Un jabón de aquellos!!!
¡Que
lindo había pasado aquel día de primavera, visitando en la campaña
treintaitresina un par de docenas de productores rurales, en lo que era una
tarea habitual para mi en aquel entonces!
Tenía
poco más de 17 años, y a pesar que hacía poco tiempo que realizaba esa tarea,
había creado lazos de amistad con la mayoría de los clientes habituales a
quienes visitaba regularmente.
En
esa época, hace más de 30 años, ni los caminos eran los mismos que ahora, ni
los vehículos en los que andábamos eran iguales. Para recorrer zonas rurales
remotas, se demoraba mucho tiempo, y eran habituales las pinchaduras de ruedas
en zonas altas, y las patinadas en los barros pegajosos en las bajas.
Al
filo de la tardecita, llegué a la que sería la última casa del día, el pequeño establecimiento
de Sixto Pereira, enclavado en el lomo de la cuchilla grande, en la cuarta
sección de Treinta y Tres, lugar de difícil acceso, pero donde siempre
encontraba una cálida bienvenida del dueño de casa, dueño de una prosa amena,
pausada, que mágicamente me hipnotizaba con su mezcla de conocimiento e
inocencia expresada con la riqueza característica de los hombres de campo
uruguayos.
Al
trasponer la desvencijada portera del guardapatios, seguramente llamados por el
ruido del motor de la camioneta que rompía el silencio de la tardecita
primaveral, asomaron varias personas al portón del galpón de fajina que se
levantaba a la derecha de la casa principal, entre los cuales fácilmente reconocí
la regordeta figura del dueño de casa, y hasta ellos me dirigí.
Tras
los saludos y presentaciones de rigor, me invitaron a acompañarles en el
improvisado fogón que habían armado al abrigo de un enorme ceibo, donde se
calentaban no menos de media docena de calderas de lata, y chirriaba gota a
gota en las brasas la grasita de un ovino desparramado como descuidadamente en
una parrilla que en algún tiempo había sido el elástico de alguna cama.
Había
llegado justamente al fin de la esquila, que don Sixto festejaba de esa manera
junto a la comparsa. Nos sentamos alrededor del fogón, y mientras alguien me
pasaba un mate y se generalizaban las conversaciones, y a pesar de la hora, el
dueño de casa me comprometió a acompañarles a cenar, a lo cual no opuse resistencia,
ya que no tenía más nada que hacer en la jornada, y ningún apuro por llegar a
mi casa.
Al
poco rato, aparecieron una botella de espinillar y un par más de la más famosa
caña brasilera de entonces, la “4 pipas”, que comenzaron a correr entre los
contertulios, y mientras algunos se corrieron unos metros para adentro del
galpón a jugar al truco, los que quedamos quedaron comentando un hecho que
había sucedido una noche anterior, cuando parece que tras haberse “desvelado”,
uno de los cancheros de la comparsa para no molestar a sus compañeros que
estaban descansando, salió del galpón y en la noche oscura, escuchó como un
gemido atrás del mismo, y cuando fue a mirar qué era, lo único que vió fue como
una sombra más oscura que la noche, que se alejaba a medida que se le acercaba,
hasta que –prudentemente- el hombre dio vuelta en sus pasos y volvió al galpón
mientras el aullido sofocado se estiraba hasta desaparecer.
A
respuesta de esta anécdota del canchero, comenzaron los cuentos de aparecidos y
luces malas tan característicos entre los trabajadores de la campaña, a los
cuales en ese momento, no les di mayor trascendencia a pesar de escucharlos con
más curiosidad que credibilidad.
Tras
cenar y tener en un “aparte” la conversación con el dueño de casa sobre el
motivo de mi visita, me despedí anunciando mi regreso “al pueblo”, al filo de
las 9 de la noche.
Salí
lentamente en la vieja Peugeot 403 doble cabina a nafta atravesando campo en
rumbo al camino, un poco arrepentido de haberme demorado tanto, ya que me enfrentaba
a un par de horas más de viaje en un camino difícil.
