viernes, 23 de agosto de 2013

La Luz Mala

Un jabón de aquellos!!!


¡Que lindo había pasado aquel día de primavera, visitando en la campaña treintaitresina un par de docenas de productores rurales, en lo que era una tarea habitual para mi en aquel entonces!
Tenía poco más de 17 años, y a pesar que hacía poco tiempo que realizaba esa tarea, había creado lazos de amistad con la mayoría de los clientes habituales a quienes visitaba regularmente.
En esa época, hace más de 30 años, ni los caminos eran los mismos que ahora, ni los vehículos en los que andábamos eran iguales. Para recorrer zonas rurales remotas, se demoraba mucho tiempo, y eran habituales las pinchaduras de ruedas en zonas altas, y las patinadas en los barros pegajosos en las bajas.
Al filo de la tardecita, llegué a la que sería la última casa del día, el pequeño establecimiento de Sixto Pereira, enclavado en el lomo de la cuchilla grande, en la cuarta sección de Treinta y Tres, lugar de difícil acceso, pero donde siempre encontraba una cálida bienvenida del dueño de casa, dueño de una prosa amena, pausada, que mágicamente me hipnotizaba con su mezcla de conocimiento e inocencia expresada con la riqueza característica de los hombres de campo uruguayos.
Al trasponer la desvencijada portera del guardapatios, seguramente llamados por el ruido del motor de la camioneta que rompía el silencio de la tardecita primaveral, asomaron varias personas al portón del galpón de fajina que se levantaba a la derecha de la casa principal, entre los cuales fácilmente reconocí la regordeta figura del dueño de casa, y hasta ellos me dirigí.
Tras los saludos y presentaciones de rigor, me invitaron a acompañarles en el improvisado fogón que habían armado al abrigo de un enorme ceibo, donde se calentaban no menos de media docena de calderas de lata, y chirriaba gota a gota en las brasas la grasita de un ovino desparramado como descuidadamente en una parrilla que en algún tiempo había sido el elástico de alguna cama.
Había llegado justamente al fin de la esquila, que don Sixto festejaba de esa manera junto a la comparsa. Nos sentamos alrededor del fogón, y mientras alguien me pasaba un mate y se generalizaban las conversaciones, y a pesar de la hora, el dueño de casa me comprometió a acompañarles a cenar, a lo cual no opuse resistencia, ya que no tenía más nada que hacer en la jornada, y ningún apuro por llegar a mi casa.
Al poco rato, aparecieron una botella de espinillar y un par más de la más famosa caña brasilera de entonces, la “4 pipas”, que comenzaron a correr entre los contertulios, y mientras algunos se corrieron unos metros para adentro del galpón a jugar al truco, los que quedamos quedaron comentando un hecho que había sucedido una noche anterior, cuando parece que tras haberse “desvelado”, uno de los cancheros de la comparsa para no molestar a sus compañeros que estaban descansando, salió del galpón y en la noche oscura, escuchó como un gemido atrás del mismo, y cuando fue a mirar qué era, lo único que vió fue como una sombra más oscura que la noche, que se alejaba a medida que se le acercaba, hasta que –prudentemente- el hombre dio vuelta en sus pasos y volvió al galpón mientras el aullido sofocado se estiraba hasta desaparecer.
A respuesta de esta anécdota del canchero, comenzaron los cuentos de aparecidos y luces malas tan característicos entre los trabajadores de la campaña, a los cuales en ese momento, no les di mayor trascendencia a pesar de escucharlos con más curiosidad que credibilidad.
Tras cenar y tener en un “aparte” la conversación con el dueño de casa sobre el motivo de mi visita, me despedí anunciando mi regreso “al pueblo”, al filo de las 9 de la noche.
Salí lentamente en la vieja Peugeot 403 doble cabina a nafta atravesando campo en rumbo al camino, un poco arrepentido de haberme demorado tanto, ya que me enfrentaba a un par de horas más de viaje en un camino difícil.
