lunes, 23 de diciembre de 2013

Del Progreso al "Yastá"...

De baile con los recuerdos




Apenas entré, ni bien pisé el umbral de la puerta del Progreso, como acto reflejo, metí mano al bolsillo interior del saco buscando el antes infaltable “carné” que me iba a pedir el “Cepillo” para ingresar al Club.
Pero el carnet no estaba, como tampoco estaba el “Cepillo” Ituarte, ni estaban Puñales ni Mario Márquez… ni siquiera Raúl Lindimán o el “Flecha” Umpiérrez, trayendo los recuerdos más cerca en el tiempo.
Ingresé al hall redondo, frío, despoblado.





No había trajes ni corbatas, ni muchachas de largo, ni siquiera “la barra” en el largo mostrador de la cantina, que tampoco tenía atrás ni al “lamparilla de boliche” Mario Becerra, ni a Gladys “Karina Carla”, ni al “Toto”, ni al “Largui”, ni el “Chola” Morales o Gerardo Arbenoiz o tantos otros.
Fue un baño de realidad.
Me sonreí solo mientras me acercaba al vacío mostrador, recordándome a mi mismo que eso era también parte de la anunciada “nostalgia”.
-                    “Bueno, a la mayoría le debe pasar lo mismo”, pensé, intentando apartar los recuerdos.
Pedí un whisky y me arrinconé en un rincón del mostrador, inmerso en mil pensamientos.
Cada detalle, cada lugar hacia donde dirigía la mirada, me recordaba algo: la esquina del mostrador revivía la presencia del “Viejo” Miraballes tomando su religioso cognac; por la puerta a mi espalda parecía que en cualquier momento iba a aparecer el “Petiso” Aníbal García rezongando con los gurises del gimnasio; por la escalera del hall me parecía ver bajando apurado al “Ratón” Denis que como siempre se le había hecho larga la “pifarola” y le urgía llegar a la casa a buscar a Marianela para traerla al baile. Ni esta la mesa del damero de ajedrez, ni el diario en su particular “sostén” de palo de escoba atornillado con mariposas, ni la mesa de casín donde me asombraba todos los días la habilidad del Homero Belino o del “Chiquito” Molina.


El ambiente acostumbrado, familiar de tanto tiempo de frecuentarlo, me parecía poblarse cada momento más con ausencias, entremezclándose épocas y recuerdos, mientras se escuchaban a mediano volumen melodías de los años setenta y ochenta, aquellas de mis años juveniles que evocaban a su vez más recuerdos.

Quizá sugestionado por tantas remembranzas, me retrotraje casi cuarenta años atrás, cuando pisé por primera vez a la noche un “baile oficial” en el Progreso.
¡Cuán distintas eran las cosas entonces!

En aquella época a las 9 de la noche estábamos todos bañados y vestidos “de punta en blanco” porque media hora más tarde ya “arrancábamos” para el centro, ya que  era condición infaltable para ir al baile pasar por alguno de los “cafés”, el London o Las Brisas, a encontrarse con la “barra”, comer alguna piza, un aperitivo o una lustrada de zapatos y a más tardar 22 y 30 estábamos entrando. Y no éramos los primeros. A esa hora estaban todas las mesas ocupadas… aquellas de madera, con las sillas tapizadas de cuero marrón, y los mozos revoloteando entre ellas con sus bandejas colmadas.
 
Es que era todo un acontecimiento social.
¡Y mire si íbamos a ir “de calle”, con “vaqueros” y “championes”!  Ni al Progreso ni al Democrático. Las mujeres, por ejemplo, ni soñando usaban pantalones para la ocasión. Vestidos de fiesta o al menos de vestir, con tacos altos y peinado de peluquería, apenas un toque de lápiz de labios la más arriesgada. Los varones, cuando menos usábamos el obligatorio “saco y corbata”, con pantalón “corrido” de tela y zapatos de suela, afeitados al ras y la mayoría peinados a la gomina, tal cual dictaba la moda de entonces y que tan bien inmortalizó Rubén Lena en “De Cojinillo” cuando dice: “y cayó el boñato que faltaba bien peinau, bien afeitau; dejó el baile por el medio en el Progreso…”
Los más “cafishos”, de ambo o traje completo, cuidaban hasta el más mínimo detalle: pañuelito blanco asomando del bolsillo del saco, “gemelos” en los puños, aprieta corbatas… pero reitero… eran otras épocas.

