De baile con los recuerdos
Apenas entré, ni bien pisé
el umbral de la puerta del Progreso, como acto reflejo, metí mano al bolsillo
interior del saco buscando el antes infaltable “carné” que me iba a pedir el
“Cepillo” para ingresar al Club.
Pero el carnet no estaba,
como tampoco estaba el “Cepillo” Ituarte, ni estaban Puñales ni Mario Márquez…
ni siquiera Raúl Lindimán o el “Flecha” Umpiérrez, trayendo los recuerdos más
cerca en el tiempo.
Ingresé al hall redondo,
frío, despoblado.
No había trajes ni corbatas, ni muchachas de largo, ni siquiera “la barra” en el largo mostrador de la cantina, que tampoco tenía atrás ni al “lamparilla de boliche” Mario Becerra, ni a Gladys “Karina Carla”, ni al “Toto”, ni al “Largui”, ni el “Chola” Morales o Gerardo Arbenoiz o tantos otros.
Fue un baño de realidad.
Me sonreí solo mientras me
acercaba al vacío mostrador, recordándome a mi mismo que eso era también parte
de la anunciada “nostalgia”.
-
“Bueno, a la mayoría le debe
pasar lo mismo”, pensé, intentando apartar los recuerdos.
Pedí un whisky y me
arrinconé en un rincón del mostrador, inmerso en mil pensamientos.
Cada detalle, cada lugar
hacia donde dirigía la mirada, me recordaba algo: la esquina del mostrador revivía
la presencia del “Viejo” Miraballes tomando su religioso cognac; por la puerta a
mi espalda parecía que en cualquier momento iba a aparecer el “Petiso” Aníbal
García rezongando con los gurises del gimnasio; por la escalera del hall me
parecía ver bajando apurado al “Ratón” Denis que como siempre se le había hecho
larga la “pifarola” y le urgía llegar a la casa a buscar a Marianela para
traerla al baile. Ni esta la mesa del damero de ajedrez, ni el diario en su
particular “sostén” de palo de escoba atornillado con mariposas, ni la mesa de
casín donde me asombraba todos los días la habilidad del Homero Belino o del
“Chiquito” Molina.
El ambiente acostumbrado,
familiar de tanto tiempo de frecuentarlo, me parecía poblarse cada momento más
con ausencias, entremezclándose épocas y recuerdos, mientras se escuchaban a
mediano volumen melodías de los años setenta y ochenta, aquellas de mis años
juveniles que evocaban a su vez más recuerdos.
Quizá sugestionado por
tantas remembranzas, me retrotraje casi cuarenta años atrás, cuando pisé por
primera vez a la noche un “baile oficial” en el Progreso.
¡Cuán distintas eran las
cosas entonces!
En aquella época a las 9 de
la noche estábamos todos bañados y vestidos “de punta en blanco” porque media
hora más tarde ya “arrancábamos” para el centro, ya que era condición infaltable para ir al baile
pasar por alguno de los “cafés”, el London o Las Brisas, a encontrarse con la
“barra”, comer alguna piza, un aperitivo o una lustrada de zapatos y a más
tardar 22 y 30 estábamos entrando. Y no éramos los primeros. A esa hora estaban
todas las mesas ocupadas… aquellas de madera, con las sillas tapizadas de cuero
marrón, y los mozos revoloteando entre ellas con sus bandejas colmadas.
Es que era todo un
acontecimiento social.
¡Y mire si íbamos a ir “de
calle”, con “vaqueros” y “championes”! Ni al Progreso ni al Democrático. Las mujeres,
por ejemplo, ni soñando usaban pantalones para la ocasión. Vestidos de fiesta o
al menos de vestir, con tacos altos y peinado de peluquería, apenas un toque de
lápiz de labios la más arriesgada. Los varones, cuando menos usábamos el
obligatorio “saco y corbata”, con pantalón “corrido” de tela y zapatos de suela,
afeitados al ras y la mayoría peinados a la gomina, tal cual dictaba la moda de
entonces y que tan bien inmortalizó Rubén Lena en “De Cojinillo” cuando dice:
“y cayó el boñato que faltaba bien peinau, bien afeitau; dejó el baile por el
medio en el Progreso…”
Los más “cafishos”, de ambo
o traje completo, cuidaban hasta el más mínimo detalle: pañuelito blanco
asomando del bolsillo del saco, “gemelos” en los puños, aprieta corbatas… pero
reitero… eran otras épocas.
