y completísimo informe elaborado por el señor Hugo Enrique Bianchi D’Alessandro a comienzos de este siglo, que obra en nuestro poder gracias a la magia de internet, a mediados de 1934, la empresa proyecta e inicia la construcción, por intermedio del ingeniero Alberto Varacca, de una red ferroviaria interna basada en los materiales cedido por el M.O.P., y que se dividía en dos partes: un ramal fijo entre dos puntos permanentes: La Central, ya denominada así desde sus inicios, donde estaban instaladas los galpones principales de la empresa, los talleres y el “pueblito” residencia de los funcionarios y sus familias, ya en fase de construcción y el depósito a construirse en el kilómetro 393 de la vía férrea nacional, correspondiente al kilómetro 59 medido a partir de Treinta y Tres, y con cuyo nombre se conoció durante mucho tiempo, y que hasta la actualidad permanece entre los habitantes de la zona, ya denominándolo simplemente como “kilómetro”.

La segunda parte de la red proyectada, corresponde a unos 25 kilómetros de vía de sistema portátil, que sería instalado anualmente previo a la realización de los trabajos de cosecha, a partir de desvíos que, naciendo de la parte fija, conducirán hasta los sectores marginales de las diversas chacras en que se había fraccionado el predio, pues la característica del cultivo obliga a la rotación periódica de las superficies de siembra.
El mencionado informe de Bianchi, nos informa también del nutrido parque automotor en sus diversas épocas, indicando que al principio, solo se contaba con dos máquinas a vapor que eran las encargadas de cinchar los vagones. A medida que se fueron haciendo necesarios más cantidad y más eficientes herramientas de tracción, al aumentar también la cantidad de viajes que se realizaban y en épocas de cosecha los transportes de insumos y cosecha, se adquirieron algunas y se fueron desarrollando otras en los propios talleres del Arrozal. En lo referente al parque de tracción, el informe significa que se adquirieron 5 máquinas Jung con motor diesel de un solo cilindro que por su característico sonido fueron enseguida bautizadas con el nombre de “Tucu-Tucu” en honor al popular roedor de nuestros campos, que tenían cada una, una potencia de arrastre de 10 vagonetas cargadas.  Otras siete máquinas de arrastre, fueron construídas en los talleres del arrozal, generalmente bajo la dirección técnica del Ingeniero Varaca y del mecánico José Barindelli. 

Cuatro de ellas, las más comunes, denominadas genéricamente las “Máquinas Ford”, se hicieron con motores a nafta, capaces de arrastrar unas 15 vagonetas y se usaban fundamentalmente en el trabajo de chacra, en el sector portátil. Otras dos de las piezas construidas en esos talleres, fueron las denominadas, “Garza” (nombre originado en la altura de su cabina respecto al resto, que tenía visores de vidrio a modo de parabrisas)  y la “Torta”, que debe su nombre a su escasa altura total sobre el suelo, ambas piezas de 20 toneladas de arrastre con motores Chrisler y Dodge respectivamente, y la más poderosa, el “Cangrejo”, con una capacidad de arrastre de más de 30 toneladas “quizás la más emblemática de las máquinas del parque por su potencia y robustez, debe su nombre a un  detalle de fabricación en la colocación de su caja de cambios, lo que hizo que funcionara con sus velocidades de avance en sentido contrario al esperado y normal en el tractor que le dio origen. La gente decía entonces que “andaba marcha atrás como el cangrejo”, señala Bianchi  

También obra de mano de obra local, fueron cientos de vagonetas remozadas, modificadas o acondicionadas para todo tipo de tareas, desde cargas a granel, transporte de bolsas, chatas para leña y herramientas, transporte de combustible y pasajeros. En este último aspecto, cabe destacar la construcción de dos “autovías”, unidades autopropulsadas con motores Ford A y T, exclusivas para el uso de pasajeros, con capacidad de hasta 8 pasajeros, y que según la descripción de Bianchi “su estructura se asemejaba a la de una diligencia. Una caja de   madera techada dividida por una mampara con visor de vidrio. En el sector delantero,  de dos puertas laterales,  se encontraban la cubierta del motor y dos  asientos uno de los cuales era el del conductor. El sector posterior también tenía dos puertas laterales y dos asientos a todo lo ancho enfrentados con capacidad para tres personas cada uno”.

Con motor de moto (uno DKW y otra Villiers), además, se construyeron dos plataformas de transporte rápido utilizadas fundamentalmente en trabajos de reparación, transporte de mecánicos, regadores, etcétera, llamados “Buda”. Era un estructura de madera sin techo portando tres bancos: el delantero transversal para dos personas y dos asientos traseros individuales ubicados a ambos lados del motor, y que al llegar a destino, los propios usuarios retiraban de la vía.

