Descripción y anécdotas del viejo 33
El Treinta y Tres aldeano fue desde sus
inicios tierra de oportunidades, una especie de “tierra prometida” para
emprendedores, comerciantes y –¿porqué no?- aventureros que sumándose a las
familias de las zonas adyacentes que paulatinamente fueron poblando la ciudad,
componían una sociedad particular, cargada de extranjeros (franceses,
italianos, españoles, brasileños en su mayoría), salpicada de caudillos y
rodeada de estancias e incipientes industrias.
Sin dudas en ese crisol que conformaba la
sociedad olimareña, por iniciativa y oportunidad, por tesón o azar o tan solo
por personalidad y suerte, se destacaron decenas de hombres que desde sus propias
improntas personales o haciendo causa común con otros en innumerables
sociedades y emprendimientos, legaron a la segunda mitad del siglo XX un
Treinta y Tres de pié, pujante, próspero, moderno, culto y solidario.
Muchos de esos hombres deberían ser recordados
con mayor frecuencia. Muchos de ellos, aún ilustres desconocidos en los tiempos
que corren: Miguel Palacios, Lucas Urrutia, los Del Puerto, Agustín Urtubey,
Juan Antonio Escudero, Bautista Perinetti, Salvador Ferrer, los hermanos
Baudean, los Hontou, los Berro, los Del Puerto, los Tanco, los Oliveres, los Macedo,
los Gorosito, los Olivera, los Saravia, y tantos otros.
Apenas poco más de 3 mil personas vivían
en la primera sección del departamento de Treinta y Tres en el año 1900, de
acuerdo a un censo de la época. No solo en la ciudad, sino, ciudad, chacras y
alrededores. Y apenas superaban los 20 mil los habitantes en la totalidad del
territorio departamental. Y esos 3 mil y pico, en épocas muy difíciles, sin
maquinaria pesada, sin automóviles, sin comunicaciones, sin electricidad, con
ideas, esfuerzo, tesón y trabajo, le dieron a nuestra ciudad la impronta de
localidad próspera, moderna y segura, que trascendió fronteras y puso a nuestra
ciudad, a escasos 30 años de su fundación, como capital de un nuevo departamento
creado especialmente a impulso y mérito de actores locales.
Una vez comenzado el siglo XX, con la
escasa población que hemos mencionado, nuestra ciudad es vertiginosamente
transformada. Abundan los prósperos comerciantes y ricos hacendados que aportan
ideas, trabajo y capital. Se hacen puentes y caminos, se prevén plazas y paseos
públicos, se planifica la ciudad y sus necesidades, se mejoran servicios.
Circulan periódicos, se realizan reuniones y tertulias culturales, se fundan
clubes sociales (Progreso y otros) y deportivos (Club Atlético Treinta y Tres,
Olimar).
Cuando iniciaba el siglo, en 1901, llega
a nuestra ciudad, proveniente de su España natal, Marcelino Torres España, otro
de los personajes comarcanos que la historia le debe un recuerdo más profundo y
detallado, persona muy influyente social y comercialmente a lo largo de toda su
vida, que se extendió en nuestro suelo por más de 40 años.
Y es justamente Marcelino Torres España
quien, muchos años después de su llegada, nos cuenta en un esclarecedor
artículo publicado en el periódico “La voz del Batllismo”, que reproducimos a
continuación, cómo era el Treinta y Tres del 900.
El pueblo en el 900
El Treinta y
Tres del año uno, visto desde el alto de
Barreto (Camilo
Barreto Medina), del otro lado del Olimar, era un caserío terroso pegado
al suelo, del cual sobresalían, resaltando, la espadaña de la iglesia
parroquial, un edificio de altos -la Jefatura- con una protuberancia en el
centro cuya utilidad no se advertía a la distancia, y dos o tres caserones más:
la casa del cura don Ramón Rodríguez, el Molino de Lago -hoy Panadería Central-
y el Hotel de Sotelo y Ron. Algunas manchas de verde oscuro y un grupo de
grandes eucaliptos a la izquierda, cerca del Yerbal, chacra de Urrutia.
La zona
edificada, con grandes baldíos en la periferia, comprendía las cinco manzanas a
cada lado de la Plaza 19 de Abril, siendo los límites de la planta urbana las
calles Joaquín Artigas por el Norte, Gregorio Sanabria por el Sur, Juan Ortiz
por el Este y Juan Rosas por el Oeste.