Pocos
quilómetros antes de llegar a la Ruta 8 desde donde ya sería mucho más fácil el
retorno, me enfrenté con una cañada profunda y un paso que sabía traicionero,
pero que había vadeado tantas veces, que confiadamente intenté superar sin
darme cuenta que me había desviado un poco de la parte donde se había
construido una “calzada” de piedras, por lo cual la camioneta cayó en un pozo
profundo y quedó “colgada”, casi en mitad de la cañada; las ruedas giraban
inútilmente, y ya me di cuenta que no sería fácil salir de esa situación.
No
tuve más remedio que apagarla, y se hizo el silencio y la oscuridad en medio de
la noche. Obviamente, eran épocas sin celulares ni otra forma de comunicarme
con alguien que viniera a buscarme o a auxiliarme, por lo que puse manos a la
obra para intentar destrabar la camioneta. No voy a detallar todo lo que
intenté hacer para nivelarla y que las ruedas traseras se apoyaran para agarrar
tracción, pero seguramente entre varios intentos que se me ocurrieron pasaron
un par de horas.
Cansado
y desilusionado, me decidí a intentar dormir en el asiento y esperar el nuevo
día, para ver que hacía. Lo intenté, bien dije. El rumor del agua de la cañada,
los sonidos de grillos y sapos y pájaros a los que no estaba acostumbrado, la
imponente soledad en la noche del campo, se juntó casi sin quererlo a los
cuentos escuchados rato antes, que me hacían no solamente no poder conciliar el
sueño, sino sobrecogerme nerviosamente ante cualquier variación de los ruidos
que ya se iban haciendo habituales.
Serían
como las 12 de la noche cuando a pesar de no contar ni con una linterna, y no se si armado de valor o a causa del susto
que confieso tenía, decidí acercarme a una casa que parecía no muy lejana, en
la cresta de un cerro un poco más adelante, y que claramente recortaba su
silueta en el horizonte.
Comencé
a caminar siguiendo el camino de trillo marcado, y al cabo de un rato ya me
encontraba en las proximidades de la casa, extrañándome que a pesar de estar a
un par de cuadras de la misma, no se escuchara el ladrido de perros tan
característico en esas circunstancias. Mi cabeza volaba a mil, y todo me
parecía raro, sospechoso, y les juro que cada vez caminaba más lentamente. Me
paré para mirar más atentamente, y alcancé a ver un atisbo de luz en una
ventana, casi un reflejo, como una vela encendida, y ahí como que me dio un
ataque de valor y dí un gran suspiro de alivio, y ya mucho más alegre y
confiado, me animé a tocar las manos, gritando un saludo y avisando que
necesitaba ayuda mientras seguía acercándome a la casa.
Vi
que en respuesta a mi presencia, se abrió una puerta, en la que apareció en el
resquicio la luz de una vela apenas a medio metro del suelo… ¡¡ que no la
sostenía nadie y empezó a acercárseme!!
Sin
mirar más ni un segundo, a oscuras y trastabillando, pegué un grito y dando
media vuelta, corrí por la bajada del cerro que había subido y no paré hasta
llegar a la camioneta, donde me trepé cerrando las ventanillas y trancando las
puertas y agitado y temblando prendí la radio aún a riesgo de agotar la
batería, solamente para ahuyentar
cualquier pensamiento respecto a lo que me había pasado, hasta que casi sin
darme cuenta, me quedé dormido.
Me
despertó temprano de la mañana el ruido de un motor cercano: era un tractor que
se acercaba de frente, que conducía un muchacho joven, quien me ayudó a sacar
la camioneta para que pudiera seguir viaje. Una vez sacada del pozo y después
que me ayudó a arrancarla, quedamos conversando unos instantes, en los cuales
me contó que a su tío le había extrañado mi reacción de noche cuando salió a
recibirme y era quien lo había mandado a ayudarme, cuando vio la camioneta “de
trompa” en la cañada. Le conté la verdad, que me había asustado la luz de la
vela, y el muchacho se reía a carcajadas cuando me explicó que el tío de él que
me atendió usaba una silla de ruedas, y para manejarse con independencia de
noche, como tiene que girar la silla con las manos, tiene una tabla con un
candelabro que lleva delante de las rodillas y que solo alumbra para adelante
porque tiene una pantalla para que no le moleste ni la luz ni el calor en la
cara.
Y
yo, pasé uno de los sustos más grandes de mi vida. Por descontado que pasé por
la casa a agradecerle a hombre, y a presentarle mis disculpas.