En 33, más olvido que patrimonio
Una especie de
angustia respetuosa, con ingredientes de tristeza por la desolación y
negligencia y algo de indignación por todo lo que implica su estado actual, son
la mezcla de sensaciones que invade a los visitantes ocasionales de los
abandonados y casi desconocidos cementerios rurales, que en un número no
definido concretamente aún, pero que sin dudas supera con creces la decena, aún resisten porfiados
el paso del tiempo y la invasión de las fuerzas de la naturaleza, a todo lo
largo y ancho del departamento.
De algunos, solo
quedan mentas, como el que cuentan que existió en las cercanías de Passano
sobre las costas del Cebollatí, a corta distancia de la hoy estancia Los
Naranjos, del cual informantes de la zona aseguraron que contaba con varios
panteones, algunos nichos, y muchas cruces señalando sepulturas en tierra, y
que el cambio de curso del río en su devenir fue socavando hasta dejarlo bajo
las aguas, totalmente perdido.
Otros, como el más
conocido de todos, comúnmente denominado “Cementerio o Panteón de Menéndez”, (Foto principal) en
las cercanías del paraje Piedra Sola, son un ejemplo de cuidado y conservación,
a pesar de algunos intentos de vandalismo que ha sufrido en los últimos años.
Es, sin dudas es el que se conserva más en condiciones y mejor estéticamente, a
pesar que hace muchos años ya que no se llevan a cabo sepelios en el lugar.
Pero hay al menos una
media docena, que están completamente abandonados del cuidado humano, invadidos
por la vegetación que ha tomado cuenta en la mayoría de los casos de las
construcciones. Son hogar de animales silvestres: víboras, zorrillos,
comadrejas, tatúes y hasta zorros conviven con abejas, avispas y colonias de
hormigas que se apoderan de panteones y sepulcros amparados en la paz de los
camposantos, que solo es interrumpida ocasionalmente por vacunos en busca de
sombra y abrigo, o humanos en procura de historias.
Un sitio tan relevante
históricamente como el “cementerio de Urtubey”, en la costa del Olimar Chico a
poca distancia del Paso Carpintería, está prácticamente destruido, sus tumbas y
restos diseminados en un monte natural nacido con seguridad al influjo de la
existencia de ese espacio donde se sabe que descansan los restos del propio
coronel Agustín de Urtubey, ex Jefe Político y de Policía de los departamentos
de Cerro Largo y Treinta y Tres, Jefe de la División Treinta y Tres de los
ejércitos nacionalistas en varias revoluciones, su esposa, Josefa Oribe y su
hijo, el comandante Lasala, entre otros destacados forjadores de la historia
regional.
Muchos otros de los
cementerios patrimoniales a ojos vistas año a año van siendo invadidos por el
monte natural. Son lugares que prácticamente no son visitados. Los deudos olvidaron
a sus muertos queridos, o como sucede en algunos casos, trasladaron sus restos
luego de reducidos a algún cementerio urbano, y el viejo lugar de reposo ya no
recibe flores ni una mano que le arranque las malezas. Y eso pasa con el
“Cementerio del Yerbalito o de los Antoria”, en costas del Yerbalito; con el
“Cementerio de los Fleitas”, en Cerro Colorado; con el cementerio de las
Averías, en la sexta sección, con el de los Moreira cerca del Avestruz, o el de
los Pérez, más al norte en el camino a Tupambaé; con un par de cementerios en
la “séptima baja”, el Cementerio de los Artigas, limítrofe a nuestro
departamento a pesar que técnicamente está en Lavalleja, y ni restos quedan
tampoco del “Cementerio de los Teliz”, en el camino a Leoncho, y quien sabe de
cuantos más desperdigados por la campaña olimareña y que aún no conocemos.
Situación similar por
lo disímil de los casos particulares, asimismo, la constituyen los “panteones”,
monumentos funerarios que sin llegar a ser cementerios, suelen ser lugares de
descanso eterno de familias muy arraigadas a las zonas donde están enclavados.
Hay algunos que ya nadie se acuerda ni siquiera por tradición oral a que
familia pertenecieron, y otros que a pesar que las familias directas ya hace
años que no existen, los propietarios de los campos a lo largo de los años se
han preocupado en mantenerlos razonablemente conservados. Sin dudas a
consecuencia de las dificultades para el traslado hacia las ciudades que
quedaban a grandes distancias, este tipo de construcciones se observan en toda
la campaña del departamento. Hay algunos de los que solamente se conservan al
arco de mediopunto que abrigaba la puerta de ingreso, y otros que mantienen
intacto su señorío, sus inscripciones y su ornato muchas veces con gran
influencia de la masonería.
Cementerios urbanos
como los de María Albina e Isla Patrulla prácticamente puedan considerarse
intermedios o casi rurales, ya que aunque son asimilados a una urbanización que
los sostiene, atiende y mantiene en condiciones, el uso de sus instalaciones
para nuevas inhumaciones es cada vez más escaso, en la mayor parte de los casos
porque ha caído significativamente también la población que ocupan esas
localidades.