Como a eso de las 22 horas, ya comenzaba la música, casi siempre a cargo de dos o tres orquestas generalmente locales, que interpretaban tipos de música totalmente diferente, ya que ni siquiera se pensaba en escuchar música grabada. Una, generalmente la que comenzaba las acciones, de música “típica”, conformada por instrumentos que hoy llamaríamos “unplegged” generalmente piano, contrabajo, un par de bandoneones y algún violín, y que interpretaba tangos y boleros mechados con algún cadombe, cha cha cha, foxtrot y charleston, y que hacía las delicias de los concurrentes de mayor edad, que no eran pocos. Luego de media hora, hacía su ingreso la “jazz”, orquestas integradas fundamentalmente con instrumentos amplificados (guitarras, bajo, teclados y batería) con una onda más juvenil, que a instancias del movimiento iniciado por los Beatles en los 60 y para ese momento ya expandido al resto del mundo, se animaban con algunos temas “electrónicos” internacionales, mucho incipiente rock uruguayo y argentino, y el cada vez más popular movimiento de la música pop que hacía las delicias de la juventud de entonces.
No existía por esa época la noche de la nostalgia, pero el 25 de agosto se realizaba uno de los pocos “bailes oficiales” que organizaban las respectivas comisiones directivas de las instituciones sociales, conmemorando el aniversario de la declaratoria de la independencia de 1825.

Le hice una seña al barman que me pusiera otro whisky, repaso con la mirada la cantina que sigue vacía, se me viene a la cabeza la letra de Tiempos Viejos… “¿Te acordás hermano, que tiempos aquellos” y me doy cuenta que cada época, cada barra, cada tiempo, tiene sus propias características y costumbres, y por ende sus propios recuerdos comunes.

Hasta lo que bebíamos era diferente. Los que tomábamos alcohol, que éramos los menos, nos juntábamos para comprar alguna medida de “medio y medio” de caña Ancap y Martini negro o una grappa con limón con bastante hielo, o un whisky o espinillar, pero casi ninguno de la gurisada tomaba cerveza. No había costumbre tan generalizada como ahora de tomar alcohol, ni el alcohol era el motivo de la reunión.  El vaso con la bebida tenía que durar por lo menos media hora, la media hora que tocaba la “jazz”, y tenía el cometido principal de tener algo que sostener en la mano mientras recorríamos la pista de baile alrededor de las parejas que bailaban, “bichando” alguna gurisa o buscando a quien invitar a bailar, “orejeando la jugada”, para hablar en criollo.
El baile por si mismo era un ritual único. Si teníamos alguna “noviecita” o “dragona”, o simplemente una compañera habitual de baile, uno se acercaba todo caballero a su mesa y formalmente le invitaba a bailar. Cuando “barboleteábamos” en pos de encontrar con quien bailar, luego que fijábamos la mirada en una posible candidata, nos parábamos como disimulando en algún lugar cercano esperando cruzar las miradas para mover la cabeza señalando la pista indicando nuestro deseo de bailar. “Cabecear”, le llamábamos, y tenía un par de justificaciones que nos parecían absolutamente lógicas: eludía la vigilancia de la madre de ella (o de la persona mayor que las acompañaban normalmente), y evitaba la ignominia del fracaso en el caso que la muchacha se negara a nuestras pretensiones y proseguir en la tentativa como si nada hubiera pasado. La muchacha respondía también disimuladamente cuando su respuesta era no, moviendo imperceptible la cabeza en señal negativa y eludiendo la mirada, o se incorporaba de su asiento y salía a tu encuentro si aceptaba compartir el baile.  Este sistema tenía una contra que a veces te ponía en una posición incómoda, ya que si en la línea del “cabeceo” te estaban mirando más de una, se levantaban varias aceptando la proposición.
Los que “planchábamos” (que no conseguíamos compañera de baile) recorríamos la pista por sus orillas, haciendo tintinear el hielo en los vasos y fumando los “super largos” americanos que rato antes le habíamos comprado a Martínez en el Kiosko El London, esperando que terminara de tocar la orquesta y ya “orejeando” a quien invitar para la próxima “jazz”.
Cuando se terminaba la “entrada” y se preparaba la típica para empezar su “media hora”, comenzaba el éxodo.


Salíamos casi en patota, de un baile hacia el otro… del Progreso al Democrático o viceversa, porque casi siempre –hasta ahora no se si lo hacían a propósito-  cuando en uno de los bailes tocaba la típica, en el otro estaba comenzando la jazz.  Y se repetía la historia: carnet y último recibo para entrar, recorrer cabeceando “al vuelo”, y si “pinchábamos”, otra vez cantina, medio y medio y recorrida en la vuelta de la pista y, como última alternativa, siempre quedaba la opción de “correrse” hasta el “Comercial”, el viejo Centro de Empleados de Comercio, popularmente conocido como “Yastá”, que sin dudas da por sí solo, para otra página de recuerdos…

Publicado originalmente en "Panorama"