Pleito Bauzá – De Souza Avila, un largo litigio
La paulatina población del este del territorio nacional,
cuya zona central ocupa nuestro departamento, no estuvo exenta de grandes
litigios judiciales por extensas propiedades, aún desde mucho antes de ser
Uruguay un país constituido, desde los tiempos coloniales.
Como es tema bastante conocido, quien se considera el
propietario original de las tierras del departamento e incluso partes de los
hoy departamentos de Lavalleja y Cerro Largo, es Bruno Muñoz, quien obtuvo la
“salida fiscal” oficial, o sea cuando el área pasa de ser propiedad fiscal a
dominio particular, a fines del siglo XVIII, cuando en Buenos Aires y cumplidos
los trámites de rigor, se le otorga la propiedad de los campos situados “entre
el Godoy, Tapes, Cebollatí, la Laguna Merín y la Cuchilla Grande”, que había
denunciado como realengos, yermos y despoblados, y solicitado ante la Real
Hacienda del virreinato del Río de la Plata.
Tras ese documento obtenido a fines de 1778 y la entrega
respectiva de la propiedad y tenencia de tan extensa área, efectivizada a
principios de 1780, apenas unos meses después, la “Mariscala”, doña Francisca
de Alzáibar, viuda de Francisco Javier de Viana y los herederos de su cuñado
Melchor de Viana, aduciendo derechos previos sobre gran parte de esas tierras,
por ocupación y uso, y otros motivos, entablan un juicio contra Muñoz,
reclamando la rectificación de la venta realizada y la propiedad de una extensa
área.
A pesar que el Capitán Bruno Muñoz muere en Montevideo unos
pocos años después, en 1784, el pleito continúa y el largo litigio recién se
dilucidaría en el mes de mayo de 1795, cuando las tres partes involucradas
arriban a un acuerdo de partes que distribuyó las tierras en conflicto entre
los herederos de todas las partes, procediendo a su mensura y escrituración,
quedando para los herederos de Muñoz “exclusivamente los campos limitados por
el Avestruz, el Parao, el Campamento y el Tacuarí y otra estancia en Olimar
Grande y Puntas del Yerbal”, según consignan Sala de Tourón, Rodríguez y De la
Torre en su libro “Evolución económica de la Banda Oriental” (Montevideo,
1967).
Las herencias son repartidas de inmediato, y prácticamente
enseguida comienzan también las enajenaciones, fundamentalmente por parte de
los herederos de Melchor de Viana. Ya en el propio año de 1795, se registra la
primera compra de tierras realizada por Juan Francisco Medina “en el paraje
llamado Yerbal Grande, de media legua de frente y dos leguas y medias de
fondo”; poco después, María Achucarro, la viuda de De Viana, le vende a
Salvador de la Quintana una estancia “entre el Yerbal Chico y el Yerbal Grande
con fondos a la Cuchilla de Dionisio, y mas tarde hace lo propio con otro campo
entre el Yerbal y el Yerbalito. Antonio Chiclana, quién recibió parte de la
herencia por “donación” de Melchor de Viana, negocia con Ramón de Lago la
estancia entre el Avestruz y los cerros del Yerbal Grande, y con Romualdo De la
Vega, el área situada “entre el Olimar Grande y el Avestruz, con frente y fondo
de 4 a 5 leguas”. Margarita Viana, por su parte, le vende una parte de su
heredad a Etchenique, entre Olimar y Las Pavas, y la otra, entre Olimar Grande
y Gutiérrez, a Benito López, entre los negocios más destacados.
En el caso de los Muñoz, las tierras heredadas fueron en su
mayoría rápidamente enajenadas,: en 1796, Josefa Ignacia Muñoz le vende a Piriz
y Morales terrenos entre Corrales y Leoncho y Juan José Muñoz transfiere la estancia
entre Leoncho y Otazo a Juan Antonio Carrasco. En el 98, Agustina Muñoz
escritura a Benito López tierras entre Olimar y Corrales; en 1802, Francisco
Bruno Muñoz vende a José Ferraro entre la Cañada de las Piedras y de los
Ceibos, con fondo al Olimar Grande, en la suma de 950 pesos.