Otro de porte más
intermedios, como el de Charqueada, o más grandes aún como los de Santa Clara y
Vergara, guardan en sus perímetros verdaderos monumentos funerarios, como el de
Aparicio Saravia en Santa Clara o el muy documentado por el amigo e historiador local Jorge Muniz de Venancio Alves en Vergara, que está en camino a ser nominado justamente
como “Patrimonio Histórico Nacional”.
Los tres cementerios de Treinta y
Tres
Al igual que lo que
sucede en el cementerio de la capital olimareña, que también tiene algunos
ejemplos de magnificencia en sus esculturas y mármoles, como el Angel del
marmolista Juan Azzarini cuya foto se adjunta, la riqueza constructiva e
histórica que develan desde la más humilde tumba hasta el mausoleo más
trabajado, tiene relevancia significativa en los nombres de quienes descansan
en ellos, y la importancia que tuvieron para su región, su comunidad o tan solo
su familia, que es también una pieza relevante en la cadena continua de los
sucesos históricos. Es sin dudas lastimoso, que de los primeros dos camposantos
treintaitresinos no se conserve ni una sola fotografía, ni un solo documento
descriptivo, y tan solo referencias a su demolición o construcción complementen
la tradición oral.
La primer necrópolis
que tuvo la entonces Villa de los Treinta y Tres, se ubicaba en la zona
actualmente conocida como el “potrero de los burros” adyacente a la hoy avenida
Ariel Pinho, más o menos a la altura donde se utilizaba hasta hace poco tiempo
atrás para los juegos de “fútbol callejero”, patrocinados por el inolvidable
gestor ya desaparecido “Tato” Silva. A él hacen referencia en sus trabajos
históricos tanto Oliveres como Macedo, pero sin dudas el mejor documento
existente relativo a su ubicación es la hijuela hereditaria de la chacra de
Miguel Palacio, que se conserva en el Museo Histórico local, donde dice que el
límite Sud oeste de la parcela adquirida era el predio del “cementerio viejo”,
como se puede apreciar en la ilustración adjunta.
A pesar que algunos
especuladores contemporáneos suponen que el origen de este primer camposanto
sean más antiguo que la fundación de la ciudad de Treinta y Tres y se remonte a
la época de la batalla del período artiguista cuando Gorgonio Aguiar intentó
detener el avance del ejercito portugués sufriendo una derrota categórica con
impo
rtante número de patriotas muertos, que cual costumbre de la época deben
haber recibido sepultura, y deberían haber buscado para hacerlo una distancia
lejana a donde se imaginaban llegaría la creciente. No debemos olvidar que eran
gente de paso, ninguno conocedor de la magnitud de las crecientes del Olimar,
pero además era el mes de enero y el río seguramente con poco cauce tampoco
daba para sospecharlo.
De acuerdo a esta
teoría, una vez asentado el pueblo en la demarcación acordada, a partir de
1855, sería lógico para el pensamiento de la época continuar usando lo que
hasta entonces todos conocían por el lugar de enterramiento de la zona.
Este primer cementerio
pronto mostró su pésima ubicación ante los furiosos embates de las crecidas del
Olimar, que cada vez que llegaba hasta su emplazamiento dejaba al descubierto
restos y osamentas, rompiendo estructuras y provocando la necesidad de arreglos
y reparaciones. Y en poco tiempo, las autoridades municipales se pusieron en
campaña de construir una nueva necrópolis, y debido a falta de fondos propios
para encarar esa obra, se realizó un convenio con cura ese entonces, el padre
Ramón Rodríguez, para que fuera construido con fondos eclesiásticos y
administrado por Rodríguez hasta haber recibido el pago total de la inversión
realizada.
Es así que, en pocas
palabras, por ese convenio se construye lo que sería el segundo cementerio de
Treinta y Tres, que se llamó “De la Soledad” y estaba ubicado aproximadamente
donde se erige hoy la Iglesia de la Cruz Alta y un par de manzanas adjuntas
hacia el norte. Este camposanto comenzó a funcionar en el entorno de los años
70, y en la misma época se produce el vaciamiento del primero y traslado de los
restos al segundo. El decreto municipal sugerido por la Comisión Auxiliar de
Treinta y Tres dispuesto por la Junta Económico Administrativa de Cerro Largo
con la firma de su Presidente Torcuato Marquez, indica en la parte medular de
su artículo 28 que “ todos los restos humanos que están en el lugar denominado
Cementerio Viejo se conducirán el día 2 de noviembre de 1873 al osario común
del Cementerio nuevo con la formalidad y el respeto que esto requiere”,
ordenando en el artículo siguiente que luego de ese día “se procederá a
extinguir todo vestigio que revele para lo que aquel lugar ha servido.”
El cementerio de la
Soledad, entonces ubicado fuera de lo que eran los límites de la planta urbana,
pronto se vio cercado por el crecimiento de la localidad, y se hizo nuevamente
necesario su traslado en los alrededores de finales del siglo XIX, para lo cual
se construyó esta vez con fondos municipales el tercer cementerio de Treinta y
Tres, en la ubicación donde actualmente se encuentra, aunque obviamente de muy
menores proporciones. Del segundo cementerio, en poco tiempo más, tampoco
quedaron vestigios, solo recuerdos, anotaciones en los libros parroquiales y en
algunos pocos documentos de traslado de restos que se conserva en archivos de
la comuna.