martes, 4 de octubre de 2016

Escarbando la memoria..

Una feria en el recuerdo




Las ferias ganaderas han sido fundamentalmente a partir de fines del siglo XIX, una actividad común a prácticamente todos los pueblos del interior del país, y el Treinta y Tres de entonces también se realizaban periódicamente.

En sus comienzos, los remates eran realizados en campo abierto. Se convocaba a los vendedores para una fecha y un lugar específicos por parte de los organizadores, y llegada la fecha se recorrían los lotes rematador y compradores montados a caballo o en carro, y se iban vendiendo los animales ofertados.

A principios del siglo XX, la mejora en las comunicaciones que significó la llegada del tren y de los primeros automóviles que obligaron a la mejora de las carreteras y la construcción de puentes, entre otros motivos, provocó que cada vez más se buscara realizar las ferias en lugares donde compradores venidos de pagos lejanos tuvieran más facilidad de llegada, por lo cual los lugares donde se efectuaban las ventas se fueron concentrando en ciudades y lugares poblados. Eso hizo, además, que se debieran acondicionar espacios con comodidades para tal fin, lo que dio lugar al nacimiento de los “locales feria”, que prácticamente no han cambiado sus características básicas hasta nuestros días: un “pista” donde se muestran y ofrecen los ganados a la venta, “mangas” de encierre para encerrarlos una vez vendidos, “calles” de entrada y salida de la pista, un palco para observar el transcurrir del evento con comodidad, y la tribuna del rematador.

En nuestra ciudad, sin temor a equivocarme, el más viejo y conocido de ellos es el de la Sociedad Fomento de Treinta y Tres, situado en Villa Sara.
Por los años setenta, desde algunos días antes de cada feria, comenzaban a llegar al “Fomento” las primeras tropas de ganado que se remitían para la venta.
Yo conocí esta actividad y viví ese entorno desde mis primeros años: mi padre llevaba más de 20 años trabajando en el escritorio Izmendi, y en épocas de vacaciones, no lo dejaba en paz hasta que accedía a llevarme a la que quedaba más cerca, la feria mensual que hacían en la Sociedad Fomento de Treinta y Tres, en Villa Sara. Era una fiesta para mí: el “Canela” Medina, que era el cantinero principal y siempre me recibía con un “crush” aquella de la botella ámbar que en mi inocencia pensaba que era un regalo que me hacía, y después me corría hasta el “puesto” de dona “Flora” primero y al de “Don Sabino” después, donde nunca faltaban pasteles y tortas fritas recién hechas.
Eran épocas de una feria que duraba varios días, en las que se reunían miles de cabezas de lanares y vacunos y caballos, que se vendían en jornadas larguísimas que comenzaban a la mañana y solo se suspendían cuando ya la luz no era suficiente para ver correctamente.

Pero, como mencioné antes, la actividad no se limitaba a los días específicos del remate y venta de las haciendas, sino que el singular movimiento comenzaba algunos días antes, con el arribo de las primeras tropas, generalmente de grandes lotes de lanares, que caminan mas lento y con más dificultad, provenientes de campos de todos los pagos del departamento. Más tarde, pero aún en días previos, comenzaban a llegar las tropas mixtas, luego las de vacunos.

Muchas de las tropas, eran conducidas por los propios patrones y sus empleados, o sea los productores dueños de las haciendas, aunque las más venían a cargo de “troperos”, profesionales del transporte de ganado por tierra, sabios ejecutantes de una profesión que el tiempo y la modernización se encargaron de desaparecer. Como en todas las profesiones, existían tipos distintos de troperos. Estaba el “capataz” de tropa, persona de amplio conocimiento de caminos, pasos y pastoreos, con amplia capacidad en manejo del personal y hombre de honestidad a carta cabal, ya que era depositario y responsable no solo del ganado a su cargo, sino de los dineros y gastos que implicaban la tropeada. Luego estaban los “peones” y entre ellos distintos “especialistas”: punteros, laderos, el encargado del campamento, etc.
Y cuando las tropas empezaban a caer a la Fomento, los “patrones” y capataces de tropa, luego de dejar sus respectivos animales “bien acomodados”, asegurándose que contaran con agua y pasto suficiente dentro de las condiciones de la época del año, dejaban algunos peones “haciendo ronda” (cuidando que los animales no se dispersaran y se entreveraran con los de otros dueños) a la espera de las órdenes del capataz de feria, máxima autoridad incontestada de los movimientos de los ganados dentro del local.
Acomodada la tropa los troperos “pueblereaban”, ataviados con sus mejores pilchas y pingos, hasta el día del remate, ya fuera a visitar amigos y parientes, realizar trámites o simplemente a pasear o de compras, que daban vida y movimiento a restaurantes, pensiones y hospedajes.
Llegado el día de la feria, tempranito de la mañana el lugar era un hervidero de actividad, con decenas de gauchos rondando los animales vacunos haciendo “fila” para entrarlos a la pista a venderse, en una larga secuencia de tropas y jinetes que se perdían en la distancia mirándolos desde lo alto de la tribuna.

Los lanares, encerrados en los bretes o corrales situados al correr de la línea de la vía férrea, tenían que ser también muy bien vigilados por sus propietarios o encargados, ya algunas veces al día, cuando pasaba algún tren de los entonces habituales, el ruido asustaba muchísimo a los animales y se producían escapes y entreveros.
Normalmente, en épocas de zafra, las ferias duraban dos y tres días, con miles de animales a la venta. El primer día, las ventas en sí comenzaban luego del mediodía con los grandes lotes de ganados seleccionados, dando tiempo de llegar cómodamente a los compradores venidos de lejos; ya en esa época habían empezado a venir fuertes “invernadores” que llegaban en sus avionetas y aterrizaban en el propio predio del local, aunque la mayoría venían en auto. Los días siguientes, se comercializaban el resto de los animales.

En mi lo que despertaba más curiosidad, era indudablemente la personalidad y forma de vida de los gauchos. Ese peculiar estilo, esa forma de ser del hombre de campo y sus costumbres. Cuando caía la nochecita, tras terminar las tareas, decenas de ellos se juntaban en torno a fogones  repletos de calderas de lata y presas de carne puestas a asar, y tras aprontar el consabido mate, se producían jugosas charlas que yo escuchaba absorto. Las experiencias de los troperos en el camino, las anécdotas de “bandideadas” en tal o cual pago, las muchas veces subidas de tono discusiones sobre su pingo o su perro, los datos de un buen “guasquero” o un mejor domador, todos temas cotidianos que se misturaban con alguna “mentirilla” que todos sabían que lo era pero la dejaban pasar con una sonrisa o la respondían con otra un poquito más grande. Ahí salían a relucir los distintos caracteres; estaban los bromistas, los taciturnos, los pensativos, los orgullosos, los más pudientes y los más menesterosos confraternizando en un ambiente donde lo principal y tangible era el respeto. En años de compartir muchas de estas tertulias, obviamente que si vi algún enojado, pero nunca presencié ningún lío, a pesar que todos portaban un facón y cuanto más grande, mejor.

Luego de finalizada la feria, se producía la partida de las tropas que se repartían para todo el país, pero principalmente hacia el sur, y además el regreso a casa de estancieros y peones, cabalgando hacia sus hogares, llevando en sus maletas y en caballos de carga el surtido que debía durar hasta la próxima feria, y portadores de nuevas historias para contar en su pago y a sus familias, trasmitiendo las novedades conocidas en el importante acontecimiento.

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