Esas grandes propiedades en el entonces departamento de
Cerro Largo, eran muy poco pobladas, y es a partir de esta series de repartos y
ventas que comienzan a asentarse las primeras familias y conformarse las
primeras estancias, amansando ganados chúcaros y estableciendo las primeras
casas. Y esas mismas estancias dieron nombre a muchos de los lugares o parajes
que aún hoy identificamos con los nombres de sus propietarios de esa época:
Rincon de Urtubey, Cerros de Lago, Rincón de Quintana, Azotea y Rincón de
Ramírez, etcétera.
Un lío sonado: el “Rincón de Avila”
Uno de los litigios más sonados con respecto a pleitos por
la tenencia de la tierra en lo que actualmente conforma nuestro departamento
es, sin dudas, el largo juicio desarrollado a finales del siglo XIX, que
involucró una amplísima extensión de campo, parte de la cual aún se continúa
llamando “Rincón de Avila”.
Como señalábamos anteriormente, en los primeros años del
siglo XIX, el inversor y comerciante montevideano José Ferraro adquiere a Muñoz
su heredad, que se extendía “entre los cursos de agua conocidos como Cañada de
las Piedras y Corrales, con frente a la cuchilla de Dionisio y fondo a los ríos
Cebollatí, Parado y Olimar Grande” (Unas 130 mil hectáreas, aproximadamente).
Un par de años después, concretamente el 27 de mayo de 1805, el mismo Ferraro
vende a Pedro Celestino Bauzá, también montevideano y de familia de
estancieros, la misma estancia en “Olimar Grande”, y según figura en el
Protocolo correspondiente registrado en el Archivo General de la Nación (AGN),
“con todas sus posesiones: ranchos, animales vacunos, caballares y marca”, en
la suma de 15 mil pesos de la época, estableciéndose en el contrato de
compraventa los plazos para el pago del saldo, con la persona del doctor Mateo
Magariños como garantía de esos pagos.
Don Pedro Celestino Bauzá, soldado de la independencia a las
órdenes de Artigas, no pudo cumplir en el plazo establecido con ese pago, y
como consecuencia el fiador Magariños hace honor a su palabra y paga la deuda
contraída por Bauzá, a la viuda del vendedor Ferrara, finalizando el año de
1814, y solicitándole con tal motivo un documento a la acreedora, anulando la
venta de su esposo de 9 años atrás y cediendo los derechos del campo al fiador.
Tras el fallecimiento de Pedro Celestino Bauzá ocurrido en
1818, y con ese documento en mano como argumento, según relata el expediente
judicial al respecto, Magariños vende al brasileño José de Souza Avila en
diciembre de 1820 los campos de referencia, quienes toman posesión del bien
afincándose en la zona aproximadamente en 1824, demora que se debe casi con
seguridad al tiempo de espera para la construcción de las viviendas, que
prácticamente sin dudas a juicio de quien suscribe, se trata de la casa que aún
sigue en pie en la margen norte del Olimar, a la vera del entonces camino real
que cruzaba el Olimar en el Paso de la Laguna, la misma casa que posteriormente
perteneciera al escribano Lucas Urrutia y que fuera la primera del departamento
en tener teléfono, y que aún hoy se conserva en inmejorable estado.
En 1838, las sucesoras de Bauzá, las hermanas Josefa y
Toribia, interponen un juicio reclamando sus derechos a la propiedad adquirida
por su padre por escritura pública y nunca por él enajenada, solicitando la
devolución de las tierras y el desalojo del ocupante De Souza Avila, hecho al
que por supuesto el brasileño se niega aduciendo haberla comprado y pagado al
doctor Magariños. El juicio en primera instancia, decidido recién más de 20
años después, en 1859, resulta favorable a las Bauzá, considerando que el
documento obtenido por Magariños y que usó para vender a De Souza no era válido
ya que existía previa “una escritura en regla que no puede ser desconocida por
un documento de ese tipo”, ordenando la inmediata devolución de las tierras a
sus propietarias.
La sentencia fue apelada por De Souza agregando el argumento
de la prescripción por el tiempo transcurrido, más de 35 años, asunto que
también fue descartado por el tiempo transcurrido entre la toma de posesión y
la de notificación del litigio no pasaba de 15 años, dejando firme la sentencia
anterior.
Ante estos hechos consumados ya en el año de 1863, los sucesores de De Souza Avila que ya había fallecido, representados por uno de sus yernos, Theodolino Farinha, realizan un acuerdo de transacción con las herederas de Bauzá, mediante el cual, casi cuarenta años más tarde de la compra original, se vuelven a pagar los campos que ocupaban.
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