Pocos quilómetros antes de llegar a la Ruta 8 desde donde ya sería mucho más fácil el retorno, me enfrenté con una cañada profunda y un paso que sabía traicionero, pero que había vadeado tantas veces, que confiadamente intenté superar sin darme cuenta que me había desviado un poco de la parte donde se había construido una “calzada” de piedras, por lo cual la camioneta cayó en un pozo profundo y quedó “colgada”, casi en mitad de la cañada; las ruedas giraban inútilmente, y ya me di cuenta que no sería fácil salir de esa situación.
No tuve más remedio que apagarla, y se hizo el silencio y la oscuridad en medio de la noche. Obviamente, eran épocas sin celulares ni otra forma de comunicarme con alguien que viniera a buscarme o a auxiliarme, por lo que puse manos a la obra para intentar destrabar la camioneta. No voy a detallar todo lo que intenté hacer para nivelarla y que las ruedas traseras se apoyaran para agarrar tracción, pero seguramente entre varios intentos que se me ocurrieron pasaron un par de horas.
Cansado y desilusionado, me decidí a intentar dormir en el asiento y esperar el nuevo día, para ver que hacía. Lo intenté, bien dije. El rumor del agua de la cañada, los sonidos de grillos y sapos y pájaros a los que no estaba acostumbrado, la imponente soledad en la noche del campo, se juntó casi sin quererlo a los cuentos escuchados rato antes, que me hacían no solamente no poder conciliar el sueño, sino sobrecogerme nerviosamente ante cualquier variación de los ruidos que ya se iban haciendo habituales.
Serían como las 12 de la noche cuando a pesar de no contar ni con una linterna,  y no se si armado de valor o a causa del susto que confieso tenía, decidí acercarme a una casa que parecía no muy lejana, en la cresta de un cerro un poco más adelante, y que claramente recortaba su silueta en el horizonte.
Comencé a caminar siguiendo el camino de trillo marcado, y al cabo de un rato ya me encontraba en las proximidades de la casa, extrañándome que a pesar de estar a un par de cuadras de la misma, no se escuchara el ladrido de perros tan característico en esas circunstancias. Mi cabeza volaba a mil, y todo me parecía raro, sospechoso, y les juro que cada vez caminaba más lentamente. Me paré para mirar más atentamente, y alcancé a ver un atisbo de luz en una ventana, casi un reflejo, como una vela encendida, y ahí como que me dio un ataque de valor y dí un gran suspiro de alivio, y ya mucho más alegre y confiado, me animé a tocar las manos, gritando un saludo y avisando que necesitaba ayuda mientras seguía acercándome a la casa.
Vi que en respuesta a mi presencia, se abrió una puerta, en la que apareció en el resquicio la luz de una vela apenas a medio metro del suelo… ¡¡ que no la sostenía nadie y empezó a acercárseme!!
Sin mirar más ni un segundo, a oscuras y trastabillando, pegué un grito y dando media vuelta, corrí por la bajada del cerro que había subido y no paré hasta llegar a la camioneta, donde me trepé cerrando las ventanillas y trancando las puertas y agitado y temblando prendí la radio aún a riesgo de agotar la batería,  solamente para ahuyentar cualquier pensamiento respecto a lo que me había pasado, hasta que casi sin darme cuenta, me quedé dormido.
Me despertó temprano de la mañana el ruido de un motor cercano: era un tractor que se acercaba de frente, que conducía un muchacho joven, quien me ayudó a sacar la camioneta para que pudiera seguir viaje. Una vez sacada del pozo y después que me ayudó a arrancarla, quedamos conversando unos instantes, en los cuales me contó que a su tío le había extrañado mi reacción de noche cuando salió a recibirme y era quien lo había mandado a ayudarme, cuando vio la camioneta “de trompa” en la cañada. Le conté la verdad, que me había asustado la luz de la vela, y el muchacho se reía a carcajadas cuando me explicó que el tío de él que me atendió usaba una silla de ruedas, y para manejarse con independencia de noche, como tiene que girar la silla con las manos, tiene una tabla con un candelabro que lleva delante de las rodillas y que solo alumbra para adelante porque tiene una pantalla para que no le moleste ni la luz ni el calor en la cara.
Y yo, pasé uno de los sustos más grandes de mi vida. Por descontado que pasé por la casa a agradecerle a hombre, y a presentarle mis disculpas.

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