En lo que tiene que ver al material remolcado, además de unas 300 vagonetas con capacidad media de una tonelada, se contaba con un vagón de pasajeros con capacidad para 12 o 15 personas, denominado “Aguila Blanca” que usualmente iba y venía tres veces al día de la “Central” al “Kilómetro”, prendido en la cola del tren cinchado por el “Cangrejo”


viernes, 6 de enero de 2017

Robo de esclavos

La campaña olimareña en épocas de la fundación
Secuestro de esclavos a mediados del siglo XIX

El desolado paisaje del este uruguayo, concretamente en los vastos territorios que hoy componen el departamento de Treinta y Tres, fue escenario durante el siglo XIX de múltiples episodios de sangre, ya sea en el marco primero de la gesta artiguista, en las luchas por la independencia luego, en los confrontamientos internos o en las sucesivas invasiones luso brasileñas más adelante, hablando concretamente del plano militar, pero también en el plano civil ocurrieron hechos que narrados hoy, cualquier lector desprevenido podría tomarlos como sucedidos en alguna novela de la conquista del Lejano Oeste norteamericano, cambiando gauchos por “cow-boys”.

Partidas de malhechores más o menos numerosas, “matreros” solitarios o en conjunto, milicias de cualquiera de ambos bandos en conflicto coyuntural, eran dueños y señores de las amplias praderas y serranías, a pesar de -o quizá a consecuencia- de la reducida cantidad de poblaciones establecidas en la zona, sumado a los muy pocos establecimientos o estancias existentes, ya que eran pocos latifundistas los propietarios de tan vasto territorio.
Tal como se menciona en los argumentos para la fundación de nuestra ciudad, en el extenso trecho desde Minas hasta la incipiente   Melo, o hasta la fronteriza ciudad hoy denominada Río Branco, de casi 60 leguas, a mediados de siglo no existía ninguna población digna de ese nombre, tan solo algunos caseríos más o menos desperdigados: algunas postas de diligencia que servían asimismo de parada a las caravanas de carretas tiradas por bueyes que traían los productos de primera necesidad a la zona, y algunas estancias y “puestos” que apenas salpicaban intermitentemente el paisaje.
Por ejemplo, uno de los grandes problemas que acuciaban a la campaña uruguaya una vez terminada la “Guerra Grande”, en octubre de 1851, lo constituían las bandas y partidas formadas como consecuencia de la desmovilización de la soldadesca, y el estado calamitoso en que había quedado luego de más de una década de guerra la campaña oriental, diezmada de ganados y pobladores.  Centenares de brasileros fundamentalmente venidos de Rio Grande, se venían instalando en los departamentos fronterizos, sobre todo en los del norte y este del país ya desde los tiempos de la Guerra de los Farrapos (1835-1845), al punto que en 1851, cuando las únicas poblaciones fronterizas del Norte uruguayo eran Tacuarembó y Melo, y en el Este, la hoy Río Branco y la villa de Rocha los territorios de la frontera norte eran estancias en su mayoría propiedad de brasileños.

Un censo de los propietarios brasileños en la frontera ordenado en 1850 por el gobierno imperial reveló la situación: frontera del Chuy, 35 hacendados con 342 leguas cuadradas, 154 propietarios en Cerro Largo y Treinta y Tres, en el distrito de Cerros Blancos 87 estancieros con 331 leguas, en Arapey grande y chico, cuchilla de Haedo y Cuareim 281 propietarios. La lista general de propietarios brasileños en la frontera revelaba la existencia de 1.181 propietarios que sumaban 3.403 leguas de campo, es decir casi 8 millones y medio de hectáreas. (DA COSTA FRANCO, Sergio. 2001. Gentes e coisas da fronteira sul. Porto Alegre)  ¡¡¡Más de la mitad de las 16 millones de hectáreas que componen el territorio nacional!!!
En nuestro país, ya desde la propia constitución de 1830 se proclamaron los primeros intentos abolicionistas, luego en  1841 el gobierno de Rivera había aprobado la primera liberación de esclavos, hecho que se complementó desde el gobierno del Cerrito con la emancipación decretada por Oribe. A pesar que esta última declaraba que “desde 1814 nadie pudo nacer esclavo en el territorio nacional” y que “desde la Jura de la Constitución no estaba permitida la introducción de esclavos”, no todos los afrodescendientes en nuestro país fueron liberados.
La mayoría de estancieros brasileños habían traído gran cantidad de esclavos y los avatares de la guerra y las concesiones que hubieron de hacerse a los “vencedores” brasileños, hacían que en la práctica, la esclavitud negra no había prácticamente cambiado su situación en la zona.
Sin embargo, existían en el territorio nacional al final de la Guerra Grande, gran cantidad de afrodescendientes libres, ocupando puestos de trabajo asalariado o viviendo en pequeñas poblaciones “de negros” o minifundios desparramados por casi toda la campaña. A ellos se sumaban, casi constantemente, decenas de esclavos que aprovechaban las coyunturas bélicas para fugar a territorio oriental , principalmente de Río Grande del Sur donde aún persistía la esclavitud colonial en todo su apogeo (en Brasil recién fue abolida en mayo de 1888).