Cuando el
viajero llegaba a la intersección de las calles Sanabria y Lavalleja, podía
apreciar el conjunto mejor edificado de la población, marginando la vía
principal de tránsito urbano. Mencionaré como principales las fincas de
Idígoras, Javier Hontou, Oliveres, Zabalegui, Buenafama, Novoa, Carlos Hontou,
Sucesores de Urrutia, Juan Hontou (de altos), Ungo, Rodríguez Rocha, Tanco, y
llegando a la calle Pablo Zufriategui, los comercios de Oliveras y Zabalo y
Tanco. En la Plaza: la Iglesia, el convento, algunas casas comerciales, la
Jefatura, casas de Luciano Macedo, Bautista Hontou, Sucesores de Vaco y el
Hotel.
Contrastaba con
la solidez y buena apariencia de algunas construcciones la pobreza de sus
linderas, en las cuales abundaban las casas bajas con techo de teja. Citaré el
caso de la finca señorial de Urrutia que tenía pegada a su costado, como una
lapa, una vieja casita de material del ex comisario don Domingo Ferreira y el
de las casuchas de la Sucesores Olmos -hoy Centro Progreso- adosadas al Hotel
de Sotelo y Ron. Constituían la nota exótica los altillos de del Puerto -antes
Percibal- en Juan A. Lavalleja y Atanasio Sierra, hoy Banco de la República, y
el de don Juan Acosta en la calle Pablo Zufriategui y Andrés Spikerman. La
calle Real -Juan Antonio Lavalleja- se prolongaba por el Norte hacia la antigua
Picada de Arocha y por el Sur hacia la Laguna de Arnaud.
El alumbrado
público se hacía a base de kerosén, con una muy escasa visibilidad para el
transeúnte nocturno, observándose al pie de la letra las fases de la luna,
suspendiéndose la luz artificial de acuerdo con el calendario. Ello ofrecía
serios inconvenientes, pues no siempre la luna brilla, pero solía proporcionar
a la población el encanto de los poéticos paseos a la luz de la pálida viajera,
alrededor de la Plaza o hacia el Paso Real. Durante tales «pro ménades», la
gente joven debía dragonearse a cierta distancia, ya que las conversaciones no
se permitían mientras no se cumplieran ciertos requisitos de consentimiento
familiar.
La entrada de
las diligencias ponía en el ambiente una nota de momentánea animación, fuera de
la cual, el silencio aldeano solo era turbado por el paso de alguna carreta o
los carros de carniceros, lecheros y repartidores de pan. Y a propósito,
recuerdo una anécdota que paso a referirles.
Don Francisco
Ungo, ciudadano español, comerciante, tenía por aquel tiempo una panadería.
Recordando una costumbre muy española, dotó a los caballos de sus jardineras de
sendos collares de cascabeles. Pero aquel barullo no gustaba al vecindario porque
el reparto se hacía muy temprano. Menos aún lo toleraban los repartidores,
quienes, además, alegaban que el cascabeleo les impedía oír cuando eran
llamados por los clientes. En la porfía hubo de ceder el señor Ungo, pese a su
loable esfuerzo por combatir de algún modo aquel silencio pampeano.
Constituía otra
nota de ambiente local la curiosidad inquisita de los vecinos. Había personas
especialmente dedicadas a la misión de averiguar la vida y milagros de cuanto
forastero caía al pago. No se descansaba en la tarea, pasándose unos a otros el
resultado de sus indagaciones. De dónde procedía, a qué venía, quien lo
conocía, si era blanco o colorado, soltero o casado. Esto último interesaba
especialmente al elemento femenino. He aquí un caso.
Un hombre joven,
recién llegado, hizo su paseíto vespertino por la calle Real. A cierta altura
hubo de pasar, como quien dice, entre dos fuegos. Casi frente a frente se
encontraban asomadas al balcón dos muchachas casaderas que aparentaron no haber
notado el paso del forastero, cuando este oyó tras si el siguiente diálogo.
- ¿Qué te
parece?
- Que tiene cara
de casado.
* * *
Para terminar
esta nota les contaré lo que sucedió en el entierro de Jorge. Giorgio di Paulo,
conocido por Jorge el albañil, vino al país como tantos otros extranjeros, a
trabajar, con la aspiración de crearse una posición. Pero Jorge murió pobre.
Tanto, que sus amigos tuvieron que pagarle el cajón y llevarlo a pulso al
camposanto. Había llovido mucho y las calles estaban convertidas en verdaderos
lodazales. Cerca de la cancha de Ferreira había un gran barrial y, como si
Jorge no hubiera querido dar más trabajo a sus amigos, allí, precisamente, se
desclavó su ataúd. Con bastante dificultad, Jorge fue levantado del barro,
dándosele piadosa sepultura.
Publicado
originalmente en Panorama, noviembre de 2016
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