La penca que creó a Treinta y Tres
Hay una historia que no es historia,
anécdotas que toman vuelo y que quedan en cuento, una quimera devenida en mito,
una ilusión convertida en esperanza…
Para muchos, Treinta y Tres y su crónica
es un constante repetir de fechas y personajes. La “historia oficial” – y
verídica, sin dudas,- cuenta de la fundación de la ciudad, de las razones
políticas, económicas y sociales de las que emanó la decisión propuesta por
quien sabe quién, apoyada desde sus diferentes tribunas por los embanderados de
la empresa Dionisio Coronel y José Reventós y hecha realidad por el gobierno
nacional de la época encabezado por Giró.
La que también habla del decreto del 10
de marzo de 1853 como fecha oficial, de la previamente existente casa de
comercio del español Miguel Palacios que se cuenta tomó como referencia el
agrimensor Joaquín Travieso en la primera demarcación del terreno donde se
erigiría el pueblo, que está cumpliendo oficialmente 171 años.
Pero hay otra historia, como en casi
todos los aconteceres del pasado. Hay una historia “chiquita”, de tradiciones
orales, de cuentos incomprobables, de tantas versiones como contadores tenga,
que a mi –a veces-, me gusta recordar, para que no se apague esa llamita, en la
que muchos no creen, en la que a muchos no les importa, pero que en mi opinión,
tiene todo lo necesario para reflejar algunos aspectos de la idiosincrasia de
este pueblo que hoy, muchos años después, conjuga modernidad con reminiscencias
de su origen campesino, y empieza casi, casi, como un cuento de hadas…
Había
una vez, en un tiempo muy lejano…
Doña Teodora y don Frutos Medina
Valdenegro eran dos de los hijos de don Juan Francisco Medina, quién ya en 1811
figura con extensa propiedad en lo que hoy es nuestro departamento, incluyendo,
según un prestigioso libro, todo el territorio al noreste de la confluencia del
Yerbal y el Olimar y hasta la Cañada de las Piedras.
Camilo, otro de los Barreto Medina |
Tras el alejamiento que suponemos por
razones “amorosas” de don Francisco Medina (quien queda viudo alrededor de 1824
y se vuelve a casar y se radica en pagos de su nueva esposa) hemos de suponer
que legado o testamento mediante, sus hijos heredan sus posesiones, y la pauta
nos las dan algunas pruebas innegables: el Presidente Giró y su comitiva, en
noviembre de 1852 al pasar por estas tierras en su viaje desde Minas a Melo, “hacen
noche” en la casa “de D. Frutos Medina en las caídas del Yerbal”; y Doña
Teodora es una de las integrantes de la “Suc. Medina”, que junto con la
sucesión de Téliz fueron los vendedores de la “legua cuadrada” que se compra
para la efectiva fundación de la ciudad.
Ambos hermanos Medina, son casados con
dos también hermanos Barreto. La esposa de Frutos, Graciana y el marido de
Teodora, Marcelo.
José Marcelino Barreto Ferreira, militar
y estanciero, hombre de su época, había nacido en la ciudad de Minas un 26 de
abril de 1795, y casado con Teodora hizo
casa en terreno de los Medina donde criaron a sus diez hijos, algunos de cuyos
descendientes aún transitan en las calles olimareñas.
En las cercanías de la llamada “Estancia
del Banco”, a poco menos de una legua aguas abajo del “Paso Real” del Olimar,
quedan vestigios de algunas ruinas de lo que se dice era su casa a mediados del
siglo XIX. Marcelino (o Marcelo, que también así le llamaban) había seguido
desde joven la carrera militar, según algunas versiones en las luchas por la independencia criolla,
alcanzó a cruzar los Andes con San Martín, y sus cualidades le permitieron ganar prestigio al punto de constituirse en un
caudillo de referencia en el pago, cuando
ya había ascendido a Coronel. Había ganados sus más recientes galones en la
cruenta guerra civil que la historia ha designado como Guerra Grande, integrando
las fuerzas oribistas, como también lo hizo el también entonces Coronel
Dionisio Coronel, quien a su vez, también caudillo de amplio prestigio, llegó a
ser jefe militar de la zona y político de amplia trayectoria.