Mientras tanto, los estancieros brasileños habían logrado evadir las leyes de abolición uruguayas, ingresando sus “negros” con formas de esclavización encubiertas bajo el genérico y amplio nombre de "contratos de trabajo" de 15, 20 y más años de plazo (Barrán y Nahum, 1971), que jurídicamente tenían validez pero que en la práctica era la continuidad del suplicio de  quienes volvían a su calidad de esclavos al retornar a tierras brasileras.
Así estaban las cosas en las épocas de la fundación de Treinta y Tres a este respecto. En 1853, el todavía presidente Giró, atento a esta situación, aprobó una ley limitando estos contratos, liberando a los niños nacidos de las personas ingresadas mediante ese sistema, y declarando piratería el tráfico de esclavos.
Como consecuencia de todo esto que hemos detallado, uno de los “negocios” de los bandidos fronterizos, era venir a tierras uruguayas a “cazar esclavos” y llevarlos a Río Grande para venderlos o retornarlos a sus “dueños” originales a cambio de una recompensa. Casi impunemente, bandas de estos “cazadores” recorrían leguas y leguas en busca de sus botines.
Registros de reclamos diplomáticos entre ambos países, dan cuenta con creces de lo común que era en una época esta práctica, inclusive destacando que había distintos grupos con diferentes “especializaciones”: estaban quienes capturaban a todas las personas de color que pudieran, los que solamente se dedicaban a “robar” niños y bebés nacidos libres por ley en nuestro país para anotarlos como hijos de esclavos en Brasil y así convertirlos en esclavos “legales” brasileros, o también los que secuestraban solamente hombres y mujeres en su plenitud laboral, despreciando a niños y ancianos y muchas veces abandonándoles a su suerte.
En su libro “Antes y después de la Triple Alianza”, Luis Alberto de Herrera da cuenta de varias de estas situaciones acaecidas en nuestro actual departamento.

En efecto, entre los múltiples reclamos que hace el gobierno de la época al de Brasil, se encuentra por ejemplo el caso de “Domingo Carvallo”, “negro libre de entre 50 y 60 años” arrebatado de un puesto de la estancia del coronel Marcelo Barreto el 24 de marzo de 1854, por una banda compuesta por los brasileros Feliciano do Povo Novo, Marcelino, Firminio y Albino. Según pudieron averiguar las autoridades uruguayas y que consta en la reclamación, Carvallo fue llevado a la ciudad de Río Grande, donde puso evadirse de sus captores para refugiarse en el Consulado uruguayo de esa ciudad, quienes elevaron el caso a la justicia brasileña. Ante ella, Carvallo narró sus peripecias, haciendo hincapié que sus raptores habían asesinado además a otro negro que se resistió a ser capturado. El reclamo de la cancillería uruguaya, finaliza pidiendo explicaciones, destacando que “los criminales plenamente identificados no habían sido ni eran perseguidos” y que “la Legación tiene conocimiento que Carvallo continuaba en su depósito de esclavitud, sin haberlo devuelto al territorio uruguayo”.
Otra de las reclamaciones mencionadas por Herrera referidas a sucesos acontecidos en esta zona, dice textualmente que: “El 4 de enero de 1850 fue salteada en la Costa del Olimar la casa de la mujer Anacleta Olivera, por José Saraiva (vecino de Moscardas) acompañado por Martín Chavarría y tres individuos de la familia Silveira vecinos de Carpiva. Se apoderaron de Anacleta Olivera, la amarraron y la colgaron de las manos de las maderas del techo de la casa, dejándole allí y robándose a sus tres hijos: Inés Josefa, de 13 años, Cleto Marcelino, de once e Higinio, de tan solo siete años”. “Apoderados de estas criaturas – continúa la reclamación-, se embarcaron en canoas y descendieron el Olimar y después el Cebollatí y entraron en la Laguna Merin viniendo a desembarcar con sus presas en la Capilla del Taulin. En ese lugar pusieron en venta a los tres infantes”.
Según prosigue relatando el documento, la propia madre tras librarse de sus ataduras siguió la pista de sus atacantes en pos de rescatar a sus hijos, pudiendo encontrar a uno de ellos, que rescató y trajo de retorno a su casa, conociendo por su relato no sólo todos los detalles de lo vivido por ellos, sino la filiación de los autores del crimen, a quienes denunció ante las autoridades brasileñas con el respaldo del Cónsul uruguayo. El escrito continúa reclamando “conocer el destino de los otros dos hijos de Anacleta y restituirlos a su madre” y además exige de las autoridades brasileras “el cabal cumplimiento de su deber, evitando que queden impunes los autores, bien conocidos, de esta barbarie”.

Por otra parte, existen también casos en los que nunca más se supo nada de las víctimas, como por ejemplo el del secuestro el 20 de abril de 18 58, de la afrodescendiente oriental, Emilia, de 30 años, y sus dos hijos menores que solo se supo que fueron trasladados a Jaguarón, al igual que el del “moreno” Juan Vicente, nacido en Cerro Largo de vientre libre, soldado en el ejercito oriental al mando del capitán Gutiérrez, y que sirviendo como policía fue capturado por una partida del ejército brasileño que se retiraba en 1852 (al finalizar la Guerra Grande) y conducido por el capitán Oroño a una casa también situada en Jaguarón.

Estos son solamente algunos ejemplos bien documentados de este tipo de hechos, aunque la prensa nacional denuncia decenas de casos similares en toda la frontera uruguayo-brasileña hasta por lo menos la década de 1860.