Como a eso de las 22 horas,
ya comenzaba la música, casi siempre a cargo de dos o tres orquestas
generalmente locales, que interpretaban tipos de música totalmente diferente,
ya que ni siquiera se pensaba en escuchar música grabada. Una, generalmente la
que comenzaba las acciones, de música “típica”, conformada por instrumentos que
hoy llamaríamos “unplegged” generalmente piano, contrabajo, un par de
bandoneones y algún violín, y que interpretaba tangos y boleros mechados con
algún cadombe, cha cha cha, foxtrot y charleston, y que hacía las delicias de
los concurrentes de mayor edad, que no eran pocos. Luego de media hora, hacía
su ingreso la “jazz”, orquestas integradas fundamentalmente con instrumentos
amplificados (guitarras, bajo, teclados y batería) con una onda más juvenil,
que a instancias del movimiento iniciado por los Beatles en los 60 y para ese
momento ya expandido al resto del mundo, se animaban con algunos temas
“electrónicos” internacionales, mucho incipiente rock uruguayo y argentino, y
el cada vez más popular movimiento de la música pop que hacía las delicias de
la juventud de entonces.
Le hice una seña al barman
que me pusiera otro whisky, repaso con la mirada la cantina que sigue vacía, se
me viene a la cabeza la letra de Tiempos Viejos… “¿Te acordás hermano, que
tiempos aquellos” y me doy cuenta que cada época, cada barra, cada tiempo,
tiene sus propias características y costumbres, y por ende sus propios
recuerdos comunes.
Hasta lo que bebíamos era
diferente. Los que tomábamos alcohol, que éramos los menos, nos juntábamos para
comprar alguna medida de “medio y medio” de caña Ancap y Martini negro o una
grappa con limón con bastante hielo, o un whisky o espinillar, pero casi
ninguno de la gurisada tomaba cerveza. No había costumbre tan generalizada como
ahora de tomar alcohol, ni el alcohol era el motivo de la reunión. El vaso con la bebida tenía que durar por lo
menos media hora, la media hora que tocaba la “jazz”, y tenía el cometido
principal de tener algo que sostener en la mano mientras recorríamos la pista
de baile alrededor de las parejas que bailaban, “bichando” alguna gurisa o
buscando a quien invitar a bailar, “orejeando la jugada”, para hablar en
criollo.
El baile por si mismo era un
ritual único. Si teníamos alguna “noviecita” o “dragona”, o simplemente una
compañera habitual de baile, uno se acercaba todo caballero a su mesa y
formalmente le invitaba a bailar. Cuando “barboleteábamos” en pos de encontrar
con quien bailar, luego que fijábamos la mirada en una posible candidata, nos
parábamos como disimulando en algún lugar cercano esperando cruzar las miradas
para mover la cabeza señalando la pista indicando nuestro deseo de bailar.
“Cabecear”, le llamábamos, y tenía un par de justificaciones que nos parecían
absolutamente lógicas: eludía la vigilancia de la madre de ella (o de la
persona mayor que las acompañaban normalmente), y evitaba la ignominia del
fracaso en el caso que la muchacha se negara a nuestras pretensiones y
proseguir en la tentativa como si nada hubiera pasado. La muchacha respondía
también disimuladamente cuando su respuesta era no, moviendo imperceptible la
cabeza en señal negativa y eludiendo la mirada, o se incorporaba de su asiento
y salía a tu encuentro si aceptaba compartir el baile. Este sistema tenía una contra que a veces te
ponía en una posición incómoda, ya que si en la línea del “cabeceo” te estaban
mirando más de una, se levantaban varias aceptando la proposición.
Los que “planchábamos” (que
no conseguíamos compañera de baile) recorríamos la pista por sus orillas,
haciendo tintinear el hielo en los vasos y fumando los “super largos”
americanos que rato antes le habíamos comprado a Martínez en el Kiosko El
London, esperando que terminara de tocar la orquesta y ya “orejeando” a quien
invitar para la próxima “jazz”.
Cuando se terminaba la
“entrada” y se preparaba la típica para empezar su “media hora”, comenzaba el
éxodo.
Salíamos casi en patota, de
un baile hacia el otro… del Progreso al Democrático o viceversa, porque casi
siempre –hasta ahora no se si lo hacían a propósito- cuando en uno de los bailes tocaba la típica,
en el otro estaba comenzando la jazz. Y
se repetía la historia: carnet y último recibo para entrar, recorrer cabeceando
“al vuelo”, y si “pinchábamos”, otra vez cantina, medio y medio y recorrida en la
vuelta de la pista y, como última alternativa, siempre quedaba la opción de
“correrse” hasta el “Comercial”, el viejo Centro de Empleados de Comercio,
popularmente conocido como “Yastá”, que sin dudas da por sí solo, para otra
página de recuerdos…
Publicado originalmente en "Panorama"