Entre
colorados y tordillos
Cuenta la leyenda, que comienza a
entremezclarse con la realidad, que Dionisio Coronel y Marcelino Barreto se
conocieron en tiempos de guerra, cuando uno de ellos andaba solo y era
perseguido por una patrulla de enemigos, y el otro, no importa cual, sin saber
quién era y viendo la despareja persecución, fue rápidamente en su ayuda, enfrentando
sorpresivamente a los perseguidores y logrando que éstos, al ver llegar ayuda,
desistieran de sus propósitos, consiguiendo ambos salvar sus vidas, pero con el
alto costo de la pérdida de una de las monturas de los caudillos, un “colorado
mala cara” del que su dueño estaba muy orgulloso de su calidad y rapidez, y que
se comentaba que era el caballo más corredor de la zona. El lamentarse de esta
pérdida y las chanzas del otro sobre la lentitud del animal siniestrado
poniendo énfasis en que un “colorado” no le podía ganar a un “tordillo” como el
de él, se cuenta, fue el detonante para que los dos amigos se retaran a una
carrera donde se demostrara la clase y sangre de los “créditos” de cada
criador.
Colección Besnes e Irigoyen - Biblioteca Nacional |
Tras la primer penca que se corrió a los pocos
meses entre el tordillo sobreviviente y una potranca colorada hija del colorado
perdido en la contienda, el ganador otorgó la revancha para el año siguiente en
la casa de su contrario, lo que dio inicio a algunos años de carreras anuales,
que según algunas versiones coincidentes, terminaron de consolidar una amistad
“de fierro”, incuestionable, entre ellos, pero que por la misma personalidad de
ambos caudillos, no escapaba a una cruda competitividad, que canalizaron
mediante una esas carreras anuales de pingos de los que ambos eran fanáticos y
orgullosos criadores y compositores.
Año a año, entonces, una vez en la
estancia de Dionisio Coronel en las cercanías de Melo y al año siguiente en la
casa de Marcelino Barreto y Teodora, enfrentaban sus mejores pingos, entre
chanzas, tomaduras de pelo, apuestas y festejos. Con el tiempo, estas ocasiones
fueron concitando cada vez más público, y anunciadas con tiempo se convirtieron
en motivo de reunión popular, congregando vecinos, amigos y curiosos…
Las carreras, se hacían en primavera.
Concretamente en octubre,
Un año que era el turno de Barreto de
organizar la carrera en la pista de sus campos a orillas del Olimar, parece ser
que se empezó a juntar gente desde mucho antes de la fecha pactada, y se iban
acomodando en campamentos improvisados, a la espera de la esperada competencia
en las proximidades de la “cancha” que no era otra que la senda que llevaba al
Paso del Olimar.
Pocos días antes de la fecha fijada,
llegaron los huéspedes, el Coronel Dionisio Coronel con su comitiva integrada
por la familia, empleados y su cuerpo de guardia, acompañado además de algunos
amigos entre ellos el cura Reventós.
Dionisio Coronel en 1864 |
Y en eso empezó a llover… y la lluvia fue
postergando la cosa, entre cancha pesada por el barro y crecientes, la cosa se
fue dilatando un par de meses, y en ese tiempo algunos hicieron algún rancho de
barro, otros, aripucas de fajina, algunas enramadas con reparo de cueros. Los mercachifles
que habían venido a ofrecer sus mercancías pasajeras habían instalado
“comercio” de venta y trueque, y hasta el cura Reventós, aprovechando que en la
estancia de Marcelino y Teodora había un oratorio, hizo buena la oportunidad
para extender su actividad pastoral, realizando casamientos, bautismos y misas,
aprovechando la multitud concentrada.
Según un magistral cuento del eximio
narrador olimareño José María Obaldía, al cabo de algunos meses finalmente se
realizó la esperada penca en la cual el zaino colorado de Dionisio Coronel le
ganó con lo justo al tordillo de Barreto. Cuando éste un par de días después fue a acompañar al melense y su comitiva, en la
partida hacia sus pagos, cuenta Obaldía que al hacer una pausa en la cima de la cuchilla para abrazarse en la despedida, y mirando hacia el valle donde aún persistían las precarias construcciones de público y comerciantes, Dionisio Coronel le dijo:
- “No te podés quejar, Barreto… te pelé en las
carreras pero te dejé un pueblo armado”…